Capítulo 22. La Tramontana II
Buscador del Metal
El encinar se estaba tiñendo de gris por el envés descolorido de las hojas. El sol de octubre recalentaba la hierba y encubría el otoño tardío, así que las lagartijas pardas aprovechaban para achicharrarse encima de las rocas y las ardillas recolectaban bellotas para el invierno. A unos cuantos kilómetros estaban las dehesas; un ecosistema perfecto para el hipocornio porque estaba lleno de herbívoros.
El Buscador preparó el último cepo y se incorporó, haciendo crujir sus rodillas. Se enroscó en el cuello el pañuelo que usaba de turbante y alzó la vista. En el cielo, el enorme pájaro anunció su llegada con un graznido y sobrevoló el claro del bosquecillo, proyectando su sombra sobre el suelo y rozando las ramas de las encinas con la punta de las alas.
—¿Ahora? —resopló Grillo.
Aterrizó de golpe levantando un resoplido de hojas secas. Con su gran ojo, miró al hombre que le habían asignado como dueño y esperó a que se agachara y le rascara la nuca para abrir la boca.
Grillo extrajo el frasquito de su gaznate y sacó la carta que había a salvo en el interior. Quiso leerla al instante, pero el pelempir interrumpió sus intenciones profiriendo una especie de «Rrrraaah» desde lo más profundo de su laringe. Exigía su recompensa.
Grillo entornó los ojos.
—No te esperaba. No me queda nada para darte.
El ave no entendía. Se limitó a inclinar la cabeza y a observarlo con insistencia, siguiendo todos sus movimientos con aquel cuello curvado y movedizo. El Buscador lo ignoró por completo y se puso a leer:
«Estimado Grillo,
Un placer volver a saber de ti.
Lo que se escucha por ahí no son más que una enorme bola de calumnias. Maalouf sigue vivo porque mi padre lo ha visto andando por los claustros de palacio, pero es cierto que no baja del tercer piso ni recibe visitas. Xantana, por su parte, ha presidido ya algunos actos públicos, ha tomado las riendas de la Corte y ha establecido la distribución de gravas para el ferrocarril a todos los Señoríos.
Concuerdo con lo que dijiste en la anterior carta. Si nos interceptan la conversación podríamos llegar a tener problemas.
Respecto a Zaina, has de saber que he seguido tu consejo y la he golpeado. La primera vez que lo hice, le vi borrar la sonrisa de repente y me asusté de mí mismo, pero la verdad es que ahora le estoy cogiendo el gusto. Me encanta dejarle las nalgas moradas y que luego le duela el trasero al sentarse.
Por cierto, no te enfades, pero he vuelto a escribir.
D. Alphonse, marqués de Sade»
Lejos de enfadarse, Grillo respiró hondo y esbozó una sonrisa colmada de orgullo.
Cuando alzó la vista el pájaro seguía ahí, mirándole muy atento.
—¿Qué? —espetó, frunciendo el ceño—. Vuela por ahí. Cázate algo.
Como si siguiera su orden, el pelempir emitió un berrido reptiliano y agarró la pernera de su pantalón con el pico, para después dar un tirón impetuoso que le rasgó la tela, la media y parte del calzón de lino. La pantorrilla llena de pelos sangró unas cuantas gotas sobre las botas, así que Grillo respondió lanzando una patada al bicho. Retrocedió en un gorjeo grácil.
—Desgraciado, mira lo que me has hecho.
El pelempir no se amedrentó y se alzó de nuevo, batiendo las alas contra el Buscador mientras su pico hambriento desgarraba tela y piel, buscando carne entre los pliegues, no importaba si de presa o de humano. Grillo logró quitárselo de encima a base de rodar por el suelo y dar manotazos, así que el pájaro levantó el vuelo hacia otra presa que había llamado su atención: la liebre que hacía de cebo en el cepo. Se abalanzó sobre ella y Grillo consiguió retenerle en mitad del aire, agarrándole de la cola.
—¡Deja! —regañó el humano—. ¡Eso no es para ti, pollo estúpido!
El pelempir se retorció como una serpiente aérea, abriendo y cerrando las plumas de la cola hasta que se escurrió de sus manos y se alejó dibujando una parábola burlona, volviendo finalmente para sobrevolar el cepo. Agarró la liebre con las garras y la suspendió en el aire con precisión, mientras los dientes de metal se cerraban de golpe.
—¡Hala! Me has jodido la trampa —gruñó Grillo. Le miró con sus ojos pintados de negro cargados de odio—. Tú. Como te pille te echo las tripas en un canasto.
El pájaro se limitó a aterrizar a prudente distancia y a disfrutar del festín que tenía entre las patas. El Buscador se miró la sangre de la pantorrilla y sentó en el suelo malhumorado.
Mientras presionaba el pañuelo contra la herida, se apoyó el papel en el muslo y comenzó a escribir con la mano libre:
«Pequeño Marqués de Sade,
Ya suponía yo que Maalouf seguía vivo...
¡Por Saica! Este mundo tiene tantos carroñeros mentirosos que podría echarlos unos encima de otros y construir otra pirámide en El Cairo. ¡Ojalá ese cuervo viejo estuviera de verdad pudriéndose en el barro! Si llego a saber que se iba a convertir en un señor tan repugnante, no le habría salvado aquel día de la explosión de jades.
Me alegro de que te esté yendo bien con Zaina. Me alegro de que haya aprendido cuál es su lugar, porque así tú podrás aprender cuál es el tuyo. No tengas miedo de mostrarle quién eres; a las mujeres les encantan tener figuras poderosas a las que agarrarse, y una persona con poder debe demostrarlo tanto en las relaciones diplomáticas como en las relaciones íntimas. Pero recuerda no precipitarte y no apresurar las situaciones. El placer no puede perseguirse. El placer tiene que ser un regalo anónimo, o si no pierde toda la gracia.
Estabas escribiendo de nuevo, ¿verdad? Sigo pensando que escribir es cosa de mujeres y de gente delicada como los lilas del Mar, pero supongo que no puedo quitarte la idea de la cabeza. Si vas a hacerlo, al menos asegúrate de ser el mejor en ello.
Atentamente,
Grillo»
Una vez terminada la carta, buscó al pelempir con la mirada.
—Ven aquí, gorrión. Como me lo pongas difícil te parto la cara.
Las hojas del suelo crujieron bajo unas pisadas.
Grillo dirigió la mirada hacia allá.
Un hombre se acercaba lentamente, acompañado de un caballo palomino y un galgo joven. Estaba ya entrado en años, pero conservaba una buena melena castaña y rizada. Iba vestido con un lacito blanco al cuello y una chupa larga con faldilla, fabricada en cuero basto y rígido como si hubiera sido curtido recientemente. La suciedad y la mugre que llevaba encima reflejaban que había pasado por un largo camino.
—Deberías tener cuidado con los pelempires —dijo el desconocido—; pueden llegar a tener mucha fuerza y mucho mal genio. Los criadores del Aire siempre advierten que hay que asegurarse de tener siempre una recompensa para darles tras cada trayecto.
Grillo le miró de arriba abajo con desconfianza.
—Y tú quién eres —espetó. Miró la mano al desconocido: mostraba el hueso de la Sal.
—¿Y tú? —contestó, mirándole su mano también: mostraba el engranaje del Metal.
¿Comerciantes? No llevaban mercancías ni alforjas. ¿Viajeros? Ninguno de los dos pertenecía al suelo que pisaban, propiedad del Señorío del Mar, y los extranjeros no tenían necesidad de salir de su nación si no vivían en tierra hostil. Ninguno se atrevió a dar una respuesta que sonara tan embustera, así que ninguno de los dos contestó.
Esa fue la respuesta que buscaban.
—Andrak —dedujo Grillo.
—Saïd, Grillo —dedujo Andrak.
Los nombres de los Buscadores habían sido publicados en los periódicos. Y, de alguna manera, que ambos coincidieran en un mismo lugar decía algo muy importante sobre aquella ubicación.
—Vine por esta zona hace unos días y me encontré a una mujer de la Sangre y a su caballería impidiéndome el paso —murmuró Andrak—. Volví sobre mis pasos y entonces me pregunté... ¿por qué querrían impedir que un Buscador avanzara por un territorio?
Supo que Grillo había llegado a la misma conclusión cuando vio que estaba poniendo cepos para carnívoros.
Él mismo había aprovechado su estancia en el pueblecito del Mar para proveerse de armas y otros materiales, antes de regresar al bosque templado de la Tramontana. Ambos habían intentado hacer acopio de provisiones para enfrentar al hipocornio, pero no tenían absolutamente ninguna idea de cómo podrían capturarlo y llevarlo a Sevilla una vez llegado el momento. Quizá por eso su mente se descolocó tanto cuando escucharon un crujido y, al volver la vista hacia el horizonte, se lo encontraron allí mismo.
Al hipocornio.
Recortado sobre el campo verde oliva y los líquenes amarillos de los árboles. Vestido con su pelaje blanco sucio y las crines grises, llenas de enredos por haberse enganchado con algo. Con la fea herida de bala teñida de sangre seca en el tabique y el cuerno erguido sobre el hocico, digno y amenazador. Mirándolos con aquellos ojos negros como dos gotas de cosmos.
El galgo se quedó igual de desconcertado que Andrak, puesto que no había podido olfatear su llegada al soplar el viento en dirección a la bestia. Incluso su propio caballo levantó las orejas y se quedó paralizado.
Grillo se puso en movimiento de repente, en carrera hacia el depredador. El miedo no había sido hecho para él.
Las pulsaciones de los Buscadores se aceleraron.
Al pasar corriendo por su lado, Andrak le agarró por el pañuelo del cuello. Grillo se retorció, se volvió y le dio un puñetazo en el mentón para liberarse. Andrak le pegó un codazo en respuesta y comenzaron a forcejear, mientras el galgo les ladraba alrededor.
El sonido de un galope les robó la atención.
Grillo empujó a Andrak en el pecho violentamente, separándole de él con tal fuerza que lo tiró al suelo justo en el momento en que el hipocornio pasaba entre medias, cortando el aire con el cuerno como una exhalación. Las dimensiones del equino les dejaron patidifusos. No habían visto jamás un carnívoro de ese tamaño. Incluso lo percibían con desconcierto, porque no se conocía depredador mayor que los úrsidos o los grandes felinos.
El hipocornio quiso frenar su carrera al final de la embestida, donde estaba posado el pelempir con los restos de la liebre. Este abrió las alas para quitarse de su camino, pero no le dio tiempo a alzar el vuelo y la bestia se le vino encima, pisándole la cabeza.
El pájaro se quedó hecho una tortilla en el suelo, con el cráneo deshecho en fragmentos y grumos. El hipocornio levantó los cascos, perplejo, como si aquella no hubiera sido su intención.
—Mierda —musitó Grillo. Acababa de perder todo contacto con el marqués de Sade.
Mientras tanto, Andrak rodaba lentamente por el suelo, agarrándose la rodilla con el ceño más arrugado que un acordeón. Se había hecho daño en el ligamento por culpa del empujón.
Grillo no estaba dispuesto a dejar escapar a su presa. Consiguió aferrar a su montura y mantenerla quieta unos segundos para subirse a la silla y, luego, le espoleó con fuerza para iniciar el galope hacia el hipocornio.
Pero el hipocornio frenó en seco en lugar de salir corriendo, contra todo pronóstico, y los pechos de ambos equinos chocaron de golpe. El mustang pareció recuperar el aliento, pero al verse tan cerca del carnívoro, se encabritó y se intentó defender de la única manera que podía: volteándose para cocear aquellas fauces mortíferas con las patas traseras. El hipocornio recibió el primer golpe seco en las encías, pero rápidamente recogió el cuello y lanzó un bocado contra la siguiente coz que le llegaba. Atrapó el casco entre los dientes, a la altura del espolón, y luego cabeceó bruscamente para desgarrarle los tendones, antes de soltarlo.
El caballo relinchó de dolor y salió despavorido en dirección opuesta, cojeando hacia la dulce amabilidad del bosque. Nada pudo hacer Grillo para retomar su control, así que se tiró de la silla y rodó por la hojarasca aparatosamente. Se levantó para encararse con el hipocornio y se lo encontró de frente, escudriñándole con la mirada mientras emitía un gruñido gutural.
La bestia comprendía que aquel ridículo humano de dos patas estaba intentando atentar contra él; desafiarle con esos ademanes dominantes, quizá por galantería o por pura lidia territorial. Pero no había ser en la faz de la tierra que pudiera someterle, así que, con las orejas vueltas hacia atrás —no dejaba de vigilar los sonidos que hacía Andrak—, el hipocornio bajó la cabeza. Respiró con profundidad y raspó el suelo con la pata delantera.
Grillo puso a trabajar su mente para buscar alguna manera de dejarlo fuera de juego, pero la criatura no le dio más tregua y se lanzó hacia él con un galope airado y altivo, como si estuviera burlándose de las intenciones del mundo entero.
Grillo le recibió con un grueso leño que había cogido del suelo, dispuesto a estrellárselo en la cara, pero el hipocornio reconoció el arma y alzó las patas delanteras para quedar fuera de su alcance. El leño se quebró contra su pecho como si hubiera impactado contra una roca de cuarzo.
Grillo cayó de espaldas y se encontró atrapado entre dos pilares, que sujetaban aquella mole de seiscientos kilos. La boca dentada del hipocornio quedaba a unos cuantos centímetros de su cara, babeando a través de las fauces fuertes como pinzas.
Grillo sabía lo que venía.
Consiguió frenar el primer envite a base de puro músculo, agarrándole la quijada superior con las manos. Amenazando con rasgarle la piel, podía notar sus colmillos y su mandíbula tallada en hueso, dura como un caparazón de tortuga. El hipocornio mordió varias veces para liberarse, pero Grillo colocó los dedos rápidamente entre los huecos de los dientes para evitar que se los cercenara. En uno de los mordiscos Grillo consiguió agarrar su lengua, que parecía una salamandra áspera y escurridiza, y se la sacó de la boca de un tirón. El hipocornio dejó las fauces abiertas para evitar mordérsela e intentó recular, pero Grillo le tenía bien amarrado.
Se levantó como una exhalación y tiró de la cabeza de la bestia, a través de la lengua que tenía sacada por el lateral.
—¿¡Ahora qué, alimaña!? —vociferó Grillo, apretando el puño con fuerza para que no se le escurriera. Se dio cuenta de que había disociado la mano del resto del cuerpo para evitar aflojar la presión; su instinto ya no sabía cómo advertirle de que saliera corriendo.
El hipocornio contestó con un bramido furioso que retumbó en la cabeza de Grillo y le erizó los pelos de la nuca. Podría quedarse impreso para siempre en aquel duelo de tensiones, pero el Buscador tenía un plan.
A base de tirones que evitaban que la bestia se anclara tozudamente —un duelo de fuerza en el que jamás ganaría—, logró hacer avanzar al hipocornio en su dirección. Poco a poco, Grillo fue retrocediendo hacia un cepo cercano que había colocado durante la mañana. Llegó hasta su radio de alcance pasito a pasito, y con muchísimo cuidado, lo dejó pasar entre las piernas abiertas. Tiró de la lengua del hipocornio, dejando el cepo en el medio de ambos. Faltaba un paso más para que el hipocornio pusiera el casco encima.
—¡No! —gritó Andrak por detrás. Estaba sujetando al hipocornio por la cola y tirando en dirección contraria.
El animal se hartó de las dos garrapatas que tenía pegadas y clavó los cascos en el suelo. Tiró las orejas hacia atrás. Cabeceó un segundo. Estiró el cuello por encima de todos, haciendo gala de su altura y obligando a Grillo a ponerse de puntillas.
—¡Cuidado! —gritó Andrak.
Y con un movimiento brusco de cabeza, el hipocornio desestabilizó a Grillo y le volcó sobre su propio cepo. Su pantorrilla quedó atrapada con un chasquido metálico, que apenas fue audible con el aullido enloquecedor que emitió el Buscador.
Andrak se quedó de piedra.
Quiso ir a ver si Grillo estaba bien, pero tenía que evitar algo mucho peor: que el hipocornio devorara la cabeza a su presa inmovilizada. Se había convertido en la liebre que servía de cebo.
—¡Mud! —gritó, para llamar su atención. El hipocornio batió la cola a modo de respuesta, dándole la espalda.
—¡MUUUUD! —vociferó con todo el poder de su garganta. Sintió que se le vaciaba el pecho, especialmente al traer a la luz su idioma natal—. Mud! Mein Reichthum, mein Gut! Du meine Seele, mein Fleisch und mein Blut! (1)
El hipocornio volvió la cabeza para mirar con desinterés a aquel humano chillón.
—Soll unsrer Liebe Verknotigung sein! —gritó de nuevo, sintiendo las lágrimas amenazando sus ojos. La canción que le cantaba a su esposa cuando curtían cuero juntos sonaba mucho más exaltada ahora, a voz en grito—. Mud! Mein Licht, meine Sonn! Mein Leben schließ' ich um deines herum! (2)
El hipocornio se dio la vuelta hacia Andrak, que parecía retarle con esos aullidos y esos dientes amenazadores. En el mundo animal, es bien sabido que aquellos que enseñan los dientes están buscando pelea.
Andrak retrocedió asustado, buscando algo con lo que defenderse, pero su arma estaba en las alforjas de su montura. El hipocornio llegó hasta él y lo miró desde las alturas, desde el cielo. El Buscador supo que se estaba preparando para atacarlo por la posición de sus orejas, y se encontró solamente con sus manos y su fuerza rancia para enfrentarlo.
La primera dentellada falló en el aire. El sonido se pareció a unas tenazas de hueso y le insinuó con franqueza lo que podría pasar si le agarraba. Pero no solo existía el peligro de mordedura, sino también el del impacto de la rígida mandíbula. El hipocornio era rápido como una serpiente, así que Andrak esquivaba los mordiscos como podía y repartía manotazos para desviar la energía que llevaban, hasta que no pudo mantener el ritmo y frenó de lleno la última dentellada. El latigazo le cosquilleó por la muñeca, el antebrazo, el brazo y el hombro. Había impactado la palma contra el tabique, pero supo que no era el único que había sufrido daños cuando la carne cedió contra sus dedos y el hipocornio se retiró, bramando de dolor.
Cuando Andrak se miró las manos, las tenía manchadas de sangre y grumos blanquecinos. Debían de ser pus.
El hipocornio cabeceaba con una especie de mugido lamentoso, con el tabique sangrando allá donde tenía alojada la bala que le disparó James Watt. El hocico había duplicado su tamaño debido a la inflamación.
Andrak aprovechó el resentimiento del animal para buscar a su caballo muy despacio, sin perderlo de vista. Encontró a su montura desorientada detrás de un terraplén, así que se apresuró a coger la escopeta de sus alforjas y a salir en busca del hipocornio para rematar la faena.
El hipocornio estaba parado, con la pata delantera estirada contra el suelo y restregándose la cabeza contra ella. Debía de estar picándole la herida. Al ser consciente de que Andrak lo observaba, levantó la vista durante un par de segundos en los que no se movió ni un centímetro.
Andrak dirigió el cañón hacia él con lentitud, apuntándole en la frente como un verdugo ejerciendo su mano caprichosa desde la distancia.
Le miró a los ojos. A aquellos dos orbes raros que tenía en la parte frontal del rostro, como buen carnívoro que era, y que lo alejaban del aspecto honesto de un caballo. Aquellos ojos de felino habían sido diseñados para enfocar profundidades y calcular la distancia de las dentelladas.
Había escuchado decir a todo el mundo que los ojos del hipocornio eran mágicos y que podían hipnotizarte hasta llevarte a caer por un risco, pero lo que Andrak estaba comprobando por sí mismo era que se trataba de unos ojos tan silvestres y orgánicos que no tenían nada de antinatural.
Ahora lo entendía. Lo que en realidad inquietaba a la gente era que sus pupilas tenían el escalofriante brillo de la inteligencia. Lo que aterraba a los humanos no era más que el indicio de una mirada que te juzga, porque es lo que la naturaleza no había hecho con ellos jamás. La tierra lo sabe.
Escuchó su propia respiración chocando contra el gatillo de la escopeta, allá donde la mano estaba blanca de la presión. Miró hacia cielo que había encima del hipocornio: un pelempir desconocido lo sobrevolaba en círculos, con una especie de recipiente colgando del cuello.
Frunció el ceño y bajó la vista de nuevo hacia la bestia equina.
No pudo disparar.
El hipocornio agachó la cabeza, con gesto maltrecho y el pelaje manchado de rojo. Luego se dio la vuelta a paso sereno, desapareciendo entre las encinas.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top