Noche de lectura

Casi sin esfuerzo alguno podía leer a una velocidad sorprendente, de lo cual se valía durante las tardes para finalizar los deberes escolares con rapidez. Llegada la noche, tomaba una de las novelas que descansaban en el librero de su abuelo y emprendía un viaje mágico, perdido entre su imaginación y las páginas que lo atrapaban. Aquella velada, tras guardar descuidadamente sus cuadernos, decidió entretenerse con un voluminoso libro de cuentos sobre diversas situaciones tanto cómicas como tenebrosas. Inmerso algunos minutos —o quizás algunas horas, nadie podría saberlo— en las historias, halló una que lo interesó en particular, pues el protagonista compartía su hipersensibilidad auditiva, característica que más veces resultaba molesta que útil. El personaje espiaba a un anciano y se disponía a ingresar a su...

—¡Cof, cof!

Los tosidos de su madre irrumpieron en su mundo y lo desterraron de él. Pero claro, eso ya era habitual y estaba acostumbrado: desde que era apenas un infante, su madre había contraído una penosa enfermedad que los ineptos médicos de su ciudad podían apenas controlar. Al principio, y como cualquier niño, lloriqueaba y se aterraba cuando su madre tenía ataques de tos repentinos y prolongados; le asustaba ver su cuerpo contraído y azotado por convulsiones. Con cada episodio notaba que el semblante de su progenitora ganaba palidez y sus movimientos perdían fuerza y gracia. Supo que el desenlace de aquello se daría eventualmente, ajeno a sus deseos.

Era triste, sí, pero ya se había hecho la idea. En las historias que leía, los personajes siempre perdían seres amados y sufrían mucho. El sufrimiento, se preguntaba, ¿cómo sería? Distante de la mayoría de las emociones humanas, el muchacho podía explicar el sufrimiento como lo contrario al entretenimiento; surgía entonces la búsqueda de una respuesta: ¿sería el dolor lo contrario al placer? Si el dolor era tan terrible como lo representaban en tantos poemas y relatos oscuros, si el perder a su madre habría de suponer un dolor proporcional al placer que le producía leer las historias retorcidas de convalecientes escritores, entonces no valía la pena amar a su madre.

Este pensamiento había llegado a él por primera vez hacía un par de años, y desde esos momentos —y sin mayores dificultades— se había propuesto dejar de amar a su madre para no tener que sucumbir ante el sufrimiento de su inevitable pérdida. La enfermedad degenerativa de su madre habría de matarla en muchos años todavía, y eso lo aliviaba un poco —muchas interrogantes lo acechaban sobre cómo habría de proceder tras aquel evento—, pero se había encontrado con un problema aún mayor: la tos.

—¡Cof, cof!

¡Esa maldita tos, que no lo dejaba leer en paz! ¿Quién podría disfrutar por completo del punto cumbre de un relato si ese atronador sonido cortaba el hilo de sus ideas desde la habitación de al lado? ¡No, no era posible! Vivía para leer. Mientras veía cómo sus contemporáneos se hundían en los vicios de la juventud y caían presas de sentimientos banales, él enriquecía su mundo un libro a la vez, y así era feliz; ¿cómo pretendían arrebatarle eso? ¡Maldita enfermedad, malditos médicos...!

¡Maldita madre...!

Casi añoraba el momento de su muerte. Si no se producía pronto, estaba seguro de que se volvería demente y aceleraría el proceso, como los personajes de los relatos. Sí, quizás esa era la solución. No, no; ¿en qué pensaba? Habría sido demasiado problemático. Lo que debía hacer era simplemente esperar, ser paciente y...

—¡Cof, cof! ¡Cof, cof!

¡Ni sus pensamientos eran claros ante tales sonidos! ¡Qué rabia, qué ira incontrolable la que su oprimido corazón sentía! Si tan solo se callase, si tan solo...

—¡Cof, cof! ¡Cof, cof! ¡Cof, cof!

Cada bullicio, mayor al anterior. Las delgadas paredes de su habitáculo no aminoraban en absoluto el estruendo. Sentía el martilleo sobre su cráneo, sus sienes palpitaban; ya no podía más, ya no podía; deseó quedar sordo, deseó perder aquel oído sensible o siquiera ser capaz de...

—¡Cof, cof! ¡Cof, cof! ¡Cof, cof! ¡Cof, cof!

Decidido, se incorporó de la cama y caminó a paso firme hasta la puerta de su habitación. Su mano se posó en la perilla, mientras su mente empezaba a planear con frialdad qué debía hacer una vez fuera. Temía que más tosidos de su madre corrompiesen su plan tranquilo y reflexivo y lo tornasen en un asesino sin premeditación. Esperó durante algunos segundos. Sin embargo, ya no oyó más quejidos, y su furia inicial se apagó con lentitud. El muchacho se concentró una vez más solo en su lectura. Continuó esta actividad presuroso, temeroso de que los diablos de la garganta de su madre volviesen, pero no, ya no hubo más sonidos aquella noche, y el agrado de culminar el grueso libro de cuentos le produjo una satisfacción mayúscula.

A la mañana siguiente, tomó otro libro de la estantería para leer. Ignoró por completo el olor rancio que se filtraba desde la habitación contigua.

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