Hada madrina


Las riñas familiares se habían convertido en el pan de cada día, en una rutina casi ceremonial que surgía por cualquier mínima discrepancia. Mariano no era un niño tonto —sin importar lo que la profesora de matemática dijese—, y aprendió que de poco servía el lloriqueo en el momento de una pelea de la magnitud de la que sus padres sostenían en ese momento: lo mejor que podía hacer era refugiarse en su habitación y ver caricaturas hasta que los gritos cesasen y el incómodo silencio de la hipocresía volviese a reinar su hogar. Sin embargo, y como todo niño saludable de cinco años, ver a sus padres en tal situación lo afectaba profundamente, le hería el alma, por inocente y frágil que esta fuese, y cada insulto que brotaba de sus bocas —palabras con las que luchaba por mantener fuera de su vocabulario— era como una puñalada en su joven corazón.

El único consuelo a su sufrimiento lo encerraba la ficción de su caricatura preferida. En ella, un niño como él recibía la ayuda de hadas que le otorgaban cualquier deseo. Mariano se abstraía en sueños imposibles: deseaba gozar del mismo destino, deseaba contar con las hadas; no porque así pudiese pedir cualquier juguete o dulce del planeta, sino porque así tendría a alguien con quien conversar cuando se encerrase en su habitación.

Hasta que un día, sin previo aviso, su tan ansiado deseo se cumplió. Mariano entró halló en su alcoba un ser de tamaño humano pero dotado de diminutas alas que lo mantenían en el aire. Este, al verlo, exclamó:

—¡Mariano! ¡Yo soy tu hada madrina! ¡He venido a alegrar tu vida! Ahora serás feliz. Puedes pedir lo que quieras, cuando quieras. Estaré aquí para ti.

Fue una semana maravillosa. Chocolates, videojuegos y globos. Cualquier cosa que Mariano deseaba aparecía frente a él como por arte de magia. No; por arte de magia. Y, más importante todavía, tenía ahora una acompañante con quien intercambiar vivencias banales en busca del olvido de la realidad.

Pese a su momentáneo júbilo, las discusiones de sus padres no hacían más que incrementar su intensidad. Un día llegaron a golpearse, descontrolados; Mariano corrió a su habitación. Su hada madrina, que había adoptado la forma de un cachorro —contaba con la habilidad de cambiar su aspecto, tal como las hadas de su caricatura preferida—, lo observó con pesar.

—¿Vuelven a pelear? —preguntó con un dejo de tristeza en su voz.

—Sï —respondió Mariano, ocultando su malestar—, pero no importa; ¿qué haremos hoy, hada madrina?

—Acompáñame, he pensado en algo muy divertido para ti.

Después de los primeros días, los dulces y juegos ya no alegraban tanto a Mariano, por lo que su hada madrina había empezado a llevarlo a lugares en distintos puntos de la ciudad donde podían divertirse juntos. Los dos primeros días habían ido a distintos parques con columpios y toboganes, y la excitación de Mariano se había disparado al advertir que sus padres no habían notado su ausencia; curiosamente, las personas que observaban a Mariano con su hada madrina por la calle no se exaltaban para nada. Debe ser algo normal que los niños tengan estas hadas, pensaba él, pero aún así no le diré a mis papis, quizá se enojen conmigo.

Mariano y el hada escaparon por la ventana de la habitación, y huyeron de la casa a paso rápido por entre los arbustos del jardín. Mientras caminaban por las tranquilas calles de su distrito, Mariano observó a su hada, entretenido por las formas que adoptaba.

—Iremos al mar a ver las olas, y nos podemos mojar si quieres —comentaba el hada, transformada en un oso de peluche flotante y sonriente.

Le parecía una idea genial, y le gustó aun más cuando llegaron. La arena de la playa estaba tibia, pues ya caía la tarde, y el lugar lucía desértico; el ambiente estaba adornado solo por una pareja a lo lejos y la basura. Mariano corrió por la playa riendo y persiguiendo a su hada, que tenía el aspecto ahora de un pez alado con una sombrilla adherida a su cabeza. Tras una tarde llena de salpicaduras, arena y risas, ambos volvieron a casa regocijados, y Mariano casi olvidó que la querella familiar se prolongaría el resto de la semana.

La escena no tardó en repetirse: al día siguiente, el padre de Mariano fue a recogerlo de clases, pero no pronunció palabra durante todo el trayecto y se marchó de casa ni bien llegaron al umbral. El niño le restó importancia al hecho y corrió feliz hacia su habitación, donde encontró al hada revoloteando, en forma de un gato gordo y azul con luces que surgían de sus patas.

—Hoy tengo una sorpresa especial para ti, Marianito —anunció el hada, y río mientras el niño rápidamente se cambiaba de ropa.

La aventura de aquel día fue inolvidable: el hada instruyó a Mariano para que este pudiese tomar el autobús y llegar al zoológico. La entrada requería un pago, pero el hada lo ayudó a saltar el muro y poder ingresar sin que nadie lo note. Se pasaron el día observando los chimpancés, los tigres y las jirafas; el hada, retomando su usual forma de mujer diminuta y rubia, le comentaba las características de cada animal mientras los veían, sin que a ninguno de los dos le interesase realmente.

Al día siguiente, Mariano despertó más temprano de lo normal, asustado pues oía fuera de la habitación a sus padres furibundos perjurando uno en contra del otro. Escuchó un vidrio quebrarse, y el llanto desconsolado de la madre. El hada, a su lado, hizo un esfuerzo por distraer su atención.

—Hoy te llevaré a un lugar bueno, Marianito, un lugar donde podrás jugar con otros niños.

—¿Será el parque otra vez?

—No, hoy iremos a mi propio lugar especial, y te quedarás ahí cuanto quieras, ¡ya no tendrás que oír gritos ni llantos! ¿Qué te parece?

Le parecía muy bien, por supuesto. Escaparon como ya les era habitual por entre la verja de la casa, y a paso rápido el hada lo llevó a un centro comercial muy concurrido.

—No me gusta este lugar, está lleno de adultos.

—Acá no es.

Caminaron por una única acera que recorría el límite del malecón. Del otro lado, Mariano podía sentir el océano, aunque no se hallaba cerca de la playa donde había disfrutado tanto días atrás. El hada, transformada en una llave, en un ojo, y en un conejo, lo guiaba por entre las personas que se dirigían al centro comercial, y para las cuales esta era aparentemente invisible.

Al fin arribaron a una sección del acantilado poco transitada, pues no había mucho además de un puñado de árboles enmarcados con promesas de amor seguramente rotas hacía tiempo.

—Ven, Marianito, ven.

Mariano se aproximó hacia el hada. Llegó al borde del acantilado.

—¿Ves? Ahí está mi lugar especial.

El niño empezó a saborear el vértigo en la boca de su estómago al inclinarse para observar lo que era una caída libre de al menos ochenta metros hasta la autopista. Una verja de madera impedía el paso.

—¿Lo ves? Pasemos la verja, ven conmigo.

—No veo nada, y me da miedo.

Pero entonces empezó a ver. Con la vista clavada en los carros que transitaban a toda velocidad a lo lejos, una visión se materializó frente a sus ojos: un agujero que, de manera inverosímil, se abría en el aire, como un vórtice; y un grupo de niños, al otro lado, felices, jugando entre ellos.

—Tenemos que entrar. Tenemos que saltar para entrar. ¿Me acompañas?

Mariano temía, pero las sonrisas de los niños lo aliviaron. Ellos también lo invitaban a aproximarse, a saltar y caer en el portal que aseguraba una estancia placentera, libre de las maldiciones que pronunciaba su padre a diario. El hada voló en descenso e ingresó al vórtice: los niños la saludaron, eufóricos, y comenzaron a cantar. Todo parecía muy pacífico.

Mariano se acercó dos pasos y levantó una de sus piernas sobre la verja, dispuesto a cruzarla.

—¡Hey, niño! ¿Qué demonios haces? —gritó entonces un guardia de seguridad desde el otro lado de la calle.

Mariano giró, se distrajo y dudó por un momento. Su corazón palpitaba con celeridad. Volvió a mirar al hada y notó que esta lo exhortaba a saltar cada vez con mayor apremio. Pero no saltó. Algo en la sonrisa de aquellos niños lucía falso, perdido, terrible.

—¡Salta! ¡Salta de una vez, Marianito!

—¡Niño! ¡No cruces la verja! ¡Es peligroso! ¿Dónde están tus padres?

Pensó en sus padres, y pensó que, por más que le causase dolor verlos pelear, no quería alejarse para siempre. Pero, ¿qué opción tenía? El guardia gritaba con más fuerza y se acercaba trotando.

—¡Ven de una vez, Mariano, no me hagas enojar! Serás feliz aquí.

El hada parecía empezar a enfurecerse. De pronto el brillo de sus ojos declinó.

—¡Niño de mierda, no seas imprudente! Vuelve al camino.

Las palabras del guardia alcanzaron los oídos de Mariano, quien sucumbió ante el golpe frío en el pecho de tal acusación. Esa palabra con eme, esa condenada palabra que tantas veces había vociferado su padre. Esa palabra. Supo entonces que quería irse, quería marcharse, quería escapar a un lugar donde nadie diga eso, donde nadie sufra y donde nadie tenga que llorar. Un lugar donde no piense en sus padres ni moje su almohada por las noches.

Mariano saltó, ignorandolos bramidos desesperados del guardia, que estaba ya a pocos pasos de él.Percibió la gravedad empujándolo hacia el portal y el viento en su rostro. Masdurante los escasos segundos que caía, todo cambió repentinamente. Observó,aterrado, cómo las sonrisas de los niños del portal se transmutaban en muecasgrotescas, y sus ojos alegres en cuencas vacías y sanguinolentas. El hada, enmedio de ellos, se transformó una vez más, pero no en algo divertido o ameno;no, cobró su forma real: una criatura espantosa que reía al saborear el miedode su nueva víctima. Un ser tan monstruoso que es seguro afirmar que el terrorincontrolable mató a aquel niño mucho antes que el impacto de las rocas,decenas de metros abajo, que desperdigaron su cuerpo mutilado por la autopista.   

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top