Fiesta de noche de brujas

La fiesta era alegre y magnífica. Muchos vestían trajes coloridos en honor a diversos personajes de la cultura popular, mientras que otros se habían decantado por disfraces más acordes a la fecha que se celebraba: esqueletos, hombres lobo, zombis y toda suerte de monstruos grotescos. Por mi parte, había maquillado mi rostro y elegido una túnica oscura para representar un vampiro genérico que luciese espléndido sin mermar mi atractivo. La piel que los atrevidos atuendos dejaban entrever evidenciaba las intenciones no tan ocultas de un significativo número de asistentes. No mentiré: también me tentaba el arte de la seducción aquella noche. Localicé mi objetivo tempranamente, cuando al otro extremo del salón principal brotó danzante la figura esbelta de una damisela enmascarada que depositó botella tras botella de un potente licor en la mesa, que los mozos se apresuraron a repartir en minúsculas copas de cristal.

Antes mis preguntas acerca de la identidad de la mujer, mis allegados, sin interrumpir sus orgías de baile y alcohol ni por un instante, me informaron que aquella era la misteriosa anfitriona de la fiesta y, por consiguiente, la dueña de la vasta casona donde festejábamos en desmedida. Nadie fue capaz de darme razón de su nombre. Nadie la conocía, pese a que las invitaciones habían llovido por las calles de la ciudad.

Mi excitación se alimentó de la curiosidad y los secretos por desvelar, y no tardé en aventurarme a buscarla por los amplios corredores de la mansión. El bullicio de la fiesta se redujo mientras más me alejaba del salón, y la decoración de las paredes comenzó a turbarme. Tras un recodo, encaré una serie de óleos y en los que se apreciaba una pareja junto a una niña, todos embutidos en trajes formales y con los rostros rayados por tintura negra. Cuando me detuve a examinar uno de esos cuadros, atisbé una silueta con el rabillo del ojo. Giré, y durante tan solo un momento divisé a la dama observándome tras uno de los recodos de la laberíntica casona. Corrí tras ella, presuroso, y la seguí valiéndome del sonido de sus pasos y el olor delicado de su perfume.

La luz de la luna se filtraba a través de la ventana y resaltaba el dibujo de las flamas azules dibujado en su máscara. La había encontrado. O, mejor dicho, se había dejado encontrar. La mujer esperaba por mí en una reducida habitación. Me aproximé a ella, deseoso de entablar una conversación, de averiguar su nombre, sus miedos, sus pecados y el porqué de la fiesta que había organizado. Ella no hizo más que sonreír. Sus labios y mentón, única parte de su rostro que tenía la dicha de apreciar, eran hermosos, como una promesa de amor por cumplirse. Antes de que reaccionase, ella estrechó mi mano entre las suyas. Percibí cuán suave era su piel.

Entonces, ella me besó. Disfruté el roce de sus labios durante segundos que parecieron siglos. Nuestras bocas se separaron al cabo de unos instantes. Su semblante reflejó nuevamente una sonrisa mientras al mío lo dominaban la confusión y el rubor. Sin previo aviso, viró y emprendimos la persecución una vez más.

Nos internamos en corredores lúgubres. Estaba perdido y la oscuridad era absoluta; me vi obligado a buscar mi camino a través del gélido tacto de las paredes hasta que un destello en la distancia me guio: era ella, que portaba ahora un candelabro con siete velas iluminando su sendero. Embriagado como estaba del sabor de su beso, no dudé en acecharla. Pronto, nació en mí un ligero temor al reconocer cuán dificultoso habría sido regresar sobre mis pasos, que se acalló tras unos pasillos recorridos más. Advertí que se dirigía de regreso al gran salón principal, seguramente para continuar su labor de anfitriona-

Siempre pisándole los talones, me introduje en la sala junto al resto de la muchedumbre, que danzaba y bebía sin preocupación aparente. Habían transcurrido pocos minutos, y los mozos apenas habían finalizado la repartición de la bebida emblema. La dama, que se había situado sobre un taburete para llamar la atención de los distraídos asistentes, alzó su copa por encima de su cabeza y saludó:

—¡Un brindis por la noche de brujas! —El eco tintineante de las copas entrechocando invadió la estancia. La mujer giró hacia mí y, en voz baja, añadió—: Me encanta la noche de brujas. Es la única fecha del año en que puedo usar mi máscara frente a otros sin despertar extrañeza y desconfianza. Hasta hoy, claro.

Con un movimiento brusco, se despojó de la máscara, revelando su rostro. Contuve la respiración, y poco me faltó para sucumbir ante las náuseas. Sus facciones presentaban grotescas cicatrices y protuberancias de piel necrosa que evidenciaba los vestigios de graves quemaduras, además de un vacío en donde debía estar uno de sus ojos. Una sutura desproporcionada recorría su frente y resaltaba la palidez del cuero cabelludo.

Deseé con todas mis fuerzas apartar la mirada, pero no conseguí sino analizar cada detalle de aquel rostro desfigurado. Mi estupor solo se interrumpió cuando escuché cómo la mayoría de copas de cristal se resquebrajaban al impactarse entre ellas, salpicando a los invitados con aquel licor. De un momento a otro, el salón se colmó de alcohol regado por el suelo y maldiciones espasmódicas que criticaban la fragilidad de los utensilios proporcionados.

Luego de soltar una sonora risotada, la damisela arrojó el candelabro hacia el centro de la congregación. Sin titubear, el fuego se avivó contra las vestimentas empapadas de uno de los presentes, y antes de que los gritos se contagiasen entre el público, las llamas se extendieron a través del suelo y las personas. Uno a uno, se quemaron, y pronto las súplicas de pánico resonaron con mayor intensidad que las carcajadas que escapaban de la boca de la anfitriona.

Al tiempo que el fuego alcanzaba las cortinas y los muebles de madera, corrí a la salida. Estaba sellada. Empujé con todas mis fuerzas, pero fue en vano. El humo me alcanzó y tosí. Me resultaba imposible respirar. El incendio se había apoderado del aposento y danzaba imperturbable entre las víctimas de su vigor. Me alarmó cerciorarme de que también la entrada por la que había ingresado se hallaba firmemente cerrada.

El pavor se esparció entre los asistentes tan deprisa como las llamas. El gentío se movilizaba errante, buscando un escape con desesperación. Al fin, localizaron el portón ante el cual me encontraba y que había purgado por abrir, y corrieron hacia mí.

—No —intenté explicarles, esta también está sellada, tenemos que...

Fui silenciado por las manos y los brazos que ahora se deslizaban hasta la puerta, rogándole algo que no ocurriría. Me empujaron, golpearon y forzaron a proteger mi tez con las manos mientras probaban la fuerza bruta para huir. Nadie prestó importancia a mis reclamos y exclamaciones cuando perdí el equilibrio y caí de bruces al suelo, entre un océano de piernas intranquilas, cuyos pisotones y patadas se estrellaron contra mi torso y extremidades, privándome de la posibilidad de luchar.

Gota a gota, la vida se escurrió entre mis dedos, y abandoné este mundo entre la desesperación, el fuego y la sonrisa del rostro deforme de la dama que, envuelta en llamas, reía eufórica.

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