El reloj


Cuando mi reloj de plata marcó las seis de la tarde, inicié el trayecto de regreso a mi hogar. Las calles estaban desiertas, y entre ellas se deslizaba esa neblina sin rumbo que se apodera de Lima durante el otoño. Con el transcurrir de los minutos, la noche desplazó al atardecer, y la oscuridad me instó a acelerar el paso, temeroso de ser víctima de uno de los incidentes delictivos que se habían vuelto comunes en la ciudad.

A los ocasionales bocinazos distantes se unió un ruido repetitivo que provenía del asfalto que tenía detrás. Mi paranoia aumentó, pero cometí el error de no virar. El golpeteo se aproximó con presteza, y cuando advertí que se trataba de una persona caminando deprisa ya era demasiado tarde: el individuo rodeó mi cuello con su brazo, inmovilizándome; a continuación, percibí un objeto frío y férreo que oprimía mi cien.

—Ya fuiste —me dijo, soltando su aliento fétido en mi oído—. ¡No te muevas o te mato!

—¡Está bien, está bien! —respondí, sin oponer resistencia.

Noté cómo sus manos recorrían mis bolsillos y extraían todo su contenido, y noté también el sudor frío que resbalaba por mi espalda y los latidos de mi corazón que se incrementaban precipitadamente. Me preocupó no contentarlo.

—Qué bonito reloj que traes encima, ¿eh? —comentó.

Me sobresalté al comprender sus intenciones: quería arrebatarme el reloj de plata que mi abuela me había obsequiado hacía muchísimos años, tras la muerte de su esposo, y que yo había guardado con recelo, usándolo en contadas ocasiones.

—¡No, mi reloj no! —exclamé.

El malhechor desprendió el reloj de mi muñeca con un movimiento ágil y emprendió su huída. Unos metros más allá, desapareció al doblar por un recodo.

Todo había sucedido muy rápido y no había tenido tiempo de reaccionar. Grité de impotencia mientras me debatía entre perseguirlo y confiar en toparme con algún policía que me ayudase, o renunciar a mi reloj para siempre. Opté por la primera opción, sin olvidar que el ladrón estaba armado, y corrí tras él.

Cuando rodeé la calle por la que el criminal se había escabullido, el estruendo de un claxon me detuvo en seco. Contemplé, aterrado, cómo un voluminoso camión se estrellaba de lleno contra el criminal, que en esos momentos intentaba cruzar la autopista, y desperdigaba sus restos por toda la calle. Quedé pasmado ante tan cruento espectáculo.

El conductor no se detuvo, y escapó de los hechos con la mayor velocidad que el pesado vehículo le permitió, dejando tras de sí el irreconocible cadáver del ladrón. El estrépito había despertado la alarma en algunos vecinos, que se encaramaron al marco de sus ventanas y vieron lo que había acontecido. Los murmullos de las mujeres se dispararon al tiempo que sus maridos salían de sus casas y clavaban la mirada en los restos sanguinolentos.

—¿Qué ha pasado? —preguntaban algunos.

—¡Un conductor ebrio, de seguro! —respondían los otros.

Los vecinos pronto se congregaron alrededor. Los más viejos se santiguaban, mientras que los más jóvenes intentaban ocultar la palidez de sus rostros.

No tenía ningún interés en alargar mi estadía en ese lugar, por lo que me acerqué al cadáver, de cuya mano aún colgaba mi reloj de plata. Lo tomé y me distancié caminando.

—Oigan, ¿y ese qué hace? —dijo uno de los hombres en tono desafiante.

—¡Se agarró el reloj del muerto! —espetó un anciano con desdén.

Las palabras llegaron hasta mí, y encaré al tumulto, indignado de que creyeran tal cosa.

—No, señores —negué—. Ese reloj era mío. Él me lo había robado. —Apunté al cadáver con un índice tembloroso—. Lo estaba recuperando.

Pero el bullicio de la multitud ahogó mis palabras, y los pocos que me oían ignoraron mis explicaciones, resueltos a actuar como lo ordenase el hombre más corpulento del vecindario, que comandaba al grupo de pobladores.

—¡Choro! ¡Choro! ¡Choro! —coreaba el tumulto embravecido.

—¡Llamemos a la policía! —sugirió una joven.

—Señores, escúchenme —solicité, alzando el timbre tanto como pude—: no le robé nada a ese sujeto. ¡Él me robó a mí!

Fue en vano. El griterío silenciaba mi voz.

—¿Para qué vamos a llamar a la policía —dijo el hombre fornido—, si esos nunca hacen nada?

—Y si los atrapan, los liberan los jueces —añadió su compañero, y el resto asintió con vehemencia.

La multitud se acercaba, y me vi obligado a retroceder hasta que me acorralaron.

—¡Choro! ¡Choro! ¡Choro! —repetían, y los dueños de los hogares aledaños no tardaron en abandonar sus casas para unirse a la escena.

—¡No he robado nada! —grité.

—¡Y se atreve a negar su crimen! ¡Robarle a un muerto! ¡Desgraciado! —clamó el líder.

Dio unos cuantos pasos en mi dirección, e impactó su puño contra mi rostro. Aullé de dolor y me hinqué de rodillas, sosteniendo mi nariz, que sangraba.

—¡Les digo que yo...!

Me resultaba más dificultoso pronunciar mi defensa debido a mis labios, que se habían quebrado tras el puñetazo.

—¡Choro! ¡Choro! ¡Choro!

Otro de los vecinos se adelantó y me propinó un puntapié en el estómago. Proferí un alarido y sentí la gélida y grumosa autopista en mi mejilla al caer al suelo. Me embargó un mareo momentáneo, y al recuperar la lucidez me encontré firmemente atado a un poste de luz.

—¿Quieres que vengan tus compinches, los policías, a rescatarte? —dijo otro de los hombres, y descargó un objeto romo sobre mi pecho.

—¡Hay que encargarnos de este antes que se lo lleven los tombos!

—¡Paren, por favor! —supliqué sin éxito.

—Sí pues, sino se lo llevan a la comisaría y ahí les da su coima y se va tranquilito.

Cinco o seis sujetos se apretaban entre ellos para golpearme. Yo chillaba de dolor e imploraba que alguien detuviese ese carnaval salvaje. Habían conseguido palos y escobas, y me castigaban sin contemplaciones, como sumidos en una excitación de violencia y furor bestial.

Sonreí ante el brillo de mi reloj de plata, que saltaba por el pavimento, entre las piernas de la congregación.

Luego, negrura.

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