Rebelión


«Es rebeldía; es libertad»

El joven Elmeric, nuevo rey de los alferis, pensaba en las palabras de Caleb.

Nunca quiso ser rey, aun así, debía aceptarlo por mucho que pesara la corona, aunque debiera tomar decisiones difíciles que rompieran su corazón, como la que se vio obligado a ejecutar justo ese día. Sabía que dudaban de él, de su juventud, que su ejército estaba inconforme y mas después de enviar a su comandante arrestar. Pero tenía que imponerse, no permitiría una rebelión en su casi recién nacido reino.

Entrelazó sus manos en la espalda y caminó pensativo al balcón de su fortaleza de piedra. Los vientos huracanados agitaron su cabello plateado desordenándolo. Los ojos grises del joven enfocaron a lo lejos el hermoso castillo de Augsvert, borroso por la fuerte tormenta, la peor en años y que amenazaba con destruir la tierra.

Cuando sus antepasados huyeron dejaron sus riquezas, su magia y poder; perdieron la gloria ancestral de su raza, pero mantuvieron intactos el orgullo, la determinación y la memoria. Porque, aunque Elmeric no conocía Augsvert, los ancianos se lo inculcaron tan profundo en su corazón que, el río Ulrich de esa tierra corría por sus venas. Vivía por Augsvert y moriría por él, por eso dudaba de su decisión.

Un rayo iluminó la oscuridad, el trueno retumbó en las paredes. Elmeric suspiró angustiado.

—¡Mi rey! —dijo un guardia, sobresaltándolo. El joven se volvió a él para verlo hincar la rodilla en el suelo y agachar la cabeza en reverencia— Como su alteza dijo, ella fue a buscarlo.

Elmeric apretó las mandíbulas, un nudo se formó en su estómago, hubiese preferido equivocarse. Admiraba profundamente al comandante de su ejército y anhelaba tener algún día parte de su valor y destreza, pero no podía dejar pasar una sublevación, muy a su pesar tendría que ejecutarlos.

—¡Muy bien, vamos!

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«Es rebeldía; es libertad»

—¡Y yo aquí, preso! —exclamó en voz alta Caleb, al pensar en lo que les dijera antes a sus soldados.

La fría celda de piedra se iluminó con el potente relámpago de la tormenta, Llevaba cayendo dos días y había vuelto a arreciar. Caleb miró por la estrecha ventana la furiosa tempestad y su corazón retumbó en sincronía, lleno de ira. ¿Qué se creía Elmeric? ¡Apenas un mocoso! Ahora se arrepentía de votar por él cuando el concejo de ancianos solicitó su recomendación en la elección del nuevo rey. Creyó que su sangre joven sería impetuosa, valiente y audaz, pero se equivocó. El recién electo rey esgrimió su cobardía disfrazándola de sabiduría. Cuando le planteó que el momento era idóneo para atacar Augsvert, Elmeric se negó.

Caleb quería aprovechar la tormenta y el poder que pudiera infundir en la naturaleza mágica de sus guerreros, pero el rey, medroso, no lo apoyó.

«Augsvert no es solo una tierra sino su gente» le había dicho el rey «Augsvert está aquí en este valle y yo debo velar por su protección. Aun no estamos listos, debemos prepararnos más».

No lo soportó, se rebeló y al rey no le importó encarcelar al comandante de su ejército.

Otro relámpago iluminó el cielo y el trueno estremeció la celda hasta los cimientos.

«¡Que caiga!» pensó el guerrero con amargura «¡Que se derrumbe todo!»

Un chasquido lo sacó de sus iracundos pensamientos, la tempestad de afuera iluminó, frente a la reja de su celda, a una esbelta figura ataviada con una armadura ligera y plateada.

—¡Atelshwitta! —dijo él, poniéndose de pie.

—¡Vamos, no hay tiempo! —La guerrera le arrojó a las manos una resplandeciente espada con incrustaciones de lapislázuli en la empuñadura—. Llegó la hora, comandante, de tomar Augsvert.

—Pero... ¿Y el rey? Nosotros lo elegimos, le debemos obediencia.

—Usted lo dijo, "¡es rebeldía; es libertad!"

Los dos guerreros salieron de la oscura celda. Mientras transitaban por el pasillo de piedra, Caleb vio a su paso varios guardias en el suelo y deseó que su compañera solo los hubiese noqueado, después de todo, esos también eran sus guerreros.

La alferi empujó la sólida puerta de madera y hierro que daba al exterior.  El corazón le palpitaba en los oídos, sabía que estaba frente a un callejón sin salida. Asió con fuerza la espada y al terminar de abrir la puerta, sintió las gotas heladas herir su cara, convertidos en alfileres por la fuerza del viento frío.

Caleb, detrás de ella, dio dos pasos al frente, situándose delante para encarar a la guardia real y al rey Elmeric, quienes, empapados, lo esperaban con sus espadas en las manos dispuestos a asesinarlos.

—¡Bajen sus espadas! —tronó el joven rey desde su montura.

Atelshwitta, sostuvo con firmeza su espada y tomó la posición de defensa. Para Elmeric estaba claro que ella no pensaba rendirse. Se tensó al verla decidida a jugarse la vida por su comandante.

—Caleb, no tiene sentido luchar. Sabéis que os respeto, no me hagáis dar la orden. ¡Bajad las espadas!

El agua corría desde el cielo empapando a los guerreros y sus monturas. Caleb conocía a cada uno de esos soldados que le amenazaban. Entrenaban juntos, comían juntos, anhelaban juntos. Por más agua que cayera, no se llevaría sus creencias y esperanzas, no lavaría sus corazones valerosos quitándoles el sueño de regresar a Augsvert, de retomar las glorias pasadas. En ese momento más que nunca, el orgullo de guerrero, de ser un alferi, estaba presente.

Un relámpago dividió en dos el violento cielo nocturno, el trueno le siguió y el corazón de todos tembló cuando Caleb se adelantó para hablar. El rey dudaba con la palma de su mano derecha levantada al lado de su cabeza. La guardia real detrás de él aguardaba que esa mano se moviera dando la indicación de atacar o esperar. Pero la mano permanecía congelada en la tormenta.

—¡¿No tiene sentido luchar?! —habló el comandante con enojo, los truenos les hacían eco a sus palabras— Augsvert está siendo profanada por viles humanos y, ¿vuestra alteza dice que no tiene sentido luchar?

Elmeric se removió, incómodo, en su corcel, frunció el ceño y habló con voz potente:

—¡El momento no es ahora! Debemos estudiar sus defensas antes de atacar, todavía no estamos listos. Yo os prometo...

Pero Caleb no lo dejó terminar.

—Somos guerreros, los humanos nos quitaron todo, pero nuestro orgullo continúa intacto, los dioses lo saben y nos han honrado enviándonos esta tormenta para otorgarnos el poder de sus rayos. ¡Augsvert nos espera, la gloria está al alcance de nuestras manos, recuperaremos nuestra magia y nuestro esplendor! —Calló por un momento y dirigió sus ojos grises, casi cristalinos, al ejército frente a él, un potente relámpago iluminó el cielo permitiéndole observar sus rostros expectantes—. Y os digo, ¡el momento es ahora!

El rey Elmeric, sobre su corcel, cerró el puño de su brazo extendido. No quería que sus hombres notaran el temblor de sus dedos. Quería creer en Caleb, creer que ese era el momento en que su pueblo restauraría su gloria, pero su mente, tan clara como el Ulrich, le mostraba que no. Lamentablemente, también sabía que había perdido contra el comandante del ejército.

Un rugido ensordecedor se dejó oír de los soldados cuando el comandante concluyó su breve discurso. El cielo iluminó sus rostros de piel oscura y cabello plateado, tal parecía que los dioses les daban su bendición en aquella heroica empresa.

—¡A la reconquista de Augsvert! —gritó Caleb levantando su espada y algunos hombres lo siguieron, el resto permaneció aguardando por la orden de su rey.

—Podéis unírtenos y regresar a Augsvert o podéis quedaros, como cobarde, su alteza —lo conminó Atelshwitta, y sin esperar su respuesta subió a uno de los corceles.

El rey Elmeric, miró a su alrededor, a pesar que la mitad de su guardia continuaba a su lado, sabía que su reinado había acabado.

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Cabalgaron hasta los establos, allí la unidad de guerreros élite comandados por Caleb subió a los hipogrifos. Atelshwitta permanecería en tierra guiando al resto rumbo a Augsvert.

El Alferi montó la gran bestia y de inmediato está se elevó. Él y sus guerreros sobrevolaron Augsvert observando la barrera mágica que lo envolvía. Una de las maldiciones de haber perdido su tierra era que en ella quedaron los libros con la sabiduría ancestral que les permitía dominar la magia, por eso, la que ellos hacían ahora estaba supeditada a las fuerzas de la naturaleza.

Caleb levantó su espada hacia el cielo invocando a la antigua diosa Lys, dadora de la magia. De inmediato su espada recibió un rayo que hizo resplandecer la noche. El resto de sus alferis lo imitaron y comenzaron a dirigir esos rayos hacia la dorada barrera que resguardaba su anhelado tesoro.

Incansables en su determinación, continuaron. Abajo, Atelshwitta esperaba que la barrera se rompiera para entrar con sus guerreros, pero el domo mágico continuaba infranqueable. Por más rayos que arrojaban, nada ocurría. En ese momento Caleb tuvo miedo. La garganta se le apretó al pensar que quizás se equivocó y el joven rey tenía razón, aun no era el momento. Miró a su alrededor los enormes grifos portando a sus soldados, llenos de la esperanza que él les infundiera y se sintió angustiado.

Preocupado, se pasó la mano temblorosa por el rostro anegado en agua. La barrera no cedía, Augsvert continuaba siendo impenetrable.

Lanzó otro rayo con su espada y esta vez apareció una grieta. Era pequeña, pero estaba allí reviviendo su esperanza. Ordenó a sus guerreros que todos atacaran la zona débil al mismo tiempo. Unos tras otros cayeron los rayos sobre la barrera, pero sin ocasionar mayor daño. Las bestias ya mostraban signos de cansancio. Sabía que no podría permanecer por más tiempo arremetiendo, cuando de repente, sin haber recibido ningún ataque, la barrera de energía dorada que cubría el reino, desapareció.

Él y sus alferis arriba, Atelshwitta y el resto, abajo, rugieron e hicieron enmudecer la tormenta. Como flechas se dispararon al interior del reino.

Caleb descendió de su montura justo a las puertas del palacio. Él y sus guerreros arremetieron contra la guardia real y en poco tiempo los vencieron.

Recorrieron a paso veloz los lujosos corredores del legendario castillo de lapislázuli y oro hasta llegar al salón del trono. A su paso, un sin número de guardias humanos eran derribados, Caleb solo tenía ojos y corazón para alcanzar el trono usurpado. Frente a las altas puertas de madera labrada, cuatro guardias custodiábanlas. Caleb se les enfrentó, una y otra vez levantó su espada atacando hasta que vencido, cayó el último hombre. Expectante, el alferi empujó las puertas de madera para encontrarse con el anhelado premio.

Dentro, una jovencita de piel oscura, cabello plateado y ojos grises, tan cristalinos como agua clara, temblaba empuñando una espada. En su cabeza la corona no daba opción a equivocarse. Ella era la regente. Sin embargo, Caleb la miró de arriba abajo desconcertado, la muchacha era igual a las hijas de su pueblo. ¿Un alferi gobernaba en Augsvert?

Afuera, inclemente la tormenta arrasaba con todo. 

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