El alma perdida en Chiloé
Leyenda local: La Pincoya.
Deidad: Hades
Hades no dejó de resoplar con rabia en todo el viaje hasta esa isla en el último lugar del mundo. Nunca abandonaba su reino, ni siquiera por la curiosidad de ver qué hacía su esposa mientras estaba en la tierra con su madre. Pero las reglas son las reglas y los muertos no deben salir del inframundo sin importar las circunstancias. Para ello, siempre contaba con grandes sistemas de vigilancia, pero esa alma de pescador encontró la forma de escabullirse igualmente.
Todos temblaron de miedo cuando se enfureció por las falencias de su seguridad y, temiendo que volvieran a cometer alguna negligencia, prefirió ir él mismo a buscar al fugitivo. Su único consuelo era poder ver a su mujer si las casualidades del destino así lo querían. Pero una carta de ella le hizo saber que, debido a su trabajo, sería imposible.
—El clima está lluvioso porque mamá y el tío Poseidón no paran de pelear. Las inundaciones están malogrando todo mi trabajo primaveral.
Pese a la advertencia, cuando su hermano Poseidón, el causante de las inundaciones, le ofreció que se quedara en su castillo a orillas del mar en la isla de Chiloé, no lo pensó dos veces. Así podría estar en el ambiente en el que el fantasma vivía. Se instaló ahí la noche de Halloween y sin perder el tiempo, salió a investigar con su casco de invisibilidad.
En el pueblo y las plazas se respiraba el aire de aquella fiesta. Iban las madres con sus criaturas pidiendo dulces. Otros se pasaban por la tienda a comprar los caramelos que repartirían entre aquellos que tocaran a su puerta. En el cielo no había ningún atisbo que anunciara una gran lluvia como advertía Perséfone, por lo que recorrió con confianza el ambiente donde aquel alma se escondía.
Después de tanto buscar, lo único que encontró fue la familia que el hombre dejó atrás. Una mujer con tres niños que parecían disfrazados de zombies, pero solo era el aspecto de vivos pasando hambre. Le dio lástima la imagen y el pensamiento de que pronto ellos ingresarían al inframundo, pero más rabia le dio el no ver al pescador por ningún lado. Porque si no era para ver a su familia, ¿entonces qué andaba haciendo en un mundo al que ya no pertenecía?
Al caer la noche, no le quedó más que regresar al castillo. Ya no quedaba nadie en la calle y no sabía qué otros lugares visitar para su investigación. Ya en su residencia temporal se quedó un rato mirando las estatuas decorativas alusivas a la sirena de la isla, protectora de los pescadores. Eran tan realistas, que parecía que en cualquier momento la joven cobraría vida, pero permanecía inmutable en su lugar. Una hada que custodiaba el recinto lo guío por los laberínticos pasillos hasta su habitación.
—Dicen que habrá tormenta esta noche. Tenga cuidado, que su hermano del mar andaba discutiendo con doña Deméter. No sabemos qué puede resultar de eso.
Hades hizo caso omiso a las advertencias y se recostó sobre la cama para dormir, hasta que fue despertado por los fuertes gritos de unas mantícoras del jardín, como si acabaran de arrancarlas de raíz. Le costó despabilarse, pero cuando lo hizo, no tardó en reaccionar. El mar estaba embravecido y del cielo caía una tormenta que en cualquier momento atravesaría el tejado. El primer instinto del dios fue abandonar el lugar, pues las altas olas ya estaban ingresando tierra adentro como un maremoto que pronto tomaría más fuerza y arrasaría con todo.
Las criaturas que habitaban el castillo ya lo habían abandonado, dejándolo atrás. Incluso las estatuas decorativas ya no se encontraban en su sitio, como si la muchacha de verdad hubiera cobrado vida para escapar. Rápidamente Hades se encaminó tierra adentro, pero las fuertes olas tomaron una altura inimaginable que arrastró todo cuanto encontró a su paso, incluido al dios. Bajo el agua trató de nadar, pero la corriente lo llevó con él, lastimándolo con maderas, metales y cristales de las viviendas que estaban siendo destruidas por la inundación.
Llegó un punto en el que ya no podía respirar y lamentó no haber podido ver a su mujer una vez más, el nunca haberse escabullido para verla en todo su esplendor cubriendo sus labores de la primavera o haber dedicado más tiempo para escuchar las advertencias. De pronto pensó que se tendría que enfrentar a lo que, como dios, pensó que nunca enfrentaría: la muerte, y que tendría que recorrer el inframundo ya no como su dueño, sino que como un residente. Dio todo por perdido cuando una mano lo agarró fuerte de la ropa y lo sacó a la superficie, guiándolo a la falda de un cerro para ponerlo a resguardo. Era una joven preciosa que vestía únicamente unas algas para cubrir su cuerpo. No tardó en reconocerla como la Pincoya, la sirena a la que los pescadores le rinden culto por su protección y avisos de cómo serían las pescas en la temporada.
—El hombre que andas buscando se escapó para advertir a su familia sobre la inundación. Ahora que su mujer y sus hijos están a salvo, está dispuesto a irse contigo —dijo la muchacha una vez que Hades logró recuperar el aliento.
—¿Cómo lo sabes?
—Mientras bailaba en la playa para otro pescador, vi su alma guiar a la mujer y a los niños hacia el cerro. Ahí viene.
Desde más arriba por el sendero venía bajando el alma del pescador que tanto había buscado. Cuando quiso agradecerle a Pincoya, esta ya se había marchado, seguramente para ayudar a algún pescador en aprietos.
Por su parte, Hades, que ya sabía el motivo por el que aquel fantasma se había escapado, lo único que quería era devolverlo a donde pertenecía. De paso, tal vez visitar a su esposa en la tierra. Y aprovechar de pedirle explicaciones a sus hermanos por aquel comportamiento que le iba a aumentar el trabajo en el inframundo.
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