🚣‍♂️ Mantarraya

Para Van Gogh, tus azules me llenan.

I

Las barcazas se apilaban en el único muelle destartalado del pueblo costero. Había un viejo sentado en una, con una lámpara de gas en mano, esperando ¿Qué esperaba el viejo? se preguntó la mujer que lo observaba desde su ventana con ojos aún llenos de lagañas y aliento de sueño.

Sus pesados pechos se traslúcian en la bata, su cabello era un nido de aves o quizás de roedores, uno nunca sabía lo que se alojaba en los cabellos de las mujeres recién levantadas.
Eran las cuatro cuarenta y cinco, la mujer decidió ir a preparar de una vez el café y a levantar a su esposo para ir a trabajar a la fábrica de textiles. El viejo seguía sentado, esperando. Cuando irrumpió el sol por el horizonte de la costa, la mujer había despedido a su esposo con un beso y una bendición.

Más presentable, menos soñolienta y cambiada para bien, con su cabello recogido en un moño recatado, la mujer volvió a mirar por el ventanal.
El viejo seguía ahí, pero ahora se movía; Estaba desanudando su bote con dedos arrugados y heridos por las tantas horas trabajando al sol.
Remó hasta separarse de los demás botes y alejándose del muelle fue la primera de muchas mañanas en las que el encuentro del viejo pescador y la mujer nido se verían.

II

Su encuentro más acercado y acertado, fue el día que la mujer con cabello de nido bajó al mercado ambulante. Llevaba un ridículo y grande sombrero verde limón de mimbre, mascada de girasoles rosas alrededor de su regordete cuello y tres anillos de cobre en la mano derecha; entre sus caderas y su brazo izquierdo, la canasta pequeña que siempre llenaba a tope cuando salía de compras.

El calor la recibió al pisar la calle, era una sauna revuelta con el sabor de la brisa salada que llegaba del mar.
Su piel se puso colorada con tan solo caminar bajo el sol unos cien pasos, estaba ya acobardándose de haber salido de casa. Tenía suficientes suministros para pasar la semana pero ella de terca, para no quedarse encerrada y un tanto amargada, decidió aventurarse en el infierno de gente.

Las calles empedradas y estrechas siempre le habían gustado, se creía una guerrera viviendo en la fortaleza de la era medieval.
Pero ahora las calles estaban atestadas, celebrando los pueblerinos una festividad religiosa típica de verano.

Dió vuelta por un pasillo abandonado, esquivando el tráfico de cuerpos sudorosos y calientes, para su suerte el pasillo estaba fresco, envuelto en sombras.

Descansó un poco y se limpió el sudor del cuello y rostro con la mascada. Se quitó el sombrero y siguió caminando ya más sosegada por aquel respiro.
Los puestos de los comerciantes estaban esparcidos y apretados contra las casas de piedra color arena y techos a dos aguas de ocre.
Se detuvo en varios; compró tomates, naranjas, barniz de uñas y un nuevo espejo rectangular para el baño.
Estaba a punto de dar media vuelta y volver a casa cuando lo vió.

El viejo del bote que veía todas las mañanas, estaba vendiendo cuarzos, corales, caracoles, conchas, réplicas de estrellas de mar y otros animales acuáticos elaborados a mano. Se colocó de nuevo el sombrero y se atrevió a dar un vistazo más de cerca.
Ella le sonrió al llegar a su puesto pero el viejo no le prestó atención.
Pues estaba enfocado en cortar y doblar alambre entre sus dedos para darle forma a una especie de pez globo.

Tocó distraída un dije de cuarzo azul aguamarina y lo subió hasta su ojo, brilló reflejando adentro una especie de mini mantarraya dibujada a pincel.
Estaba demasiado detallada para ser de verdad ¿Cómo le hará el señor para pintar dentro de una piedra preciosa? se preguntó maravillada.

Son diez pesos por el cuarzo, dijo la voz rasposa del señor, aún sin levantar la mirada de lo que hacían sus manos.

La mujer esperaba más calidez del señor, al no encontrarla, sacó su monedero y puso el dinero en la mesa.
Colgó el cuarzo de la mantarraya entre los demás dijes que traía en su cadenita de plata y volvió a casa. El viejo pesquero sonrió después de que la vio dar vuelta, era su primera clienta en meses.

III

Cuando la mujer llegó a su casa, se descalzó, lavó los tomates y naranjas. Se puso una pomada para quitarse las quemaduras del sol y colocó el nuevo espejo en el baño principal; se miró a través de el y contempló el dije brillante colgando de su garganta.
Su marido llegó poco después, pero no le preguntó ni notó lo que llevaba su esposa de nuevo. Para él, era normal que su mujer comprara chucherías. Cenaron, vieron un poco de televisión y se fueron a dormir. La mujer no podía dejar de pensar y no pegó ojo en toda la noche.

Se paró en frente de su ventanal. Eran las tres de la mañana, no las cuatro y era inusual que él ya estuviera en el muelle. Pero ahí estaba, seguía sentado en aquel bote como las otras madrugadas que lo vió. Una idea disparatada se le cruzó por la mente, poniéndose sus pantuflas en forma de koala y un camisón de franela, salió a las frías y oscuras calles del pueblo.

Los perros ladraron desde sus balcones al escuchar sus pasos pretenciosos y gatos arrabaleros saltaron de un contenedor de basura plateado haciendo demasiado escándalo.

Un grupillo de tres jóvenes viciosos corrían por una calle a la par, escapaban de alguna fechoría delictiva realizada a tan tardes horas. La mujer apretó el paso y apretó más su camisón contra su pecho. Se deslizó por las sombras para no ser vista y contuvo la respiración.
Llegó al muelle a salvo, pero para su asombro el hombre ya no estaba ahí. Miró cada barcaza, chistó y estiró su cuello para ver mejor pero la única respuesta fue el sonido del mar contra la madera de los botes. Se giró decepcionada y un tanto asustada.

Quizás había imaginado todo desde un principio. Quizás simplemente el viejo se había ido para hacer lo que hiciera en las madrugadas (además de esperar a que se hiciera de mañana).
Pocos minutos después y luego de que los pasos fueran desapareciendo poco a poco. El hombre se levantó del bote, donde últimamente estaba viviendo y vio a la mujer del dije de mantarraya girar por una calle. Sonrió por segunda vez en varios días. La mujer es una criatura muy curiosa, pensó.

FINAL

La última vez que la mujer nido y el viejo pescador se encontraron, fue el día del huracán.
Por la mañana el cielo se veía despejado y la mujer aprovechó para lavar la ropa sucia de la semana. Todo cambió a mediodía cuando el locutor de la radio del pueblo, anunció que gruesas nubes se aproximaban desde la costa este.

Aún la ropa no estaba seca, así que la mujer la quitó de todas formas y la fue colgando por toda la casa en una especie de tendedero improvisado.
Los pantalones de mezclilla que su esposo utilizaba para el trabajo los colocó enfrente del abanico y sus calzoncillos fueron puestos en los cajones abiertos de su ropero.
Un fuerte viento pasó zumbando tan deprisa que abrió las ventanas, voló los calcetines que estaban esparcidos en la mesa como bajaras de póquer, la mujer corrió he intentó cerrarlas pero la fuerza del viento la empujó en contra.

Afuera, observó como una nube negra se aproximaba con rapidez obscureciendo al sol y provocando, allá abajo en el mar, unas inmensas olas.
Sus ojos volaron de inmediato a las barcazas del muelle.

El viejo estaba intentando amarrar su bote pero las mareas y el viento junto con los aguijones de lluvia que comenzaron a caer, le impedían realizar la acción.

La mujer pudo cerrar la venta por fin y se apresuró por la casa, buscando sus llaves. Estaba loca, si. Pero un instinto protector le oprimió el corazón. Ya había caído en la conclusión de que el señor vivía en ese bote, desconocía si tenía más familia viviendo en el pueblo.
En la radio, el locutor dijo que se trataba ya de un huracán entrando de lleno a la costa. Ella se embarró un impermeable amarillo, unas botas de goma a juego y salió a enfrentar aquella tempestad.

De primero no sabía su plan pero sí su objetivo, ayudar.
Llegó al muelle pero no vió al señor. Comenzó a gritarle pero sus gritos competían con el rugido del mar. Se aventuró a subir al bote más cercano y así fue saltando de bote en bote hasta que se aproximó al que ocupaba siempre el señor.

Para su desgracia lo encontró atorado de su muñeca en la cuerda que ataba el bote. Ella gritó y se apresuró a desatarlo. El cuerpo del señor estaba inerte semi hundido en el agua. Los dedos gordos de la mujer no podían mover la cuerda ni un milímetro y sus uñas cortas recién pintadas eran inútiles.

El hombre abrió sus ojos cansados, arrugados y le hizo una seña hacia adentro del bote. Ella entendió de inmediato y se subió.
El agua se había filtrado en la madera vieja y todas las artesanías que vendía en el pueblo estaban hechas trizas.
Era una injusticia ver cómo el trabajo que tanto amor y esfuerzo le ponía el señor a su arte fuera destruido de esa manera.

Encontró un morral con herramientas, sacó una navaja suiza y se aproximó a cortar la soga. Tuvo cuidado de no cortar la piel del hombre. Él la observaba, no se había ahogado o estaba asustado y eso la tranquilizó. Cuando lo liberó, lo ayudó a subir al bote más próximo y los dos fueron saltando de bote en bote.
Al llegar los dos al muelle, el hombre le agradeció tan valiente, disparatada y arriesgada ayuda.

La mujer no podía dejarlo a la deriva en las calles frías, mucho menos en aquel bote solitario en el mar con el huracán golpeando el pueblo. Lo invitó a su casa. Podrá tomar un café caliente y probar mi caldo de pescado, le ofreció. El corazón del hombre se llenó de gratitud, ni sus hijos habían sido tan generosos con él en los últimos años. Aceptó.

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