🐈 Caminata bajo la lluvia
A los que aún no tienen
unos brazos donde sentirse seguros y queridos.
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Después de escuchar y ver la lluvia caer por su ventana, decidió dar un paseo (quizás un tanto cursi la escena, digna de alguna película romántica) por las calles empapadas.
En el trayecto se encontró (no siendo un buscador profesional de tesoros) cosas y personas rotas. Un gato pardo maullaba con tanta aflicción en medio de la banqueta que cuando se acercó al felino, este dejó su llanto y se abalanzó directo a sus brazos, lo escondió debajo de su abrigo (era su primer gato de buena suerte).
Pasos más allá una mujer lloraba en una banca del parque ¿Qué tenía la lluvia para invocar las desgracias y lágrimas? pensó, mirando de ella a la nube gris que se posaba sobre sus cabezas (quizás la tristeza las atrae); no tenía tacto para acercarse y consolar.
No podía andar por la vida salvando corazones en abandono, así que la pasó como quien pasa las hojas del periódico amarillista (hoy en día, el roce de su dedo por la sebosa pantalla de su teléfono).
Caminó y se alegró de encontrar a niños jugando a mojarse los pies en los bordos de la calle, era un acontecimiento digno de ver pues eran pocos los que despegaban sus ojos de los juegos modernos. Atesoro el momento y siguió moviéndose; la lluvia era ligera, le aplastaba el cabello y picaba como aguijones de avispa.
En un contenedor encontró un paraguas roto, un hombre de pronto salió de la esquina que conducía a la gran avenida, llevaba zapatillas deportivas y números en la camiseta ajustada, aquél corría con pasión y casi le dio un ataque al ver a otros diez haciendo lo mismo. Los maratonistas lo obligaron a dar media vuelta y volver a casa por la acera del parque.
La lluvia seguía y seguía, los truenos le dieron el toque justo de terror y la mujer desconocida que estaba llorando antes en el parque, había desaparecido (quizás se transformó al fin en nube y volvió de donde salió).
El gato seguía cálido entre sus ropas, cuando llegó y se metió en casa, tuvo que despertarlo de su sueño improvisado; no estaba en forma y se asustaba por el más leve movimiento. Se le notaban los huesos de la cadera y tenía la pequeña nariz manchada de ceniza. Mientras veía al gato esconderse en una esquina, se quitó la ropa, secó sus brazos y cabello con una toalla del armario situado atrás de la puerta.
Su vieja casa era herencia de su abuela materna, las vigas eran nuevas por fortuna y el papel tapiz aún conservaba la astucia rebelde de su madre (verde menta, amarillo canario y rojo pasión). Los muebles eran mitad modernos y mitad del siglo pasado, lo único futurista (invención del presente) era el robot que limpiaba el piso de la cocina. Descalzo en calcetines y con solo calzoncillos, entró a la cocina con el gato atrás de él y juntos tomaron un vaso de leche caliente aquella tarde de finales de verano y comienzos de otoño. La lluvia seguía pero al menos el hombre ahora no estaba desconsolado viendo por la ventana, ahora estaba acompañado y eso era algo que agradecer.
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La gata parió seis gatitos en la caja del callejón abandonado. Había sido alguna vez en una de sus siete vidas, una gata con hogar. Sus dueños la adoptaron de un refugio de animales de un rancho muy lejano, diferente de la que ahora su suerte le mostraba como La Gran Ciudad. Recordó como de curiosa y con ventana abierta de su jardín tranquilo, ese fatídico día se le ocurrió salir sin ser vista. Escapó, aventuró y se perdió, el camino de regreso a casa de su mente felina se le borró.
Meses después en esa caja maullaron sus hijos (no contaré la suerte de ella ni de los demás gatitos), entre ellos estaba el segundo gato al nacer. Era pardo de rayas negras y ojos verdes, como todos los gatos en si, era juguetón y reñidor a la hora de comer. Siempre quería ser el primero en degustar, el primero en liderar la manada, el que se imponía ante sus demás hermanos y hermanas.
Teniendo todas esas cualidades y defectos fue el primero en irse y buscar su propio territorio a tan poca vida (de siete) vivida.
Al igual que su madre, se perdió (es que perderse a voluntad es bueno a veces, uno se encuentra con otra versión de si mismo y encuentras tu lugar en el mundo o en este caso, te encuentran). Pero la vida no era fácil para aquél gato y el mundo era mucho más grande de lo que su caja del callejón le ofrecía. Pasó frío, hambre, soledad, peleas con otros gatos y ese sentimiento de extrañar los cálidos ronroneos que le daba su mamá.
La lluvia le cayó encima aquella tarde, había estado comiendo sobras (casi nada) de una cacerola abandonada y su nariz no le avisó de la lluvia.
Ni oportunidad de correr le dio y se rompió. Maulló en medio de la banqueta. Extrañaba la calidez y odiaba el agua que le recordaba lo que un día tuvo, de pronto frente a sus ojos vio las desconocidas manos de un hombre con olor a tristeza profunda pero de un corazón cálido. Corrió sin pensarlo mucho, a esos brazos que lo cobijaron y pusieron a resguardo. El gato deseo con fuerza volver a casa, él ignoraba que ya la tenía.
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