•El Ejercito De Piedras Blancas•

Hacía frío, pero no un frío que molesta. Las rocas gigantes estaban relucientemente blancas por la reciente llovizna. Las pocas plantas que lograban colarse entre ese mar de luminiscencia era de colores hermosamente anormales.

El único sonido que había en ese mundo aún no descubierto era de aquel niño curioso que saltaba entre los charcos. No había ni una máquina que perpetuara el momento ni otro hombre que rompiera lo bello de lo monótono.

Pero cuando su bota quedó atascada todo pareció ir más deprisa. El viento silbó amenzante, la tierra retumbó con horror y el pobre niño calló dentro del pozo oculto.

No gritó, cosas rara en un niño. Pero vamos, estamos hablando de un mundo diferente, aquí las cosas no son normales.

Antes de caer el tiempo pareció detenerse y cuando sus dos pies tocaron el suelo el sonido de vida volvió. Era un lugar demasiado seco para ser un pozo, las paredes estaban rasposas y aunque podía claramente escuchar a lo lejos como la lluvia había vuelto a iniciar, ni una sola gota caía dentro del hoyo.

Mientras seguía su pequeña exploración, su imaginación encontró pequeños soldados de juguete con forma de rocas. Estas tenían para la vista pueril el aspecto de fieros  soldados y valientes guerreros, y pronto aquellas piedrecitas blancas se convirtieron en un solo enemigo.

Y justo cuando los del equipo bueno estaban por obtener la victoria y ganarle a los de las piedras blancas, su mano chocó contra una caja en el suelo. Parecía una de esas donde van los zapatos que su madre compra, pero un poco más vieja y maltratada.

Ninguna marca estaba impresa en ella y al abrirla no encontró esos tacones rojos que tanto detestaba, sino una flor amarilla.

Era linda, pero no tenía nada de especial. De pronto una idea surgió en su interior. Tomo aquel ejemplar e hizo una pila con la tierra suelta que había por ahí. Luego, tomó al comandante Aureliano, quien había derrotado no menos que 8000 enemigos de piedras blancas, le colocó la flor en la mano e hizo que fuera quien clavara la bandera de la paz en la tierra.

Y cuando la flor que jamas esperó convertirse en bandera fue venerada por los guerreros del bien, un relámpago retumbó en el cielo. Algo húmedo calló en su mejilla. Luego otro mas en su brazo. Y otro en su pie. Y otro en la pobre bandera izada.

No entendía que pasaba. El pozo comenzó de pronto a llenarse  de litros y litro de agua. Hasta que sin saber como en menos de un minuto el líquido ya le llegaba a las rodillas. Sus manos desesperadas empezaron a aferrarse e intentar subir por las paredes ahora resbalosas cuando el miedo penetró en su piel.

Era un niño.

Y el miedo era un buen francotirador.

Y el infante era un blanco.

Y el terror una bala.

Asi que cuando el agua empezaba a rebasar su ombligo, las lágrimas también empezaron a llenar el pozo, pero ni tan deprisa, ni tan mágicamente como la lluvia del cielo.

En un último intento gritó.

Lo soltó todo.

Lo dijo todo.

Pero no había nadie del otro lado.

Nadie.

La caja flotaba como un barco y un punto amarillo apenas se alcanzaba a divisar en la negrura. En sus pies sentía el moverse del ejercito vencido por el diluvio, ahogado por un mar gigante.

Y ya en la locura total que hay antes de la muerte, el niño lloró por su madre. Aquella mujer que lo crió, aquella mujer que a la vez lo abandonó, aquella altiva dama de tacones rojos que se escapaba de la casa por las noches con sus vestidos estrafalarios. Lloró también por su gato, por su amigo y por el enemigo. Lloró por la humanidad entera.

Y cuando su cabeza por fin se hundió no sintió nada. Todo parecía quieto, en un silencio hermoso. Luego se dio cuenta que se encontraba acostado y sin saber como se levanto. sus pies tocaron la nada y sus manos acariciaron el aire inexistente que las rozaba. Caminó por el espacio sin-color en el cual se encontraba hasta que sus pisadas emitieron ecos.

Pudieron haber sido eones, o tal vez el reloj ni siquiera había avanzado, pero nada importaba ya. el tiempo pasó de ser relativo a nulo y el lugar que fue nada ahora eran rocas blancas parecidas a un recuerdo lejano que tenía. Cuando notó la intensidad con que estas resplandecían pareció albergarlo cierto aire de familiaridad que se esfumó tan rápido como la brisa . Es un bonito lugar, pensó.

Siguió recto entre ese piso blanquecino a veces acompañado de pequeños racimos de colores que aún no entendía que eran. Estaba seguro que tenían un nombre pero no lo recordaba, solo sabía que eran bellos.

Más adelante se encontró con un hoyo profundo infinito en el suelo, y un pequeño escalofrió sacudió su cuerpo, pero terminó siendo un mero recuerdo.

Caminó, brinco y corrió por las montañas infinitas de piedras blancas. Salto por los charcos productos de una fuerte lluvia, y siguió jugando feliz perdido en la memoria. Ya no lloraba. Era un chico feliz, sin recuerdos, pero feliz. Y al fin y al cabo ¿De qué le servía acordarse de todo eso que tanto lo perturbó en la vida? Si la Muerte le daba el privilegio de vivir sin pensar.

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