Perfecto

Las venas de sus brazos serpenteaban hasta los codos. Los músculos se movían, cambiantes. Los tendones de las manos a punto de romper la piel.

Perfecto.

Rechinó las muelas y apretó un poco más la almohada contra esa cabeza convulsa. Notó un par de manchas café en la funda de algodón. «Un buen detalle», pensó. Un susurro lánguido empezó a subir desde el estómago hasta salir como un grito ronco por su boca. Uno tan largo y visceral que le trajo lágrimas a los ojos, y orgullo al corazón.

Las piernas de Leonardo se sacudían con ímpetu bajo la cobija, una mano golpeaba el barandal metálico. Segundos después, los sacudones se apaciguaron hasta convertirse en meros estremecimientos. Luego se detuvieron por completo. Al igual que la mano, que ahora solo se asomaba inerte por el costado de la cama.

Estaba hecho.

Román aguardó, mientras una gota de sudor se deslizaba hacia la punta de su nariz. Le concedió el permiso de caer. Casi pudo oírla bajar, en medio de ese silencio absoluto. Hasta que por fin se desprendió. Y también él soltó sus manos de la almohada.

Dio unos pasos atolondrados hacia atrás, se aferró el pecho, agitado. Arrancó la mirada de la almohada y la paseó por las paredes, por su propio reflejo en el piso pulido. Se desplomó en él, agotado, y se dobló sobre sí mismo con lentitud. El rostro tan cerca del suelo que su aliento lo empañaba. Las manos todavía temblaban, adoloridas. Las levantó hasta la nuca y entrelazó los dedos con su cabello, para luego aferrarlo con tanta fuerza que toda la piel de sus mejillas se estiró, y le obligó a ahogar un quejido en la garganta. Y así esperó, escuchando sus propios latidos, más acelerados que nunca.

Lo aterrorizó la espera. Un puñado de segundos que se le hizo eterno mientras la duda lo carcomía: ¿fracaso o victoria?

Un aplauso solitario aplastó el silencio entre las palmas. Luego otro. De pronto estalló una ovación, silbidos, gritos eufóricos de apoyo. Los oyó extasiado, aún en su sitio, sin moverse un ápice. Lo envolvían, lo atravesaban, lo llenaban. Su corazón saltaba, desenfrenado. Entonces sonrió, una sonrisa que apareció con timidez en sus labios y que se estiró más y más al son de cada aplauso. Rio con soltura, con esa melodía ideal de fondo que armonizaba con todo él. Sintió una plenitud más allá de lo imaginado.

El escenario quedó bañado en luces tenues. Román percibió movimiento a su alrededor mientras las ovaciones seguían y él permanecía inmóvil. Tocaron su hombro; alguien le susurró que debía salir a saludar al público, que el telón ya se había cerrado hacía rato. Pero no quiso hacerlo. Prefirió seguir allí, en su sitio, acurrucado y con las manos en la nuca. No le interesaba el aplauso final, no tanto, al menos, porque sería compartido. Ese había sido suyo, solo suyo, y eligió saborearlo cuanto más pudiera. Sus compañeros sabían que era un poco extraño, y no les importó. Recibió palmadas amistosas en la espalda, en los hombros, incluso Leonardo se arrodilló a su lado para preguntarle si estaba bien. Román ni siquiera abrió los ojos. "Nunca estuve mejor", le respondió.

Pasaron los minutos, las horas.

Con los ojos cerrados, sentado en el piso. Con el pecho todavía hinchado de gloria, creyó que ya no podría desinflarse jamás. Se relamió una vez más, casi saboreándolo.

Comenzaron a apagar las luces, el público se había retirado hacía rato, sus compañeros habían salido a festejar el éxito avasallante de esa primera función para la que habían estado preparándose por tanto tiempo. Decidió regresar a su casa. Ya no importaba dónde estuviera, ya nada borraría esa sensación de excelencia que había satisfecho sus más inalcanzables deseos. Y el silbido constante del empleado de limpieza solo interrumpía sus cavilaciones, por lo que prefirió perderse en el murmullo de la ciudad. Tampoco le molestaría perderse en el griterío del penal, siempre y cuando fuese constante.

A las pocas cuadras de haber salido del teatro, un coche patrulla lo interceptó. Román no pudo borrar su sonrisa, ni siquiera mientras lo esposaban, le leían los derechos, ni mientras lo metían con brusquedad en la parte trasera.

Tampoco cuando la jueza recitó su sentencia, meses después, por los asesinatos por sofocación cometidos en el asilo los días anteriores a su gran función.

"Tenía que hacerlo perfecto", había declarado.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top