El trato

Caían soretes de punta, como dicen por ahí. Y allá estaba Laurita, pobrecita. La vi bajar el chulenguito con ayuda de su pibe y resguardarse en la estación. Y claro, había arrancado a llover hacía poco y la pobre por ahí tenía esperanza de que fuera una lluviecita pasajera. Que el hambre igual aprieta llueva o no llueva, ¿o no? Y las bendis en casa. Encima tiene como tres o cuatro más, pobrecita. Siempre me habla de ellos, Laurita, los quiere como loca. Y el más grande es el que está ahí con ella, bancándola, ella cagada de frío y él en remera, como si ni frío hiciera. Y claro, ya casi es adolescente, estos pibes son así.

¿Cuánto tiempo iba a tener que esperar ahí, Laurita, mientras todos los laburantes se le iban en la cara? Plena hora pico, repleto de gente que iba y venía, y ella mirando para todos lados, y la lluvia que no paraba, carajo.

Atendí rapidito otro cliente, con la voz de ella sonando en mi cabeza como si me hablara, sonando más fuerte que el repiquete de la lluvia y que el pedido que me hacía el hombre que tenía enfrente.

—¿Disculpá, me repetís, querido?, la lluvia... —mentí, acompañándolo con un gesto bien actuado. ¿Cómo iba a concentrarme en el cortadito con tres medialunas cuando Laurita estaba ahí afuera toda preocupada y medio mojada?

Salí del negocio con la sombrilla, poniendo buena cara aunque me estuviera rompiendo la lumbar y los cartílagos de las rodillas por el peso de la base de cemento. Ella corrió a ayudarme; se reía, me agradecía con esa tonadita de ella tan particular. Me tocaba el brazo con el suyo mientras cruzamos con sombrilla en mano y me sentí un estúpido con 15 años de vuelta.

Charlamos un rato mientras el pibito y Laurita ponían todo en su lugar. Él fue estirando las tortillas mientras ella preparaba el fuego. Me contó que el pibito quería laburar, no quería estudiar porque le empezó a ir mal y ya no quería saber nada más, aunque ella le insistía en seguir. Me lo dijo bien alto para ver qué cara ponía el pibe, que no dijo nada pero se puso medio colorado. Yo solo interviene para decirle que a veces las cosas que más valen la pena se complican, y que solo hay que tener huevos y enfrentarlas. Qué prefería laburar, repitió. Laurita también me habló un poco del resto de su familia, de las otras changuitas que hacía cada tanto, me preguntó cómo seguían mis cosas.

¡Qué lindo estar ahí, con ella, refugiados de la lluvia bajo la sombrilla y al calorcito de la parrilla!, pero veía desde donde estaba que más gente empezaba a caer al restorán para desayunar. Entonces apareció el don Paco, perro viejo rompe huevos, a hacerme señas desde el otro lado del vidrio. Pero bueno..., tenía razón. Me despedí, por un ratito. En el descanso del mediodía volví a cruzar y me comí tres tortillas con chicha, como siempre, mientras Laurita me contaba que no tenía con quién pasar navidad. Se me arrugó un poquito el corazón. ¿Cómo no va a tener con quién pasarla, una mina tan linda, pero linda de verdad, linda de adentro además de afuera? ¿No se da cuenta, la gente que pasa por ahí adelante, que le compra, que le habla? ¿No se dan cuenta de la persona que se pierden? ¿Pero cómo no va a tener con quién pasar la navidad, decíme?

Al mediodía me fumé un pucho con ella. A su lado, mejor dicho, ella no fuma. Me imaginé pasando la navidad con Laurita. Con ella y sus cuatro pibes, obvio. Cuatro, cinco, me daba igual. Deben ser todos lindos, los pendejitos, y amorosos como ella, pensé. Nos cagaríamos de risa haciendo el asado juntos. Sencillo, los pibes no van a comer mucho, le compro carne a Paco que la consigue barata para el restorán, seis chorizos, cuatro morcillas, dos kilos de vacío, dos tira de asado... Moni, mi compañera del laburo, me atrapó con la cabeza en la luna y me empezó a hinchar para que me animara, que me dejara de joder, que todos los días lo mismo, que ya se había cansado de verme con la nariz pegada al vidrio. Que me animara de una buena vez. ¿Que me animara a qué? ¿A qué me voy a animar a los cuarenta y cinco años, decíme? Hace años que no invito a una mina. Y muchos más que no invito a una como Laurita. Sencilla, buena, de fierro, una mamasa y encima está buena. Estaba loca la Moni. Me reí de semejante tontería, y pensé si no estaría medio pasadita. La vi un par de veces con una petaquita escondida.

Paró la lluvia, a la tarde. Laurita ya estaba preparando todo para irse porque ya había venido el ex con la camioneta para llevarlos. Salí del restorán para saludarla y llevar la sombrilla de vuelta antes de que Paco me volviera a romper las bolas. Ella atendía un cliente, el último, seguramente. Le sonreí en silencio a modo de despedida, un poco bajoneado, y sin molestar cerré la sombrilla, me la acomodé al hombro y empecé a cruzar. En eso apareció el pibito, trotando a ayudarme, y mirá si será bruto que me chocó y se nos cayó todo. Qué pendejo. La agarramos de nuevo y mientras me la volvía a acomodar al hombro escucho que me habla bajito.

—¿Por qué no la invitaste? —me dice.

—¿Eh?

—¿No te gusta mi mamá? A mí me parece que le gustaría, estaría feliz.

Me quedé mudo, mientras lo que acababa de escuchar rodaba por mi cerebro buscando dónde caer.

—¿Qué cosa? —Debí parecerle un viejo retrasado.

—Dale, yo ya me di cuenta hace rato.

—Sí, pibe, pero... yo ya estoy quemado. No estoy para estas cosas... ¿Entendés? —respondí, mientras me acordaba de mi pinta de sardina vieja, de mi heladera que no se llenaba nunca, de mi ph de 40 metros.

Me miró un par de segundos, sin expresión alguna.

—¿No será que no tenés huevos? —preguntó. Parecía un poco decepcionado.

Después siguió con lo que estaba haciendo, callado. Lo miré con más atención. Me pareció más grande de lo que me había parecido siempre. Ya debía tener más de doce o trece.

—¿Vos decís que estaría feliz?

—Y no sé, me parece —respondió, levantando los hombros.

—Te tengo un trato. Si yo me animo, vos te animás. —Me miró confundido. Ya habíamos dejado la sombrilla adentro del restorán y nos habíamos quedado parados cerca de la entrada—. Un trato de hombre a hombre. Si tenés huevos, claro. Yo me animo a invitarla, y vos te animás a seguir estudiando.

Me puso una cara de orto espectacular, para sacarle una foto y colgarla de un cuadro. Miró al piso, y un ratito después... asintió. Hasta se le escapó media sonrisa mientras nos dábamos un apretón de manos bien fuerte.

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