Una simple mosca cualquiera

El aleteo comenzó siendo una minuciosidad, un quedo zumbido en el fondo que acompañaba al viento que entraba por la ventana, antes de convertirse en una cacofonía incesante que convertía mi habitación en un lugar inhóspito. Todo comenzó cuando, tras un desastroso desempeño en la clase matutina de un profesor indistinto, mi madre tomó la decisión de que mantenerme cautivo en mi desaliñada alcoba era la mejor alternativa para reforzar mis conocimientos, estudiando.

Habían pasado apenas unos minutos cuando comencé a dormitar sobre los grandes libros de pasta dura y, en los aposentos de mi mente, no había lugar para introducir aprendizajes nuevos. Simplemente quería dedicarme a la placentera procrastinación por el resto de la tarde. Lamentablemente, justo cuando me disponía a reposar mi cabeza sobre el escritorio al lado de mi cama, el horrible aleteo de una mosca cualquiera me hizo estremecer. Levanté mi cabeza de forma acelerada y me dediqué a la cacería de aquel insecto tan insufrible.

Me la pasé un largo rato intentando exterminar a ese pequeño ser, el cual me parecía cada vez más inalcanzable. Cada vez que deseaba asestar un golpe fulminante, fallaba y la mosca se regodeaba sobrevolando mi rostro. Los escalofríos que sentía, debido a su roce con mi piel, eran complementados con la gigantesca repulsión que siempre había tenido hacia los insectos.

Una hora. Ese fue mi límite. Una hora fue el lapso de tiempo en el que admití la superioridad de mi absurdo adversario y la ansiedad se apoderó de mí de la forma más horrenda posible. Decidí que, la sensación tan peculiar que la mosca me estaba haciendo sentir, solo podía ser opacada por el primitivo sentimiento de intenso dolor.

Comencé a rascar mis hombros, la parte de mi cuerpo donde estaban recayendo todas mis emociones negativas. Aumenté la rapidez de mis dedos gradualmente, hasta que empecé a sentir un ardor al cual consideré “liberador”. Por un momento, la repugnancia se detuvo, siendo interrumpida por daños mayores en la piel de mis hombros.

Pensé que mis acciones eran extremistas cuando la húmeda sangre que emanaba de mi piel se encontró con la oscura tela negra de mi camisa. Creí estar a punto de gritar y comenzar a bañarme en lágrimas, cuando la puerta de mi habitación se abrió y mi madre se convirtió en el heraldo de la esperanza al mencionar que mi castigo había terminado.

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