Peripecia carmesí

Un simple suceso se encargó de borrar de mi rostro la más sincera de mis sonrisas y convertirla en una expresión que ahora utilizo simplemente para ser cortés. Aquél pasado que no deseo recordar pero me persigue cada vez que cierro los ojos al intentar dormir, es lo que me trae a contarlo. Las largas noches en vela que ocupo para recorrer mi pequeña celda me ayudan a recordar cómo llegué a este lugar y también me puedo tomar el exceso de tiempo libre para buscar una solución a los malos pensamientos que atormentan mi subconsciente.

Y, honestamente, lo que mi corazón añora en este momento es liberarse de todos esos recuerdos que me agobian, porque nadie más me acompañó cuando los viví. La ciudad pequeña en la que residía era azotada por actos delictivos a los que sus ciudadanos estaban acostumbrados, creí que guardar las emociones dentro de nuestros cuerpos era algo que todos los ciudadanos debíamos hacer. Si veías un robo, un asalto e incluso un asesinato, debías guardar silencio porque no te correspondía decidir el destino de la situación; pero, ¿a quién pude haberle contado mis desdichas? ¿a mi familia, quienes criticaban cada decisión que tomaba, cada pensamiento que pasaba volando por mi mente y recibía una reprensión a diario de su parte? ¿O a mis mejores amigos, Antonio y Jorge? No, tenía una razón especial para no confiar en ellos, y es que fue gracias a sus ideas que me metí en todo esto. Antonio, con su plan para atracar una popular tienda de empeño en nuestro vecindario; y Jorge, con su apoyo incondicional hacia ese plan. No importa mi postura, estaría mintiendo si dijera que no quería cometer el crimen, pero creo que necesito olvidar las causas que me llevaron a hacer lo que hice. Después de todo, este es un relato en el que solo importan las consecuencias.

Un incierto miércoles a las 11:30 de una gélida noche de otoño, Antonio, Jorge y yo decidimos poner en marcha nuestro plan de asaltar la tienda de empeño del centro de la ciudad. No había nada que temer según nuestra planificación, sin embargo decidimos tomar las precauciones necesarias e ir armados con pistolas que Antonio había conseguido por un precio bastante económico con un tipo que conocía. Era la primera vez que yo portaba un arma y el peso que ejercía en mi cinturón iba en aumento mientras seguíamos dentro de la tienda. Y no solo eso, los latidos de mi corazón también se volvían más rápidos y feroces mientras el silencioso pero incesante "tic-toc" de mi reloj continuaba, marcando el inevitable paso del tiempo. Para distraerme, comencé a repasar lo que ya habíamos hecho en la noche.

Todos llevábamos puestos pasamontañas para que nadie nos reconociera, Antonio y yo entramos por una ventana del local y después nos adentramos en silencio a la habitación trasera donde se encontraba Ágata. Ágata era una chica de mi edad que iba a la misma preparatoria que nosotros tres. Su padre, Alberto, era el dueño de aquella tienda de empeño tan frecuentada, debido a que era la única de ese tipo en la pequeña y lúgubre ciudad en la que vivíamos. Su padre era tan desconfiado que obligaba a sus hijos a ser veladores en su tienda para que lo llamaran en caso de cualquier problema que pudiera surgir durante la noche. En la habitación trasera de la tienda había una cama en donde Ágata acostumbraba tomar pequeñas siestas durante la noche, según me había contado en clase, por lo que fue sencillo entrar y permitir que Antonio usara un trapo con cloroformo para cubrir la boca y la nariz de la adolescente indefensa. Al inicio opuso resistencia, pero entre los dos fue sencillo detenerla unos minutos hasta que el químico hizo efecto.

—Oscar, las películas no son ciertas, el cloroformo hace efecto hasta después de varios minutos —me explicó Antonio antes de llevar a cabo el plan.

En cuanto la sedamos por completo, la dejamos sobre la cama; yo me ocupé de vigilar la entrada mientras Jorge y Antonio tomaban el efectivo de la caja registradora y varias cosas pequeñas que podríamos revender en días posteriores al robo.

Mientras intentaba mantener la calma, vi que Jorge pasó a mi lado en la entrada y me guiñó el ojo bajo su pasamontañas para indicarme que ya habían terminado "la recolección". Sin embargo, al ver que Antonio no salía de la tienda al pasar unos segundos que me parecieron horas, decidí entrar. Un grave error. Al encontrarlo observé que estaba frente a Ágata, mirándola mientras dormía profundamente.

—Vámonos ya —dije con impaciencia.

—Ya voy —respondió.

A pesar de contestarme inmediatamente, el tono de su voz incrementó mis preocupaciones, era como si algo oscuro y siniestro se encontrara detrás de sus cuerdas vocales, jamás había escuchado aquel tono tan peculiar. Posteriormente a sus dos efímeras e inquietantes sílabas, sus acciones no fueron menos atemorizantes. Tomó en sus manos el arma que llevaba en su pantalón y la sostuvo por un par de segundos mientras se debatía entre dos ideas distintas en su interior. Yo, por mi parte, no podía parar de pensar en huir, no tenía nada que debatir. Era lo único que pensaba pero no podía decirlo en voz alta, como si la presencia del arma tuviera un efecto sobrenatural sobre mi garganta y evitara que pudiera expresar la urgencia que sentía de querer salir corriendo. Afortunadamente decidió volver a guardar la atemorizante arma de fuego, pero mi alivio fue efímero cuando decidió sacar una navaja de su bolsillo. Un escalofrío recorrió mi espalda en cuanto comenzó a acercarse a Ágata con una actitud aún más sombría que su tono de voz. Mi mente dejó de pensar en huir y comenzó a recitar plegarias esperando un milagro, debido a que mi cuerpo no me respondía, lo único que podía hacer era agotar cada vez más mi respiración y transpirar mientras ocultaba los litros de lágrimas detrás de mis ojos.

Entonces sucedió. Puñalada tras puñalada, el cuello de Ágata se tornó de un color rojo intenso mientras ríos de sangre se deslizaban constantemente hacia los lados, para terminar manchando todo a su alrededor. Antonio se veía ansioso e inquieto mientras repetía el procedimiento una y otra vez, como si intentara sacar el alma del cuerpo de la chica a través de heridas punzantes y le preocupara que una no fuera suficiente. La joven que sedamos anteriormente apenas y mostró una señal de tormento, mantuvo los ojos cerrados y una expresión tan tranquila que me heló la piel. La vida se separaba de su cuerpo y, a excepción del mar de sangre que se arremolinaba en su cuello, su semblante no mostraba casi ningún cambio, fue algo realmente perturbador.

No logré recordar mucho de lo que le siguió a ese impactante suceso, lo único que fui capaz de ver en mis recuerdos fue que me encontraba en el auto, junto a un asesino, un ladrón y dinero que habíamos robado hace unos instantes. Lo único que pude reflexionar fue que, aun cuando en mi mente el ruido de mis pensamientos era ensordecedor, el entorno que me rodeaba era terriblemente silencioso. Algo injusto, a decir verdad. Consideré que la pérdida de la vida humana demandaba un gran bullicio memorable, no un insensible silencio que solo servía para englobar la ignorancia de la sociedad en la que estábamos sumidos.

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