Es una noche de verano, la primera noche sin la abuelita. Mamá me dijo esta mañana que la abuelita ha muerto. Creo que no entiendo muy bien qué es eso pero, cuando me dijo que ya no la vería más, que solo podría verla en mi corazón, me puse triste.

Hace calor y me cuesta dormir. Me giro hacia un lado, hacia el otro y veo encima de mi mesita lo que mamá me dio esta tarde: un tarro con una estrella revoloteando dentro. Mamá dijo que esa estrella era mi abuelita y que su luz velaría mis sueños, pero... me pone triste ver a la estrellita encerrada. No me gusta y a la abuelita tampoco le gustaría.

Descalza, para no hacer ruido, salgo de mi habitación con el tarro en mis manos. Cruzo el pasillo, llego a la cocina y abro la puerta de casa. Fuera también hace calor pero sopla un poquito de viento. Solo se escucha la noche y los grillos.

Pongo el tarro frente a mis ojos y miro a la estrellita emitiendo parpadeos de luz mientras vuela de un lado al otro de su encierro de cristal. No está bien retenerla aquí, tiene que estar con las demás estrellas. Abro la tapa y, un momento después, mi estrellita sale del tarro. Vuela, ahora libre, acunada por la brisa. Sus alegres revoloteos me recuerdan a mi abuelita bailando y tarareando canciones mientras preparaba su deliciosa comida y eso me hace sentir feliz. Sonrío al verla alejarse, cada vez más y más, hasta que ya no puedo distinguirla en el cielo lleno de estrellas. Pero sé que está ahí y desde allí velará mis sueños. Siempre.

—¿Pero qué haces aquí fuera, cariño? —dice la voz de mamá detrás de mí.

Me doy la vuelta y me fijo en sus ojos cansados y rojos por haber estado llorando. No me gusta que esté así, quiero que sea feliz y sonría como yo. Le enseñó el tarro vacío y con la otra mano señalo hacia arriba.

—Ahora la abuelita está en el cielo.

Mamá no responde, solo me mira con los ojos brillantes. Se agacha y me envuelve con sus brazos, estrujándome contra su pecho. Cuando me separo de ella, puedo ver que sonríe. Triste, pero sonríe.