Cuando abrí los ojos...
Cuando abrí los ojos, la vi sentada junto a mí. Estaba más preciosa que nunca, si es que tal grado de perfección era posible en el mundano plano terrenal. De hecho, durante unos instantes, barajé la posibilidad de que fuera un ángel. Su etérea apariencia bien podía ser un indicativo de ello: su blanca piel, su níveo pelo; sus ojos del color del cielo y su sonrosada nariz rompiendo esa monocromía de pureza.
Aunque, por otra parte, si la observaba con mayor detenimiento -y no había nada que me gustara más que mirarla; desde lejos o a un suspiro de distancia, fantaseando con que lo imposible se convertía en realidad-, podía encontrar en ella ciertas reminiscencias feéricas, como podían serlo esas orejitas suyas, casi puntiagudas, que a mí tanto me gustaba mordisquear. Era parte de nuestros juegos: yo trataba de morderla y ella hacía el intento de arañarme, de dejar en mi piel el sello de sus uñas, un grabado cutáneo que me marcara como suyo.
Suyo... suyo fue mi corazón desde el primer día que irrumpió en mi vida con toda su diminuta vehemencia. «Ah, mi pequeña fiera indómita», suspiré mientras alzaba mi rostro para acariciar su suave mejilla con mi nariz. Desde aquel primer cruce de miradas -marrón profundo mezclándose con azul celeste-, me juré a mí mismo que la protegería siempre, que sería su guía y su guardián, que estaría siempre con ella.
No nos importaba que por ser quién eramos estuviéramos "destinados a odiarnos". Para nosotros carecía de importancia algo tan intrascendente como nuestra raza o especie; nos daba igual que la naturaleza se mostrase contraria al amor de un pastor alemán y una pequeña gatita de raza Munchkin.
No, nada de eso nos importaba cuando ella tomaba mi cabeza con sus patitas y me besaba.
Este microrrelato participa en el concurso de SenyPremis.
Espero que os haya gustado esta pequeña historia de amor animal en la que llevarse como el perro y el gato no significa necesariamente llevarse mal ;)
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