¡Baila Dánae!
Olía a pan recién horneado, a humedad, a sol. Trató de poner atención, quizá, en algún lado, detrás del alboroto de los autos o el llanto de los niños que no querían ir a la escuela, podría escuchar el canto de las aves. Miró el cielo: despejado. Pequeñas lagunas sobre el asfalto eran la única evidencia de la tormenta que el día anterior había azotado la ciudad. Por eso tenía un paraguas en la mano, aunque, sinceramente, temía no volver a tener la oportunidad para usarlo. Una pena, lo había comprado porque ya no le resultaba divertido bailar bajo la lluvia.
Retrocedió un par de pasos. Dejó el bolso a un lado mientras, con delicadeza, acomodaba su falda —azul marino— antes de sentarse, no fuera que se le arrugara por descuidada. Se acomodó un poco para buscar algo en su bolso, una vez tuvo el aparato en sus manos, miró la hora: 8:11 a.m. Había llegado demasiado temprano; pero no le importaba, no en realidad, le gustaba esperar, eso le daba tiempo para pensar, observar, para perderse en la nada.
Volvió a su bolso esta vez para tomar su botella de agua. Con paciencia desenroscó la tapa, llevó la boca del recipiente hasta sus labios y bebió, como si lo que bebiera no se tratara de simple agua. Recordó que ella siempre se burlaba de eso. Jamás había conocido a nadie que disfrutara tanto el beber agua, eso le había dicho. Sonrió. El líquido se escapó de entre las comisuras de sus labios y fue a parar a su perfecta blusa blanca. Chasqueó los dientes, molesta. De su bolso extrajo un pañuelo. El pañuelo tenía bordado unas iniciales que no le pertenecían. Se quedó ida en las letras color violeta, llevó el pañuelo hasta su nariz y aspiró, queriendo encontrar el último rastro de su aroma en ese trozo de tela que ya había lavado más veces de las que podía contar. Un nombre se formó en su mente y viajó lentamente por su piel, hasta llegar a sus labios. Lo ignoró. Limpió su blusa y regresó todo a su bolso, no sin antes echarle un vistazo a la hora: 9:13 a.m.
Levantó la mirada y suspiró. Seguía oliendo a pan recién horneado, pero también al humo del escape de los autos, a moho. Un chico, de no más de dieciocho años, ondeaba las manos energéticamente de un lado a otro. Ella volvió a sonreír. ¡Lo había echado tanto de menos!
Tomó su bolso y se levantó para salir a su encuentro. Los zapatos altos que hasta hacía poco se había acostumbrado a usar no fueron impedimento alguno, y corrió —dejando muchos «clack, clack» en el camino— hasta que por fin tuvo al joven entre sus brazos.
—¡Has crecido tanto! —exclamó extasiada. En realidad, no había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se habían encontrado, pero cuando no se tiene a nadie más para hablar de ciertas cosas el tiempo corre demasiado lento y pesado.
—¿Algún día dejarás de tratarme como a un niño? —bufó el joven. Su cabello, endiabladamente ondulado y desordenado, le ocasionó un ligero picor en las mejillas. Sus ojos, oscuros, brillaban más con la tonalidad de un adulto que la de un muchacho, pero para ella, Tomás siempre sería un niño, algo así como un hermano pequeño, porque era su hermano pequeño, y porque tenía que repetírselo hasta el cansancio para creerlo—. Apenas me llevas un par de años —discutió, sonriente.
—Siete años no son sólo un par de años —sonrió ella a su vez, divertida.
—Casi —replicó Tomás antes de que ella por fin lo liberara. El joven aprovechó esta libertad para reacomodar la mochila que colgaba de su hombro izquierdo—. ¿Sabes lo que encontré esta vez?
Ella se encogió de hombros, fingió ignorancia, pero en el fondo ya sabía lo que era, porque el rostro de Tomás sólo se iluminaba así cada vez que tenía la oportunidad de ver a su hermana.
Ambos caminaron hasta llegar al café de siempre. Ella ordenó un cappuccino, él un expreso. La velocidad con que las bebidas les fueron servidas los tomó por sorpresa, pero agradecieron la interrupción, temerosos de que su silencio estropeara las cosas, como siempre lo hacía.
Después del primer sorbo, Tomás tomó su mochila y la hurgó con impaciencia. A los pocos segundos tenía en su mano un sobre manila, y con una sonrisa de complicidad, se lo tendió a la chica que impaciente esperaba enfrente de él, escondida detrás del halo de vapor que manaba de la taza de café que aún no se había atrevido a tocar.
Ella abrió el sobre con delicadeza, con miedo y curiosidad. Un buen bulto de fotografías pronto se encontró sobre la mesa, boca abajo, dejando a la vista los garabatos que poco o nada tenían que ver con la fotografía en que estaban escritos. No las miró todas, pero cuando llegó a una en particular, una que decía «Clara y Dánae», sus manos comenzaron a temblar. No era nada malo, sólo que había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que vio ese nombre (su nombre) escrito junto al de esa persona que tanto había querido. También estaba el hecho de que no dejaba que nadie más la llamara así, ni siquiera escribía su nombre completo cuando firmaba porque le pertenecía a ella y a nadie más.
—Creo que es de nuestro primer año en la universidad —comentó ausente, haciendo cuentas dentro de su cabeza.
Trazó cada letra de su nombre con los dedos «Dánae», ahora sólo era Alba, y Clara siempre sería Clara, aunque estuviera muerta.
—Era un juego, ¿no? —inquirió Tomás, curioso—. Porque ninguna de sus fotografías tiene fecha.
—Creo que fue cerca de su cumpleaños —masculló más para sí misma, pero luego centró su atención en Tomás—. ¿Ves los pendientes que lleva puestos? Yo los hice, ella me atrapó y no me quedó de otra más que dárselos antes.
Cuando estaba con Clara, Alba siempre tenía energía para todo. Hicieron tantas cosas juntas, viajaron, convivieron con muchas personas, fueron felices. Ahora todo estaba hecho cenizas, y el tiempo encapsulado en esas fotografías impedía que la herida cicatrizara por completo.
Alba jamás se lo preguntó, no se lo preguntó a los demás, ni los demás a ella, pero viendo las sonrisas que con tan poco esfuerzo le había arrebatado a Clara, la interrogante no pudo seguir enterrada y emergió sola, con vida propia.
Y en sus labios, la interrogante tomó forma. Las grietas que denotaban la ausencia de esos besos alguna vez tan anhelados, se distorsionaron varias veces a medida que sus labios se entreabrían con la intención de pronunciar eso que durante tanto tiempo había mantenido encerrado.
Tomás entendió a medias, por eso no dijo nada. Haciendo la taza de café a un lado, se inclinó un poco sobre la mesa, esperando encontrar lágrimas en los ojos de Alba, pero no había nada allí. La llamó, pero ella no contestó. Estiró su brazo, lo justo para alcanzar sus mejillas, para recorrer con paciencia y tratar de desaparecer con la yema de sus dedos esas grietas —que el labial acentuaba— en los voluptuosos labios que alguna vez le habían pertenecido a su hermana y que ahora él anhelaba con insistencia casi enfermiza.
Alba reaccionó, cerró los ojos e imaginó. Pero sin importar qué tanto tratara, Tomás jamás sería Clara, ni siquiera se parecían. No dijo nada. Aunque las intenciones de Tomás siempre le fueron dudosamente claras, incluso cuando era un niño y para él ella no era más que la amiga de su hermana, siempre jugó a hacerse la desentendida. Tomás era lo único de Clara que le quedaba y no quería estropearlo.
—Es el clima —sonrió efusivamente, llevando sus propios dedos hasta sus labios para sentir el ardor que la reciente caricia le había ocasionado—. Ya sabes.
Alba buscó su chapstick en su bolso. Tomás no dejaba de verla pero no se molestó y humectó sus labios tratando de no pensar demasiado en las atenciones del muchacho.
Ya no era un niño, y aunque apenas dieciocho, había madurado lo suficiente para llamar la atención; Alba lo sabía y lo negaba. Aunque a veces sentía que se traicionaba a sí misma, lo que había tenido con Clara superaba cualquier otro tipo de atracción. Y no, probablemente lo suyo era nostalgia, nada más.
Siguió pasando las fotografías, ahora con más paciencia, pero no tan dedicada. Observaba sí, pero sólo a ella, sólo a Clara: sus ojos, su sonrisa, ese extraño gesto que hacía con sus manos, el cabello rebelde que tan peculiarmente enmarcaba su rostro. Era en lo único que se parecían ella y su hermano. Aunque, si no mal recordaba, Clara se parecía más a Simón, su hermano mayor.
Como esa persona no le traía buenos recuerdos, la espantó de su mente tan rápido como pudo, y siguió viendo las fotografías al tiempo que buscaba en las expresiones de Tomás, las huellas de sus propias reacciones, sabiendo lo sensible que era el muchacho al estado de ánimo de los demás.
Le provocaba una extraña y culposa fascinación. Por más que lo intentara, se esforzara y lo negara, Tomás era la personificación misma de todas las buenas cosas en las que Clara siempre había creído. Sólo eran cosas buenas, claro, porque nadie jamás conoció las cosas malas, por eso Clara estaba muerta.
Acusada por sus malos pensamientos, Alba devolvió las fotografías al sobre manila, para luego quedarlo viendo, despidiéndose silenciosamente de retratos de tiempos pasados que no volvería a recordar jamás, o que al menos lo intentaría.
Deslizó el sobre en la mesa, hasta que sus manos se encontraron con las de Tomás. Alba retiró su mano, pero guiada por una arrebato de culpabilidad, la devolvió y la colocó justo encima de la del muchacho; la apretó con cariño, se esforzó porque eso fuera un gesto amistoso, pero tanto Tomás como ella no lo sintieron así.
Salieron del lugar tomados de las manos. Alba no supo si Tomás era consciente de la envidia que provocaba, y ella se sintió un poco egocéntrica al pensarlo, pero como si le hiciera algún favor al chico, comenzó a contornear sus caderas con más coquetería.
El «clack, clack» de sus tacones retumbaba sobre el asfalto como un prologando eco que era devorado por el bullicio que personificaba esa ciudad en la que alguna vez había vivido. Las miradas de los extraños transeúntes eran amantes celosos que profanaban su cuerpo a través de la ropa. Tomás lo notó, por eso se acercó más a ella, de manera posesiva, celosa y al mismo tiempo protectora y cariñosa. Alba no supo, quizá era él, su lado masculino, sus sentimientos hacia ella; o quizá las palabras de Clara seguían ejerciendo un terrible peso sobre su conciencia.
—No tienes que cuidar de mí —susurró Alba sin alterar su paso.
Tomás apretó su mano con intensidad, tampoco se detuvo cuando dijo:
—No lo hago por Clara. Ella está muerta, no tiene derecho alguno sobre ti.
Alba se detuvo, anonadada, las palabras se amontonaron en su garganta impidiendo el paso del aire. Se ahogaba. Tomás la haló para que siguiera caminando, pero ella se rehusó. Soltó la mano que tan celosamente sujetaba la suya y pensó en correr, lo habría hecho de no ser porque no estaba dispuesta a tomar más riesgos.
—No digas esas cosas —comentó con fingida tranquilidad—. No cuando no sabes nada.
—¿Y tú sí? —inquirió, receloso y cruel.
—Me marcho mañana, Tomás. Por favor, no...
Y Tomás volvió a tomar su mano, y a Alba no le quedó otra que hacer como si no hubiera sucedido nada. Ya era hora de que fuera aceptando que ni Tomás era su hermano, ni era un niño. Aunque tal vez el problema era que jamás lo creyó así, al menos no verdaderamente, al menos no siempre.
Lo creyó cuando él apenas tenía trece. Echado sobre montones de cojines, con un control en la mano, la televisión y la consola encendidas. Apenas y saludó, Clara lo reprendió por eso, pero a Alba poco le importó. Miradas furtivas, ni juveniles ni adultas, infantiles. Desde el inició él mostró interés por ella, se le hacía bonita e interesante, lo vencía en los videojuegos, y además, prefería las películas de acción. Alba, por su parte, fue víctima de las circunstancias, porque cuando no estaba clara era Tomás o Simón, y a Simón lo odió desde el primer día.
Lo siguió creyendo cuando dijo que no le importaba lo que ella y su hermana eran, no en realidad, porque la quería, como a una amiga, como si fuera de la familia. Era su persona favorita en todo el mundo y si alguien llegaba a meterse con ella o su hermana, se las vería con él. Un niño jugando a adulto, jugando a ser hombre, jugando al enamorado.
La última vez que lo creyó fue cuando, con voz entrecortada, Tomás le comunicó la triste noticia; de repente su rostro empapado conoció la firmeza que era el pecho de Tomás, la calidez y seguridad que le proporcionaron sus brazos... Apenas dieciséis.
Dos años más tarde no había superado ni lo uno ni lo otro. Dudaba que lo hiciera, pero tenía que seguir intentándolo.
Se detuvieron en un cruce, la luz roja parpadeó, acusante, y soltaron sus manos. Una gota atravesó la incomodidad reinante. Ambos miraron el cielo: lluvia.
No buscaron refugio; se fueron al parque, se sentaron en una banca y con paciencia miraron a los eufóricos transeúntes en busca de resguardo.
—A Clara no le gustaba la lluvia —comentó Alba. Las gotas de lluvia se deslizaban sobre su rostro, transparentando su blusa, empapando su cabello. En ese momento hizo lo que hacía desde niña: levantó su rostro y abrió la boca, bebió y bebió, saboreó y recordó cómo Clara siempre decía que nadie parecía disfrutar más del agua que ella—, pero sabía que a mí me encanta, así que cuando llovía siempre me traía aquí, hacía que me sentara sólo para poder extender su mano e invitarme a bailar. No lo he vuelto a hacer desde entonces.
Tomás pudo haberse puesto de pie, extendido su mano y haberle dicho a Alba lo que fuera que quisiese; pero Tomás no quería ocupar el lugar de Clara, jamás había sido ésta su intención, así que no lo hizo.
—¿Cómo es... tu ciudad, tu trabajo, tus amigos? —preguntó en su lugar, haciendo todo lo posible para que el rubor en su rostro no delatara la delicia que le ocasionaba la manera en que la tela se adhería en la piel de Alba.
—Aburrido, aburrido, aburrido.
¿Qué tanto piensas en ella?, quiso preguntar más en serio, pero no valía la pena, no cuando lo poco que alguna vez tuvo con Alba apenas existía ya, mucho menos, porque él pensaba en ella siempre.
—Pero me va bien —agregó Alba.
—Me alegro.
—Y a ti, ¿cómo te va?
—No hay quejas, no por el momento. Aunque a veces Simón...
La expresión de Alba se tensó, su cuerpo se acalambró debido al odio que le profesaba a Simón, la simple mención de su nombre le hacía perder el control. Los recuerdos eran peores.
Cuando conoció a Simón, lo primero que éste le dio fue una mirada acusante. Al ser Simón mayor que Tomás, mayor incluso que Clara, conocía un mundo distinto, uno menos tolerante. Un mundo al que tanto Clara como Alba temían, pero en el cual habían aprendido a vivir. Simón siempre tuvo un carácter fuerte y poco comunicativo, pero con lo poco que decía, hacía mucho daño.
Cerdas, cerdas, cerdas...
—Si nos quedamos más tiempo aquí, nos enfermaremos, y no quiero eso, son ocho horas de viaje, ¿sabes? —dijo Alba, intentando desaparecer sus recuerdos—. Vamos, mi hotel queda cerca.
Las maletas yacían amontonadas en una esquina. La puerta del ropero estaba abierta, de las perchas metálicas —desperdigadas y oxidadas—, no colgaba nada. Tomás, acostumbrado como estaba a no dejar nada abierto, se acercó y cerró la puerta con delicadeza. El ligero chirrido de las bisagras llamó la atención de Alba a medio camino de deshacerse de su blusa, la falda completamente empapada a sus pies.
No era la primera vez que Tomás la veía así, y algo le decía que no sería la última. Por eso, con una mezcla de decoro y excitación, se dio la vuelta. No se percató de la ausencia del Alba hasta que el continuo quejido de la ducha atrajo su atención. Se volteó sólo para notar, sobre la cama, una toalla perfectamente doblada. Dejó su mochila al lado y mientras se acercaba a la esta, comenzó a deshacerse de su ropa.
Alba salió del baño minutos más tarde. El cabello, aún chorreante, se adhería a sus mejillas, sienes, cuello. Los labios secos, algo púrpuras ahora, temblaban sutilmente.
—¡Te has bañado con agua fría! —la reprendió Tomás. Alba sólo sonrió, caminó hasta la cama y se sentó, sin dejar ningún momento de secar su cabello.
Tomás se sentó a su lado, llevó sus manos hasta las de Alba y de pronto él era quien secaba el cabello de la mujer, de la misma manera que se lo había secado a su hermana tiempo atrás cuando, por descuidada, olvidaba que tenía una cita y se apresuraba a arreglarse aun sabiendo que Alba siempre la esperaría.
La toalla que rodeaba el cuerpo de Alba poco a poco fue perdiendo agarre dejando a la vista, primero, la graciosa curva de su seno derecho; luego, esa zona un tanto más morena que resaltaba acentuada por la certera caricia del agua helada. Tomás sostuvo la mirada uno, dos segundos, tiempo más, minutos. Alba llevó su mano hasta su pecho, la deslizó sobre su piel hasta toparse con la toalla para deshacerse de ella. Sin más, se levantó, y en puntillas, como fingiendo llevar zapatos de tacón, llegó hasta sus maletas; se agachó sin flexionar sus rodillas, y durante un lapso aparentemente eterno, buscó en los compartimentos más pequeños, su ropa interior.
¿Por qué lo había hecho? Tal vez para comprobar qué tan hombre era Tomás ahora —bobadas—, pero cuando se hubo volteado, Tomás había desaparecido, y cómo había sucedido con él, el quejido de la ducha la angustió.
Cenaron en la calle, junto a un carrito de Hot Dogs. El pavimento brillaba oleoso atrapando el reflejo de las luces y escaparates. El bullicio, un poco más sutil pero igual atrayente, sustituía al producido por la lluvia tan sólo horas atrás. El viento soplaba y aun cargaba consigo algo de la frescura de la mañana: nostalgia.
—¿Me preguntaba...? —interrumpió Tomás, mirándose las manos de manera ausente. En momentos como éste era que perdía un poco la madurez que tanto se esforzaba en aparentar.
—Dime —lo alentó Alba, saboreando el último bocado de su perro caliente.
—¿Podría ir a visitarte?
Alba limpió la comisura de sus labios con una servilleta de papel
—Podrías —contestó al fin—, pero algo me dice que no lo harás.
Tomás se quedó en silencio, tratando de comprender las palabras de Alba.
—Vamos —dijo ella, cortando los pensamientos de Tomás—, hay un lugar que quiero visitar.
Tomás pensó que visitarían la tumba de Clara. El día ya había desaparecido, no había nada más qué hacer, nada más qué decir y después de todo, era su aniversario. Incluso así, no fue mucha la sorpresa que se llevó cuando vio que Alba lo guiaba a una librería.
En silencio revisaron cada uno de los estantes de cada una de las secciones. Se entretuvieron leyendo cuentos infantiles, relatos de terror, fragmentos de novelas de suspenso, resúmenes de libros de autoayuda, biografías... Después de un rato se quedaron en un rincón, hombro contra hombro, libros completamente distintos.
Era el lugar favorito de Clara, ambos lo sabían.
Alba sostenía en sus manos una copia de «Orgullo y prejuicio». Personalmente lo detestaba, pero había sido —sin exagerar— la biblia de Clara, así que se lo sabía casi de memoria. Lo triste era que, en su propia historia no habían podido sondear sus diferencias con el mundo. Con el orgulloso y aún más prejuicioso mundo. Ninguna de ellas tuvo la oportunidad de ser alguien, porque una de ellas se fue antes de siquiera intentarlo. Porque el mundo no comprende que cualquiera puede ser protagonista de una novela romántica sin importar lo que tenga en la cabeza o entre las piernas. Antes era dinero, posición, ahora, una cuestión de genitales. Todo absurdo igual.
Tomás le arrebató el libro, se arrodilló frente a ella sólo para poder acunar el rostro de Alba entre sus manos. No llores, le pareció escuchar, su propio llanto devoraba las palabras de Tomás, nublaba sus gestos, sus caricias.
Dos años y no, aún no lo había superado, no lo habían superado.
Un encargado del lugar se tomó la molestia de guiarlos a la salida. Por varios minutos caminaron por las calles casi desiertas. El «clack clack» de los zapatos de Alba hacía eco en los desolados y oscuros callejones. El viento ululaba, le susurraba al olvido.
—Quizá en navidad —dijo ella mientras se abrazaba a sí misma para disipar un poco el frío que sentía—. Cocinaré algo, como siempre.
—Al fin comeré algo decente —suspiró él, emocionado.
—No garantizo nada —rio ella.
El camino de vuelta al hotel lo recorrieron en silencio. Tomás acompañó a Alba a su habitación, pero a diferencia de esa tarde, él ya no encontró la fuerza suficiente para atravesar la puerta.
—¿Algunas vez te lo has preguntado? —inquirió él desde su lugar, sombrío.
Alba negó en silencio, y de la misma manera rogó para que Tomás se detuviera. Sin embargo, él agregó:
— Algunas vez has sentido culpa?
¡Siempre!, quiso contestar, pero sólo cerró sus manos lentamente, hasta que sus uñas rasgaron su piel, hasta que el dolor la distrajo.
—¿Alguna vez has pensado en mí como algo más que su hermano?
Silencio. Duda. Miedo. En eso había pensado Alba, en eso y en Clara, porque después de Clara era lo único que tenía cabida en su vida; y avanzar, y utilizar a alguien que había sido tan cercano a ella, a ambos; y aprovecharse de esa establecida cercanía, de la comodidad que ahí encontraba porque era alguien con quien podía compartir su recuerdo y disipar sus culpas... La cabeza de Alba se movió de un lado a otro en un torpe intento por expresar lo que sus labios no podían. No podía.
—No sé —contestó al fin, temerosa.
—Te conozco desde que tengo trece, sé que lo sabes.
—¡No, no lo sé! —espetó—. No quiero saberlo.
Tomás retrocedió, se detuvo únicamente para acomodar la mochila que ahora pendía de su hombro derecho. Sonrió, o más bien torció sus labios, tensó su semblante, se entristeció.
—Siempre me lo he preguntado, siempre, porque ella parecía tan feliz, tú la hacías tan feliz y de repente... —Alba levantó la mirada cuando escuchó la mochila de Tomás impactarse contra el suelo—. ¿Por qué? ¿Por qué tuvo que s...?
No pudo terminar la interrogante, las manos de Alba sellaron sus labios adueñándose de sus palabras, enterrándolas. Él, con brusquedad, se las sacó de encima.
—¡Cómo vas a superarlo si ni siquiera puedes afrontarlo! —exclamó al borde de las lágrimas.
—¡No se te ha ocurrido que tal vez no quiera hacerlo! —contestó ella igual de enfurecida.
—¡Tienes que hacerlo! —gritó Tomas—. Tienes que hacerlo, si no... ¡Si no jamás habrá espacio para mí!
Y de pronto se vio reducido a lo que era: un joven de dieciocho años que sobre el amor no sabía más ni menos que nadie, pero que tenía que cargar con la pena de saber que se esforzaba fervientemente por robar algo que siempre le había pertenecido a su hermana.
—Vete —susurró Alba—. ¡Vete!
Tomás la vio entre adolorido y desconcertado. Recogió la mochila del suelo, la colocó en su hombro, intentó despedirse, pero no pudo. Dio un paso y otro, y otro después de éste. Caminaba lentamente, pesadamente, incómodamente; caminaba aunque no quería hacerlo.
—No. —Escuchó que masculló Alba —. Lo siento, no, por favor, no, sólo...
Antes de que Alba se derrumbara, Tomás ya la tenía en sus brazos, la sujetaba de una manera tan delicada que apenas sentía otra cosa que auténtica preocupación.
Ella enterró su nariz en el cuello del joven, sollozó en silencio hasta el cansancio. Cuando interpuso algo de distancia, la volvió a reducir acercando sus labios a los de Tomás, en un beso que no estaba ideado para despertar ninguna pasión, sino únicamente para trasmitir todo lo que no podía ser dicho.
Tomás retiró un mechón de cabello de la frente de Alba, le susurró algo al oído, palabras lindas, palabras reales. La cargó hasta la cama, y se acostó a su lado. En ningún momento dejó de hablarle, ni siquiera cuando ella se hubo quedado dormida.
Le pareció soñar con tiempos pasados, situaciones similares en dónde él no había sido el protagonista. Visualizó a Alba llorando, sujetando los brazos de Clara de manera resignada. Sucedía cuando escuchaban cosas en la calle, cuando las miraban y juzgaban. Pensó que Alba era la débil, pero durante mucho tiempo estuvo equivocado. Alba lloraba sí, y mucho, quizá demasiado, pero luego de llorar quedaba mejor que nueva y salía y enfrentaba al mundo como una ferviente amazona.
Su hermana, que alguna vez creyó fuerte, en realidad fue débil, se lo quedaba todo, contribuyendo de esta manera a que la bomba que se gestaba en su interior se fuera haciendo cada vez más potente, hasta que el recipiente no pudo seguir conteniéndola y explotó.
Los últimos días de Clara fueron lentos y dolorosos. Abstraída en su propio mundo, las velas que iluminaron su alguna vez interminable entusiasmo, se apagaron debido a esa ráfaga inoportuna que misteriosamente siempre sopla en los lugares encerrados y tenebrosos: callejones sin salida.
Alba se retorció bajo sus brazos, entreabrió los ojos, sonrió. Tomás depositó un beso en su frente, no sin antes remover unas cuantas hebras de cabello. Él también sonrió, aunque con dificultad, consiguió que sus ojos brillaran y que sus labios se curvaran graciosamente hasta dejar al descubierto la perfección blanquecina que escondían. Ella se acercó más a él, susurró algo, o al menos lo intentó, y cuando Tomás menos lo supo, se habían quedado dormidos.
Tampoco distinguió si lo que ahora veía seguía siendo un sueño o una jugarreta de sus recuerdos. La habitación de Clara, tan desordenada y caótica, estaba limpia, lo que significaba que Alba estaba en casa. Tomás corrió de habitación en habitación buscándola, tenía un videojuego nuevo, bueno, no tanto, se la había pasado todo el fin de semana jugándolo, sólo para así poder derrotarla, pero diría que era nuevo, para sorprenderla.
Escuchó voces provenientes de la cocina. ¡Genial!, pensó, aunque fuera derrotado, al menos tendría un almuerzo decente. Se detuvo, no obstante, a pocos metros de la habitación, vacilante.
Cerdas, cerdas, cerdas...
La cara de horror de Alba contrastaba con la de resignación de Clara, y él, él simplemente regresó sus pasos, porque era Simón, y a Simón lo odiaba a pesar de ser su hermano, y le temía, y él era un niño y no había nada que pudiera hacer.
A menudo se preguntaba sí, de haber intervenido, el resultado habría sido diferente. Quizá le habría evitado a Alba el sufrimiento que supuso la pérdida de un ser tan querido, tal vez él se habría resignado y fijado sus sentimientos en alguien más, porque competir con su propia hermana, ¡eso nunca!
Pese a que ahora le pertenecía a la muerte, Clara seguía siendo su hermana, pero no importa lo que seas, cuando ya no estás, no eres nadie. Y Tomás a veces se sentía mal por aprovecharse de eso. A veces...
En la estación de autobuses, el alboroto matutino iba de la mano del mal humor, el desvelo y el insomnio. Tomás se abrió paso, ambas maletas en sus manos, sin problema alguno. Divisó un asiento en una esquina y volteándose, le hizo una mueca a Alba para que lo siguiera.
Alba se sentó, sólo para después sacar los polvos de su bolso. Notó las líneas negras que enmarcaban sus ojos, y la rojiza inflamación que los hacía parecer víctimas de una infección.
—Estás preciosa —dijo Tomás. Alba levantó la mirada y sonrió, sólo para luego seguir viendo las marcas de su colapso. Un lujo que no se había dado desde la muerte de Clara.
—Gracias —susurró sin despegar la vista del espejo, y no supo cómo, pero juraría que vio a Tomás sonreír.
Por los altavoces, una voz aguda y chillona anunció la hora de salida, y como si se tratara de una sentencia de muerte, el cuerpo de Tomás se tensó, las líneas de expresión que remarcaban la sonrisa que casi siempre usaba, parecieron desaparecer dejando su rostro como un lienzo en blanco.
Alba se puso de pie, plisó su falda y se acomodó la blusa antes de tomar su bolso. Vio a Tomas. Ya lo había notado anteriormente, pero le fascinaba que, incluso usando zapatos de tacón alto, él siguiera siendo más alto que ella. Colocó el bolso sobre la silla para, sin más, extender sus brazos y dejar que el cuerpo de Tomás se fundiera en el suyo.
—No sería muy sano —susurró contra el cuello del joven—, que así, destruidos como estamos, permanezcamos juntos. Como tampoco sería justo que sigamos usando a Clara como atadura para esto que tú y yo tenemos.
Tomás no dijo nada, no fue capaz. Asintió levemente, entre resignado y adolorido. Alba continuó:
—Por eso, te espero en navidad.
Y sin decir más nada, y sin siquiera voltearse para verlo una última vez, se subió al autobús, en donde permaneció en su asiento, los puños dolorosamente cerrados, el corazón palpitándole más vivo que nunca, los ojos cerrados, visualizando a Clara...
—Tú me traicionaste primero —le dijo al aire, a Clara, a sí misma.
Era hora de ser la Dánae de alguien más.
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