Epifanía
Una mañana, en uno de mis habituales paseos del alba por el bosque, me ocurrió algo soberanamente inusual.
Andaba por el estrecho sendero, mojando mis zapatos y los bajos de mi vestido con el rocío de la mañana que aún no brillaba, iba en busca de ese rincón mío que tanto visito en tiempos de penuria.
Llegué y tomé mi lugar en el columpio abandonado que colgaba de un árbol centenario. Estuve allí suspirando cabisbaja cuando de pronto un movimiento llama mi atención.
De en medio de la bruma lo he visto surgir caminando tranquilo como si su hogar fuese aquel paraje.
No pude apartar los ojos de él.
Y lo más insólito, es que a medida que se acercaba, podía sentir como ese nudo que arañaba mi garganta iba aflojando las uñas clavadas en sus paredes y despacio me liberaba.
Aquél extraño llegó hasta mí donde estaba sentada en el columpio abandonado y se detuvo delante. Yo lo observé sin comprender por qué me sentía así, tan; en paz. Deslicé las manos de las cuerdas del columpio y las dejé caer sobre mis piernas anonadada. Lo miré a los ojos y él estiró la mano de pronto ante mi.
—Se te cayó esto —me dijo enseñándome una llave.
Yo lo miré con recelo. Aquello no era mío. Pero lo vi sonreírme e instantánea y curiosamente sentí que sí era mío.
Fui a por ello, apoyé los dedos en la llave y él enseguida cerró la mano en torno a la mía.
—No dudes en abrir puertas. Pero asegúrate de que la llave siempre la tengas tú.
Me liberó la mano y yo bajé la vista para ver la llave. Pero en mi palma había algo más. Era un dibujo. Una diminuta figura de cerradura. Pasé los dedos por el dibujo con calma y después con frenesí. No se borraba, era como una marca indeleble.
Levanté la vista de golpe y él hombre misterioso ya no estaba. Ni rastro. Tan solo el sendero en la hierba tupida y yo sola sentada en el columpio abandonado.
Estuve allí con la llave en la palma dibujada y la respiración vacilante observando el vacío. Hasta que de pronto sentí en mi interior el fuego de la certeza. Y miré mi mano.
Sí.
No lo parecía y tampoco me lo dijo pero aquél hombre debía de ser un mago. Un mago que había obrado en mí la magia de comprender al fin lo que debo hacer.
El poder de entrar a buscar lo que quiero está en mi mano. Siempre lo estuvo. Solo que había perdido la llave: Mi voluntad.
Siempre estaré agradecida a ese mago que me lo enseñó.
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