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PISTORIUS DABA VUELTAS SOBRE SÍ, OBSERVANDO CON asombro los increíbles edificios, alumbrados por cientos de luces de colores. Los espectaculares que brillaban a su alrededor lo cegaron por instantes, el sonido de los autos por doquier, las voces estrepitosas y constantes de los transeúntes que lo observaron con curiosidad, pero sin mitigar el rumbo; la música que sonaba desde alguna tienda cercana. Todo aquello era tan nuevo para el viejo escriba, tan delicioso para sus ojos, y sumamente atrayente.

Necesitaba conocer ese nuevo mundo que se le presentaba, enardecido y ajetreado.

Se encontraban en Nueva York: la ciudad que nunca duerme. Y no era solo una frase cualquiera, Pistorius notó con entusiasmo que, a pesar de la oscuridad del cielo, las calles estaban llenas de luz y de vida.

Comenzó a reír con frenesí, corriendo hacia todas direcciones, entrando en los almacenes de ropa, admirando los enormes maniquíes que lo miraron con sus ojos huecos y saltando por las calles repletas de gente.

La ciudad se revolvía delirante, en un constante ir y venir lleno de voces, ruidos y melodías pegadizas que empaparon al buen Pistorius de una alegría inigualable. Estaba libre de nuevo. Podía conocer el mundo a través de sus propios ojos. Sin la maldita necesidad de documentar todo lo que conocía.

Tatsurou lo observó con una media sonrisa en el rostro, corriendo tras de él. Lucía exactamente igual a un chiquillo emocionado, rodeado por un espectacular mundo de ensueños.

Más cerca se encontraba Goliat, siguiéndolo de igual forma, pero sin decir nada. Se limitaba a aletear a su alrededor. También parecía admirado con la exagerada reacción de Pistorius, aunque en realidad no había nada de exagerado en su comportamiento; habían sido demasiados siglos, oculto en las sombras, sin más compañero que el enorme libro y la pesada pluma que le servían de instrumento, y que se habían convertido en sus verdugos más crueles.

Pistorius, trata de no llamar demasiado la atención, comentó Goliat.

—Déjalo, mariposa. ¿Acaso no ves lo contento que está?

El viejo volteó para mirarlos a ambos, deteniéndose un segundo. La sonrisa no se escapaba de su rostro, ni siquiera pese a las miradas cada vez más curiosas de las personas que comenzaron a arremolinarse a su alrededor. El viejo Pistorius se llevó ambas manos a la cabeza, emitiendo una carcajada llena de triunfo.

—¡Esto es estupendo! —exclamó, saltando en el mismo sitio—. Nunca creí que saldría de ese maldito lugar y heme aquí. De nuevo en el mundo. ¡Mi mundo!

El fantasma y la lechuza pudieron notar que un par de lágrimas luchaban por salir de las acuosas esferas, y aunque Pistorius hizo un esfuerzo sobrehumano por detenerlas, al final terminaron por derramarse, para quedar atrapadas en la inmensa barba blanca.

—Disfruta, buen Pistorius —profirió Goliat, resignándose gustoso a observarlo dando tumbos y más tumbos por doquier, asustando a las personas que se cruzaban en su camino y que lo creyeron un loco.

Pero ese hombre con túnica gris y desgastada, con su luenga barba que lo hacía parecer un desquiciado, se encontraba completamente en sus cabales. Era quizás el hombre más sabio del mundo entero. Había visto tantas cosas, descubierto tantos misterios y desvelados los secretos más jugosos del universo. Especialmente aquel que le había valido su estancia en la Mansión del Consejo Angélico, durante más de un siglo.

La mano de aquel hombre era tibia y áspera.

La conducía con suavidad y lentitud entre la espesa hierba. La luna era la única luz en todo aquel extraño bosque nebuloso en el que habían aparecido. Y no había sonido alguno que delatara la presencia de hombre o animal alguno.

Aquel panorama lúgubre era atemorizante, pero por alguna extraña razón, Italia se sintió tranquila, llena de una paz que no había experimentado en mucho más tiempo del que podría recordar.

A lo lejos, una docena de luciérnagas los recibieron, revoloteando entre los árboles, produciendo un efecto de fantasía en el paisaje. Al fondo, la joven notó una vieja estructura de la que brotaban centellas de luz; se trataba de una casa inmensa de estilo inglés, quizás del siglo XIX. No era difícil deducirlo.

Las decenas de ventanas que rutilaban con las luces de adentro eran hermosas, con sus contraventanas de madera pintada de azul celeste. La casa era de un color mate, pulcro y brillante, rodeada por aquellas maravillosas luciérnagas que lo iluminaban todo.

El hombre no le dirigió una sola palabra mientras la conducía por un pequeño sendero adoquinado; e Italia agradecía aquel silencio, quizás, porque no tenía nada que decir. Se encontraba tan absorta en la contemplación de aquella hermosa vivienda que no sabría formular una sola oración.

Cuando el hombre abrió la puerta de madera con adornos de vidrio tallado, y ella penetró en la estancia que la recibió con un brillo aún más magnífico que el de las luciérnagas, se sintió en casa. Como si aquellas paredes la recibieran, como si ese lugar hubiera estado esperándola durante toda una eternidad.

—Buenas noches, señorita.

Italia volteó en seguida, era una anciana la que la recibía, con una adorable y espontánea sonrisa en los labios.

—Mi nombre es Elvira, mucho gusto. Habíamos estado esperando su llegada. El amo se pondrá tan feliz de verla.

Parecía emocionada y casi al borde de las lágrimas, pero Italia no tenía idea de lo que estaba hablando aquella mujer.

—Por favor, Elvira, llévala a su dormitorio, estoy seguro de que querrá refrescarse—y, dirigiéndose a ella—, me da mucho gusto por fin tenerla con nosotros, ama.

¿Ama?

No tuvo tiempo de decir nada, puesto que el hombre que había ido por ella se alejó, desapareciendo en un pasillo semioscuro, iluminado únicamente por una pequeña lámpara.

—Es tan valiente —afirmó la anciana de mirada afable—, y totalmente leal al amo.

—¿Cuál es su nombre?

—Se llama Alexander, señorita.

¿Y es humano?, quiso preguntar Italia, pero no estaba segura de que esa anciana mortal supiera acerca de los no humanos que habitaban el mundo.

—Venga, acompáñeme por favor. Ana está esperándola en su habitación.

Al llegar a la alcoba, Italia se quedó impresionada con el lujo que ostentaba cada rincón de la casa, habitada por tantas personas de servicio que la acogieron con una gran sonrisa; todos estaban emocionados como Elvira, quien no podía dejar de admirarla. Sentía como si hubiese resucitado y esos hombres y mujeres que la saludaban estuviesen observando con admiración la maravilla de aquel milagro.

Ana era una chica de no más de dieciséis años. Estaba ataviada de igual forma que la anciana Elvira, con un uniforme de servicio color celeste y un delantal blanco.

—La bañera está lista, señorita —fueron las últimas palabras de Ana antes de marcharse, dejándola en el cuarto de baño completamente confundida. Feliz, desde luego, pero confundida.

La pregunta se quedó en el aire y el silencio sepulcral que se cernió sobre ellos era sobrecogedor. Ninguno de los presentes tuvo la suficiente fuerza como para volver a formularla, pero todos necesitaban conocer la respuesta.

¿Qué ha sucedido con Reishack?

Tatsurou era incapaz de sentirlo, Goliat no podía hacer contacto telepático con él. Sabía de sobra que un inocente había pedido su ayuda, pero no creía que Reishack acudiría a su llamado, no después de liberar a Pistorius.

En esos momentos todos los querubines encargados de preservar el orden estarían buscándolo.

—Debe estar muy bien oculto si ni siquiera tú puedes comunicarte con él, mariposa.

No es eso. Aún si estuviera oculto yo podría sentirlo, percibir sus sentimientos. Estoy seguro de que acudió a un llamado, pero lo más extraño es que no puedo sentir las emociones de su inocente.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Tatsurou.

—Goliat ha sido creado para compartir las emociones suicidas de los humanos con los que Reishack tiene contacto —comentó Pistorius.

Se encontraban sentados en un callejón oscuro, lejos de las miradas y de los oídos chismosos.

—¿Y eso? —preguntó ceñudo Tatsurou.

—No sabes nada acerca de los Ángeles de la Muerte Prematura, ¿no es así?

—Sí, son aquellos que se llevan las almas de los suicidas al infierno.

El infierno no existe, aclaró Goliat.

Pistorius se mostró en desacuerdo, pero no dijo nada al respecto.

—Las almas suicidas son enviadas al Avitchi, que es una especie de recinto espiritual en el que habitan los no seres. Cuando un alma cae a ese sitio, simplemente deja de existir por completo, es despojado de la oportunidad que tienen todos los humanos de retornar al mundo físico provistos de un cuerpo material. Dejan de ser.

Tatsurou observó a Goliat al tiempo que Pistorius explicaba todo acerca del Avitchi, recordando que esa pobre lechuza había salido de aquel lugar. No imaginaba lo que sería no sentir, no pensar, simplemente, no ser. Era algo extraño, algo que no podía reconocer que existiera.

— ¿Y todos los ángeles prematuros tienen a una lechuza a su lado?

—Oh, no. Solo Reishack posee una.

—No entiendo.

Eso no importa ahora, interrumpió Goliat, aleteando frente a sus cabezas. En estos momentos lo importante es comunicarse con él, tenemos que conocer la situación en la que se encuentra, además de que no estamos seguros en este lugar. Ni siquiera sabemos si la huida de Pistorius ya ha sido notificada, puede que en estos precisos instantes los querubines se encuentren buscándolo.

—Es verdad —aclaró el viejo—, estamos expuestos aquí. —Se levantó del suelo con extrema dificultad, resollando y sudando para poder ponerse en pie—. Bueno, hay que movilizarnos.

—¡En marcha! ¡Hay que buscar a ese ángel que nos ha dejado varados aquí! —exclamó Tatsurou.

Goliat observó cómo ambos se alejaban, volviendo a fundirse con la ciudad ahora en calma. Pero él no podía estar tranquilo; algo muy malo estaba sucediendo. No podía dejar de pensar en Reishack y en lo que había sucedido con él.

¿Por qué le resultaba imposible sentirlo?

Goliat no había querido hacer comentario alguno acerca de ello, pero comenzaba a temer con desesperación que Reishack ya no existía más en este mundo.

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