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ITALIA ARRIBÓ AL LUGAR, CASI SIN ALIENTO. Miró la iglesia con una expresión mezcla desconcierto y burla. No era precisamente el lugar en el que esperaba hallar al ángel, considerando que apenas una hora atrás había aseverado la inexistencia de Dios.
Subió la reja metálica y entró también. No se hallaba rastro alguno de Reishack en las inmediaciones de la iglesia, pero podía sentir su presencia en el interior.
Hasta esos momentos, ella jamás se había animado a entrar en un lugar sagrado. No después de su alumbramiento al mundo vampírico. Por alguna razón siempre sintió que terminaría calcinada al instante en cuanto colocara un pie adentro, o que un rayo fulminante la atravesaría con furia.
Desde el exterior fijó la vista en los cirios que se hallaban situados en el pequeño altar; al fondo del recinto. La media luz que se apreciaba la hizo sentir cómoda, en su ambiente. Y, sin dudar un solo instante, se animó a penetrar en la silenciosa estancia en la que percibió una deliciosa atmósfera de quietud y soledad.
Adentro, se dio el lujo de observar el recinto; las gradillas de madera oscura, el altar, los bastidores forrados con almohadillas. ¿Cuántos pecadores se habían arrodillado sobre ellos para pedir clemencia? ¿Cuántos condenados habían visto truncadas sus esperanzas al no recibir contestación a sus plegarias?
Por un momento tuvo el impulso de sentarse, santiguarse y pedir misericordia, y entonces hincarse frente a la imagen del crucificado con quien no había hecho las paces desde su entrada a la oscuridad. No obstante, no lo hizo, ni siquiera sabía si tenía permitido nombrarlo.
No. Con toda seguridad un ser tan desagradable como ella no tenía derecho al perdón divino.
El ángel escuchaba los pensamientos de la vampira como si estos fuesen mariposas revoloteando por los rincones, pero ni siquiera sus absurdas cavilaciones le permitían distraerse del tormento que sentía en lo profundo de su corazón.
Observó con desdén la estatuilla de un alma del purgatorio y continuó su recorrido en busca de su víctima. Los confesionarios brillaban con una luz especial y el ángel supo que ahí se encontraba.
La lóbrega luminosidad de la luna se filtraba a través de los cristales, transformando sus pálidos rayos en centellas de colores.
Estaba a punto de abrir la segunda puerta del confesionario, cuando los pasos de Italia que recién se percataba de su presencia, lo hicieron retroceder. La miró. Un segundo le bastó a ella para comprender que debía quedarse ahí.
Reishack sintió un terrible estremecimiento al colocar una mano en el picaporte y abrir la puerta con brusquedad. Y los ojos que lo recibieron al otro lado lo volvieron loco de dolor. Por un instante deseó tener el valor para cerrar y salir huyendo de ahí, aunque sabía a la perfección que, salir en aquel estado tan vulnerable a las calles salvajes de la ciudad, sería su perdición.
El sacerdote lloriqueaba dentro del confesionario ni siquiera parecía importarle la presencia del chico que, a pesar de su tormento interno, se mantenía firme y pétreo.
Oprimiendo una biblia sobre su pecho, el hombre yacía arrodillado en el suelo. Su túnica se encontraba hecha jirones, la cofia que lo representaba como un servidor de la iglesia se encontraba en el suelo, justo bajo la suela de sus zapatos; sucia y destrozada.
Elevó la vista.
Sus ojos rojos observaron con incredulidad la silueta de Reishack; de aquel joven frío e imperturbable.
—Hijo —murmuró con cierta vergüenza—. ¿Cómo has entrado? Disculpa —su voz se apagó en un hilillo al tiempo que se limpiaba las lágrimas con la manga de su santo ropaje—. ¿Querías confesarte? Los horarios están escritos en la pizarra de eventos.
—No necesito confesarme, padre —repuso el chico.
El sacerdote tuvo la corazonada de que aquel joven no tenía malas intenciones. Podía percibirlo en sus ojos a pesar de la seriedad con la que se dirigía a él.
Reishack extendió una mano.
—Dámelas —ordenó—. Tú no quieres hacerlo.
—¿Hacerlo? ¿Hacer qué? ¿De qué hablas? ¡¿Quién eres tú?! —exclamó el padre, alarmado.
—Eso no importa. Quiero esas píldoras, todavía no es tu tiempo.
El padre iba a decir algo, iba a reclamarle, a echarlo de la iglesia, pero en vez de eso lo miró con unos ojillos inundados de tristeza un par de segundos antes de desplomarse en llanto. Su rostro se transfiguró con delicadeza, cubriéndolo con una máscara de sufrimiento y consternación. Moviendo la cabeza de un lado a otro en negativa, como si se tratase de un demente aferrado al viejo escapulario oscuro y a la biblia.
Con lentitud, se aproximó a Reishack quien parecía estar ausente, pero que en realidad intentaba sosegar aquella inquietud que hervía por dentro, esa necesidad imperante de arrojarse al suelo junto al hombre y llorar; llorar sin más, sin freno, y poder así disfrutar del sufrimiento, ahogándose en él.
Italia alargaba el cuello para mirar desde el rincón al que, sin decir palabra, la había confinado el propio Reishack. No le importaba el dolor del sacerdote, pero le sorprendía la frialdad con que el ángel estaba manejando aquella situación.
No hizo el menor movimiento, necesitaba escuchar todo lo que se dijera entre ellos, necesitaba observar al ángel mientras hacía su trabajo. Después de todo, ¿cada cuánto tiempo se tenía la oportunidad de ver en acción a un ángel de la muerte?
De golpe, el sacerdote cayó en la dura realidad, se levantó de pronto y observó con ojos temblorosos el rostro inanimado del muchacho que obstruía la única salida que le quedaba. Se sintió atrapado, amenazado por esa mirada fría.
—¿Por qué haces esto? ¡Sal de mi cabeza!
Reishack entornó los ojos. No estaba haciendo nada para acceder a sus pensamientos. Ese hombre se estaba volviendo loco.
—¡No tienes ningún derecho de alterar la historia y lo sabes!
—¿De qué hablas, anciano?
—¡De los manuscritos! La palabra antigua del señor, todo eso que nos ha hecho quienes somos. Toda esa verdad que nos tiene como locos, corriendo en círculos tras un imposible. ¿No lo ves? Aquí no hay nada más que mentiras —exclamó al tiempo que mostraba la biblia que aún conservaba en brazos—. Nos han convertido en monstruos, en animales sin consciencia ni voluntad. Vagamos por el mundo sin un rumbo fijo, sin razón alguna. No podemos olvidar una parte de nuestra propia naturaleza, ¡y lo sabemos! Podemos ser terriblemente oscuros si nos lo proponemos, y claro que lo haremos.
Reishack asintió con pesar.
—¡Claro que sí! —vociferó el sacerdote—. Estamos sucios, corrompidos. No hay ni una mínima esquirla de esperanza para la humanidad, pero nos engañamos. ¡Nos engañamos, nos engañamos, nos engañamos!
Italia enarcó una ceja. El cura parecía haber perdido la cabeza.
—Nos han cubierto el rostro con vendas negras —prosiguió el sacerdote—. Y hemos corrido en círculos esperando nuestro último tren, esperanzados en la búsqueda de algo más; de una luz que nos lleve a un lugar distinto, algo que valga la pena. Solo queremos creer en eso. Extendemos nuestros brazos y estrechamos la nada, ¿verdad? Tú me crees, ¿cierto? Y ahora... ahora estaré condenado. No he sido más que un bufón mediocre que guía a las ovejas por un camino errado repleto de prohibiciones. ¡Iré al Infierno por ello!
—Eso no sucederá —murmuró Reishack con frialdad.
El cura sintió un viento helado en el cuerpo al escuchar su voz que, sin embargo, pretendía llenarlo de un confort que él no se sentía merecedor de recibir. Reishack sonrió con suavidad. Italia dio un respingo. Aquella sonrisa no parecía estar cargada de maldad y crudeza, como la que le había dirigido en lo profundo del bosque; por el contrario, en los ojos de Reishack brotaba una chispa dulzona del llanto que no podía desbordarse, pero que brillaba con intensidad. No podía creerlo.
—No pasará porque Él tiene confianza en ustedes —continuó Reishack—. Sabe que lo harán bien. Tiene fe en ello y los aguardará, créelo. Lo hará para siempre si es necesario. Esa es la única verdad que debes conocer y guardar en lo profundo de tu corazón. Ninguna otra.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué crearnos de esta manera tan imperfecta? ¿Por qué arrojarnos a la boca de un mundo que está tan contaminado de muerte, miseria y destrucción? ¿Qué quería conseguir de ello? ¿Es que no se da cuenta de que acá abajo nos matamos unos a otros? ¿De que estamos destruyéndonos sin piedad alguna?
Reishack sintió un aguijón de dolor en el pecho. Aquellas preguntas se las había hecho un millón de veces desde que fue concebido por la gracia divina. Él no tenía las respuestas.
—Ven aquí —susurró, alargando una mano. El sacerdote la sostuvo, titubeante y el ángel lo ayudó a incorporarse por completo. La biblia cayó al suelo, al igual que el viejo escapulario—. ¿Has oído hablar del paraíso? —El cura asintió varias veces y Reishack esbozó una media sonrisa—. Pues bien, el Paraíso no existe, lo mismo que el Infierno. —Tanto el padre como Italia se vieron arrojados a la confusión, pero Reishack alargó la sonrisa—. Y no existe un paraíso porque ustedes no están siendo juzgados. Nadie explicó algo como eso, no hay tal cosa como un cielo o un Infierno. Y por esa misma razón no hay por qué preocuparse. Su propio destino depende de ustedes mismos. La única misión que tienen es ser felices y hacer felices a otros.
Italia apretó los volantes verdes de su vestido de seda. Tanto, que un hilillo de sangre manó de sus puños. Rechinando los dientes, miraba a aquel ángel mientras desbordaba amor por un simple humano, cuando ella, momentos atrás, le había estado rogando por un poco de misericordia y piedad.
También estaba el hecho de aquella revelación fatalista que, por más que intentase, jamás lograría aceptar. No era posible que el Infierno no existiera; ella vivía en uno constantemente, cada noche, cada miserable hora de hambruna que la consumía desde adentro. Y el diablo, si el diablo, Satanás o lo que fuera no existía tampoco, entonces, ¿Dios era el creador de su miseria?
Silenció sus pensamientos por unos instantes para observar a Reishack, quien comenzaba a decir algo al oído del padre.
Ella tenía una percepción impresionante, pero a pesar de que podía escuchar lo que decía, no entendía ni una sola de las palabras que pronunciaba. En cambio, el cura parecía entenderle a la perfección; de la nada había comenzado a sonreír con una mirada emocionada en el rostro, alentado por las imperceptibles palabras de Reishack, como a una criatura a la cual le están contando un cuento fantástico.
El ángel extendió sus brazos al cielo, apuntando algo, y el cura siguió su trayectoria con la mirada, extasiado con las imágenes que se le venían a la cabeza, atrapado entre las dulces y cálidas palabras de ese joven, perdido bajo su melodiosa voz de ensueño.
Italia comenzaba a pensar que aquella estrategia se debía a su presencia... y más aún, lo constató cuando Reishack le dirigió aquella mirada burlona y esa sonrisa sarcástica mientras continuaba hablando en un idioma desconocido.
La vampira no lo aguantó más. Dio media vuelta y se retiró al portón de la iglesia a esperar al ángel. Se encontraba más que animada a perseguirlo como una alimaña, a pegarse a él igual que una sanguijuela, dispuesta a permanecer a su lado toda la eternidad si era necesario... quizás hasta podría aprender algo de él.
No.
Se revolvió entre las bancas exteriores. Él jamás le mostraría nada que le fuera de utilidad a ella. Cada mirada que le dirigía desde que la había visto, parecía estar cargada de odio, de rencor. Como si su sola presencia lo perturbara por razones que ella no podía comprender.
Se cruzó de brazos, exhalando un hondo suspiro de hastío. Se sentía rechazada, humillada e incluso traicionada. Había acudido a Reishack con la esperanza de que él le ayudara a detener su dolor, a llenar su vacío.
En esos momentos le entraron unas ganas terribles de buscar a Amaliel y a toda esa sarta de vampiros que le habían dicho que el príncipe sin vida ayudaba a los inmortales. No era verdad. Todo lo que ella había creído no era más que una mentira.
Quizás el cura que se encontraba adentro con el ángel se sentía igual que ella. Estaban pasando por lo mismo. Ambos habían sido engañados y ahora, al descubrir la verdad, ella no estaba segura de que, de volverlo a hacer, hubiese elegido desprenderse aquella venda de los ojos.
A veces era mejor no saber nada.
—¿Estás segura?—la voz de Reishack la estremeció—. Porque yo podría enseñarte muchas cosas. Ah, pero tal vez yo no sepa nada, después de todo, quizás llevas con vida mucho más tiempo que yo—rio el ángel al recordarle sus propias palabras.
Italia sintió que le invadía la cólera.
—¿Qué le decías al padre? ¿Y por qué no quisiste que yo escuchara? —le espetó—. ¡Te he seguido hasta aquí, he surcado más allá de las fronteras de mi hogar! ¡Te he alcanzado! ¡Me debes una satisfacción!
—¿De verdad crees que lo has hecho? No sé si eres ingenua o demasiado presuntuosa. ¿Cuántos años llevas como inmortal? ¿Diez, veinte años?
—¡Tengo 208 años con vida!—estalló Italia, apretando los puños— ¡¿Cuántos años tienes tú?!
Reishack dio unos cuantos pasos hacia la escalinata, observando mordazmente la luna en lo alto del cielo. No había ni una sola estrella, pero Reishack solo procuraba ver a su madre.
—¿Y bien?
—Treinta y tres —dijo con arrogancia.
La joven abrió los ojos, atónita, aferrándose al respaldo de la banca.
—¡Estás mintiendo!
—No, es verdad... tengo treinta y tres años de existencia.
—Pero... pero. ¿Y todo lo que haces, todas esas... facultades? —titubeó la joven.
Reishack suspiró hondo cerrando los ojos, pero aquella expresión no fue percatada por la joven.
—Yo soy especial, ya lo había dicho. Bien, ¿qué quieres? Ya no me apetece charlar contigo, me he aburrido.
—En primer lugar, yo no estoy aquí para tu entretenimiento y, además, tú sabes bien lo que quiero. ¡Mátame y ya!—exclamó con un tonillo quejumbroso y exasperado.
—No.
—¡¿Por qué no?!
—¡Por que no!
La joven sintió que estallaba de furia.
Se dirigió a él lo más rápido que pudo sin importarle atacarlo por la espalda, esta vez no iba a fallar. No le interesó si lo mataba y si después ya no había más posibilidad de morir; al menos se habría deshecho de aquella plaga asquerosa. Era un ángel perfecto y no lo merecía.
Extrajo los colmillos, ansiosa por penetrar en lo más profundo de su alma y desangrar cada recóndito lugar de su cuerpo angelical.
Sin embargo, Reishack desapareció de nuevo, solo que esta vez no huyó, sino que la sostuvo por el cuello, apretándola. Italia nunca había sentido un dolor tan agudo después de su nacimiento como vampiro y una vez convertida, siempre creyó que nada podría dañarla.
El ángel la levantó del suelo con una sola mano e Italia creyó que moriría, y no precisamente de la manera en la que deseaba la muerte; nada le aseguraba que aquel ángel tan extraño no tuviera el poder para enviarla al Infierno.
Temblorosa, colocó ambas manos en el brazo de Reishack, intentando retirarlo. Pero era inútil, él era demasiado poderoso como para que pudiera hacerle frente. Aunque se cercioraba de demostrar que en realidad no ocupaba ni la mitad de sus verdaderas fuerzas.
Entrecerrando un ojo y temblando de pies a cabeza, intentó darle un puntapié que no logró nada más que la mano de Reishack la sostuviera con más impulso.
Este sonrió.
—Por... favor...suéltame... —suplicó la vampira, sintiéndose humillada.
—Esto era lo que querías, ¿no es cierto? Te enviaré al Infierno.
Los ojos de la joven se abrieron de par en par. Había escuchado cientos de terroríficas historias acerca del averno al que eran enviados los seres como ella. Era atroz, insufrible. No podía caer en un lugar como ese.
Intentó sostenerse de los hombros esbeltos del muchacho que miró sus gestos con diversión mesurada y, con apenas un hilillo de fuerzas, logró adherirse a su playera negra.
—El Infierno... —vaciló—No... no existe.
En lugar de sentirse ofendido, Reishack esbozó una amplia sonrisa, admirado por la valentía de esa vampira. Nunca nadie había soportado aquella mirada tan letal que poseía, sin embargo, aquella mujer parecía darle lucha.
—Oh, sí. Vaya que sí existe. Estás dentro de él, ¿no es verdad? Tú misma lo dijiste; harta de soportar cada hora miserable de hambruna que te consume desde adentro. Pero seamos sinceros; tú solo estás aburrida. Aburrida de pasar tus noches asesinando mortales. Ellos pasan, se liberan. Y solo hasta que te has dado cuenta de que su sangre, en lugar de rescatarte te encadena en este mundo, es cuando has decidido pedirme ayuda.
Tras aquello, Reishack la soltó con brusquedad.
La joven permaneció arrodillada en el asfalto. Un par de lágrimas rojas mancharon su vestido, de por sí sucio y viejo. Se sentía exhausta, respiraba con dificultad masajeando su cuello.
—Este es tu infierno, el que te has forjado sola, y no saldrás nunca de él. Lo tienes merecido.
—Pero, tú eres cruel, eres desalmado. ¡Mereces un infierno peor que el mío! —le espetó llorosa.
El ángel se agachó con elegancia y la miró a los ojos. Italia sintió un vuelco en el corazón, que parecía querer salírsele del pecho. Aquellos ojos sin vida la exiliaban al pánico, haciéndola sentir como una niña asustada bajo el poder de un ser monstruoso.
—Yo soy el favorito de Dios —susurró, para desaparecer acto seguido.
Italia no encontró gracia en sus palabras. Se sintió completamente vacía, segura más que nunca de que permanecería encadenada a esa inmortalidad que le había sido entregada a la fuerza.
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