01.-Habitantes de las sombras

Camino a grandes zancadas y paso rápido mientras culebreo por entre la gente que circula por el Hereje ―el mercado negro de Gylden, la capital de toda Olimpea―.

Llevé las manos a los bolsillos y tanteé con las yemas de los dedos las pocas monedas con las que contaba en esos momentos, haciendo cálculos mentalmente y dándome cuenta de que tendría de ayunar los próximos días. Mi última misión había ido sorprendentemente mal; cuando estaba a punto de cumplir mi encargo el desdichado al que debía matar cayó inerte sobre su escritorio por alguna razón desconocida, y yo me había quedado sin recompensa alguna. Por un momento casi me arrepentí de haberme ido de la base del gremio, al menos ahí, aunque asquerosa, tenía un plato de comida asegurada.

Un mechón de mi melena cayó en mi rostro, lo aparté de un resoplido y decidí dejar las manos en los bolsillos ya que temía que, al ir tan perdido en mis pensamientos, algún ladronzuelo me dejará totalmente limpio. No pude evitar reír con sorna ante ese pensamiento. Anteriormente, hacía tantos años que casi parecía una ilusión, mi preocupación más grande era que mi madre me descubriese hurtando galletas de la cocina, y ahora guardaba tan celosamente esas pocas ―casi nulas― monedas que eran todo lo que poseía.

A pesar de ser bastante tarde, la gente iba y venía por doquier, ya que no importaba la hora que fuese, el mercado siempre estaba transitado.
El Hereje estaba camuflado de tal forma que a simple vista parecía un mercado normal, y lo era...de día.

Había frutas, carnes, telas y una variopinta gama de productos de todo tipo de calidad en la que podías encontrar cualquier cosa que buscases y ,a causa de esto, tanto nobles como plebeyos frecuentaban el colorido mercado. Pero, al caer la noche, este se llenaba de todo tipo de cosas ilegales y chácharas mágicas. Sabiendo dónde ― y cómo― buscar podías encontrar desde ácido de los bestiales leviatanes hasta cuernos de unicornio y crías de vanara.

Llevaba dieciocho años viviendo en Galea, subsistiendo con la profesión de ser un mercenario, pero no importaba el tiempo que transcurriera: jamás podía controlar el asco que me producía el pasar por la zona de criaturas del mercado. Mi expresión distante se distorsionó en una de repulsión al pasar por enfrente de los puestos que comerciaban con seres, lancé una mirada de infinita repugnancia a los frascos con sangre de trol, y muchos ojos desesperados me devolvieron la mirada desde las jaulas, rogando el que quizás yo pudiese ser su salvación. Apreté los puños con fuerza, apartando la vista con dolor e impotencia, como si evitando mirar todo ese sufrimiento pudiese desaparecer mágicamente.

No pude evitar sentirme como un maldito hipócrita. Si alguien estaba lejos de ser la persona más pura y recta del imperio, ese era yo sin duda. Había un abismo descomunal entre lo que era ser alguien "bueno" y mi persona. A pesar de eso, no podía evitar detestar a todo aquel que se aprovechara de los débiles, y esa era una de las principales razones por las que detestaba con todas mis fuerzas a la reina ―lo cual sonaba ridículo viniendo de mí: un asesino... un mercenario que mataba por dinero―.

"Emperatriz" ―me corrigue mi traicionera mente, no sin un deje de sentimientos mezclados entre los que logro identificar el odio, burla, cierta melancolía y muy, muy en el fondo y demasiado vano que casi, casi pasaba desapercibido; admiración―.

Niego rápidamente, tratando de sacudir semejante mierda de mi mente. No. Nada de eso. Por supuesto que no. Era imposible que pudiera sentir admiración hacía el tipo de persona que era la reina.

― "Emperatriz" ―volvió a corregir mi mente de manera involuntaria, jugándome una muy mala, aunque verdadera, pasada.

La emperatriz sí había sido reina en un inicio y, tan solo a la edad de veintidós años, había logrado crear una guerra que no se había visto desde la época en la que su padre, Gorka "El tirano" unificó, o mejor dicho: sometió a todo el continente de Algia para formar el imperio de Olimpea.

Después de la "Rebelión del sol" el organizador de esta, el duque Enzo, subió al trono después de la muerte de Gorka y los príncipes creyendo que toda la dinastía Galea había sido aniquilada. Algunos reinos habían optado por tener independencia y se separaron del imperio Olimpea, provocando que Galea volviese a ser un reino. Toda la independencia se fue por el caño cuando Eleanor se hizo del poder e inició una nueva y sangrienta guerra que superó a la provocada por Gorka, su progenitor, y obligó a los reinos independizados a unirse nuevamente al imperio.

Yo no había luchado en el campo de batalla, pero había sufriendo en carne propia las consecuencias de la guerra, la cual había sido tan brutal que el tiempo en que la entonces reina había vuelto a unificar el imperio había sido el triple de rápido que el de Gorka, y todo el año siguiente a la conclusión de la guerra había sido de grandes masacres masivas y sangrientas torturas y ejecuciones públicas.

La emperatriz había estado cuatro años en el poder y el último año había sido de relativa paz y calma. Pero la gente vivía con el temor de que nuestra demente gobernante diera comienzo nuevamente a sus derramamientos de sangre. Nuestra desquiciada líder no solo tenía varios y perturbadores títulos como "emperatriz sanguinaria", "dama oscura" y "reina de espinas", sino que también había un montón de rumores sobre su persona.

Se decía que estaba loca.

Que tenía pactos con los dioses más infames.

Que en el campo de batalla había sido la más imparable máquina de matar.

Que no era humana.

Rumores.

― "Tiene un dragón que la sigue a todas partes" ―susurraban aquellos que habían entrado al palacio y logrado salir con vida―.

Rumores.

― "Tiene la mala costumbre de comerse los ojos de sus víctimas".

De todo tipo, solo rumores.

― "Es amiga de los faes".

― "Una sirvienta derramó té sobre ella y ese pequeño error la mandó a la horca".

Pero, ¿cuáles son ciertos?

. . .

De no haber recorrido esas calles cientos de veces desde hacía mucho tiempo, desde que era prácticamente un chiquillo, me hubiese perdido. Al ir tan sumido en mis pensamientos dí un par de vueltas mal, pero volví a retomar el camino correcto apenas fuí consciente de mi inminente error, aunque estaba medianamente justificado: no cualquiera podía memorizar a la perfección las calles sinuosas de los barrios bajos de Gylden.

Levanto la vista al cielo y las estrellas me dan un saludo titilante, ya estaba oscuro.

Cuando había entrado al Hereje el sol apenas y comenzaba a caer y el cielo se empezaba a teñir de un bello y romántico tono naranja-rojizo que ahora estaba siendo reemplazado rápidamente por un azul que se oscurecía a cada momento, y que al hacerlo hacía aún más notorios los astros que adornaban el cielo. Vaya, se me estaba haciendo realmente tarde. No podría evitar que Rass me volviera a reñir por la demora. Siempre me he considerado como una persona sumamente responsable, pero los últimos días me sentía perdido. Había algo en las estrellas que me hacía sentir intranquilo, como si trataran de advertirme que algo malo se avecinaba... y que no podría hacer nada para evitarlo.

Doy varios giros por ahí y unos cuantos culebreos por allá para asegurarme de perder a un posible persecutor si es que acaso estaba siendo seguido y por mi estado meditabundo no había sido consciente de ello. Quizás esta podía parecer una medida exagerada ya que nadie en su sano juicio querría perseguir a un hombre de aspecto amenazante y evidentemente pobre, pero si algo había aprendido en todos estos años como mercenario era que un descuido podía costar la vida, y debía ser aún más cuidadoso en esta ocasión porque no solo mi vida estaba en juego, sino que también la libertad de todo un continente se encontraba en la mesa de apuestas.

El Hereje se ha quedado bastante atrás, junto a la muchedumbre, dejando solo el cochambre característico de los barrios bajos. La noche ha caído ya, permitiendo que las ratas y marginados sociales salgan de sus madrigueras para hacer de las suyas.

Mi cuerpo se mueve rápidamente por inercia, atrapando en el aire una mano raquítica que trataba de colarse en mis bolsillos, mi mano libre se mueve automáticamente, posando una de mis dagas sobre el cuello del ladronzuelo.

Una mirada atemorizada y un sollozo es la respuesta a mi amenaza.

― Po... por favor se-señor. Ju...juro que no lo volveré a hacer ―suplica el niño, temblando de temor entre mis manos― ¡Por favor... no me mate!

Lentamente apartó la daga del cuello del chiquillo y este inhala con profundidad, con la tez pálida y el cuerpo aún temblando de miedo. El crío no debe de tener más de ocho años, pero su cuerpo es tan pequeño y esquelético que aparenta unos seis. Su cabello cae grasoso sobre su frente, tapando sus ojos, y su ropa harapienta está llena de remiendos.

Guardo la daga en una de las fundas entre mis muslos, y el chiquillo sigue cada uno de mis movimientos con el temor hirviendo en sus ojos. Llevo una de mis manos a mis bolsillos y pongo un par de monedas de plata sobre la mano esquelética del niño, el cual me mira con una mezcla de incredulidad, asombro y alegría.

― Ahora vete. ―Le hablo con frialdad ―. Que la próxima vez no seré tan indulgente.

El niño me sonríe con regocijo, dejando ver dos huecos causados por la caída de los dientes de leche, me pilla de improviso que tome la mano con la que le acabo de dar las monedas para depositar un beso en ella. El niño susurra un agradecimiento y echa a correr a toda prisa por entre dos calles oscuras y sinuosas.

Cuido al infante hasta que desaparece de mi vista y no puedo evitar tocar con calidez el dorso de mi mano, deseando no ser tan impotente como lo soy. Algún día lograré ayudar a todos estos desdichados olvidados de la gracia de dios.

Continuo mi camino hasta finalmente llegar a mi destino. Doy par de miradas hacía los lados antes de acercarme a una casucha de aspecto abandonado y andrajoso. Alargo el brazo hacía la vieja puerta de madera desgastada y toco.

Dos golpes cortos, uno largo.

Tres cortos y dos largos.

Después de un momento de suspenso, la puerta se entreabre ligeramente.

― De las sombras...― pronunció una ronca voz de la cual no se alcanza a distinguir el dueño a causa de lo poco que se dejaba ver por la abertura―.

― Somos los habitantes ―completo con seguridad. Un segundo después, la puerta se abre completamente, permitiéndome el paso―.

― Vaya, Leifr ―habló el dueño de la voz áspera, por fin saliendo de las tinieblas―. Pensábamos que te habían dado caza los perros de la reina.

No contesto y con una risa socarrona me interno en la estancia.

Apenas cruzo el umbral la puerta se cierra de golpe a mi espalda, dejándonos sumidos nuevamente en la oscuridad.

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