00.-La huida
16 años atrás
La escalera parecía alargarse interminablemente.
Llevaban ya un buen tiempo descendiendo pero, si dirigías tu mirada hacia abajo, una horripilante negrura te saludaba y los escalones de húmeda y mohosa piedra continuaban hasta desaparecer en una oscuridad absoluta, la cual ―seguramente― guardaba en ella aún más escalones.
Los pasos de sir Lorcan apenas y hacían el menor ruido, lo cual era bastante impresionante si contabas con su gran físico y la pesada armadura que portaba. Quizás el sigilo era algo que había aprendido durante su larga vida como caballero.
Se notaba que el hombre estaba tenso, como capitán de la guardia ―y gran duque― su lugar se encontraba ahí arriba. El haber dejado atrás a sus hombres y señor le hacía sentir como un cobarde. No, no solo un cobarde, sino también como la peor escoria existente.
En cada batalla él y el marqués de Vergekyrell habían estado en el frente, luchando junto a su rey. Ninguno de los tres era del tipo de solo planear la estrategia y esperar desde la tranquilidad del palacio el veredicto final que se hubiera obtenido en la contienda.
Siempre habían sido los primeros de las filas en cada una de las largas y sangrientas batallas de la guerra con la que nació Olimpea. Si debían de morir, su sangre se derramaría y correría hasta mezclarse con la de esos hombres que les habían seguido: poco importaba si su ascendencia era noble o bastarda, en el campo de batalla la sangre corría sin importar la posición social.
En la guerra todos eran iguales, y ellos estaban dispuestos a morir peleando hombro con hombro junto a todos aquellos valientes que habían dejado atrás a su familia, tierras y, sobre todo, sueños. Todo esto por ir en busca de una nueva y más grande ilusión: la esperanza de un mundo diferente.
Nunca antes había evadido una disputa, por lo que en esos precisos momentos no se sentía mejor que las ratas que correteaban por las paredes de piedra fría, huyendo para salvar el pellejo.
Se sentía tan impotente... Tan miserable y sumamente cobarde. Sus molares se empujaron con fuerza unos contra los otros, tratando de ahogar el grito de frustración que intentaba contener. Se sentía como un vil traidor. De no ser por la misión que se le había encomendado, hubiese blandido su espada junto a su amigo hasta el final... lo habría hecho si el futuro del imperio no estuviera en sus manos... literalmente.
Aún se mantenía en alerta ―este parecía ser ya su estado natural― pero la adrenalina que lo había invadido al momento del ataque empezaba a menguar con rapidez, siendo suplantada por una gran pesadumbre y miedo.
Tenía miedo, un miedo que no sentía desde que su padre, el antiguo duque de Eamon, le había mandado al campo de batalla con la esperanza de que fuese solo un número más en la lista de defunciones.
Tenía tanto miedo, demasiado que proteger y mucho que perder. Tenía tanto miedo de ver nuevamente cómo todo lo que amaba se desvanecía frente a sus ojos, incapaz de proteger a los que amaba.
Tenía tanto miedo como cuando era un niño perdido en mares de sangre. La única diferencia es que ahora estaba solo: sus amigos no estaban ahí para nadar juntos hasta la orilla.
Mientras la adrenalina se iba, la melancolía hacía acto de presencia. Gorka, su amigo y emperador, le había encargado mantener a salvo al pequeño sol y a la pequeña luna del imperio hasta que él pudiese reunirse con ellos una vez se hubiera encargado de los traidores... pero sir Lorcan sabía que ese reencuentro no sucedería: Gorka jamás huiría.
Conocía demasiado bien a su amigo para reconocer la verdad tras su mirada: era la última vez que se verían... al menos con vida.
El gran sol del imperio preferiría morir antes que huir ―y también elegiría acabar con su propia vida antes que ser humillado por el enemigo―. Lorcan soltó un hondo suspiro, concentrándose en avanzar lo más rápidamente posible. Ignoró el sentimiento que agobiaba su pecho y, con instinto protector, atrajo aún más a su cuerpo el pequeño y tembloroso ser que sostenía en su mano izquierda y siguió descendiendo rápidamente. Con el peso de la espada y su chocar contra su muslo, se fundió en la oscuridad.
. . .
A Eleanor jamás le había disgustado la oscuridad pero, desde esa profundidad, sentía como si las sombras correteasen a su alrededor tratando de alcanzarla. No era indiferente al temblor que recorría todo su cuerpo, pero se veía incapaz de controlarlo.
Apenas y era consciente de lo que acababa de pasar en un lapso de tiempo tan diminuto. Deseaba que todo no fuese más que una invención de su mente, suplicaba que todo fuese solo una alucinación amarga de la que su papá vendría a salvarla.
Comenzó a fantasear con la idea de que todo se trataba de una mera pesadilla: allá arriba todos estarían sumergidos en un profundo sueño, y el hondo silencio solo sería interrumpido por los pasos tranquilos y firmes de los guardias al cambiar de turno. Ella estaba teniendo un mal sueño, pero pronto pasaría y seguiría durmiendo plácidamente sobre el tórax de su padre para hacerle compañía en el terrible insomnio que agobiaba al monarca y lo obligaba a pasar largas noches en vela.
Gorka, su padre, tomaría licor barato en un sencillo y mal cortado vaso de cristal ― un recordatorio de sus días de batalla― para intentar ahogar los recuerdos y pena que le imposibilitaban dormir más que unas cuantas horas al día y, antes de la llegada del alba, el emperador bajaría a Eleanor de su pecho con cuidado de no despertarla y la dejaría al lado de Julen, su primogénito. Se iría a entrenar y volvería para sentarse al borde de la cama a velar el sueño de sus hijos y los tres juntos admirarían el regreso del sol.
Pero ese día la luna había hecho de las suyas...el amanecer no había llegado.
Eleanor miró sobre el hombro de sir Lorcan, que la llevaba en brazos, y la realidad la golpeó: eso no era un sueño. Despertó de su ensoñación como si agua helada le hubiese caído encima.
Mordió tan fuerte su labio inferior que un fino hilillo de sangre comenzó a surcar por su barbilla. Con sus pequeñas manos se aferró con desesperación a la costosa tela azul de la capa de su padrino, como si eso la ayudará a anclarse a la cordura.
Un par de metros por detrás de ellos una mujer bajita y rechoncha jadeaba con esfuerzo tratando de mantenerles el paso. La anciana llevaba prendas de dormir y sujetaba una antorcha con fuerza, con la otra mano jalaba a un infante unos pocos años mayor que Eleanor: tres, para ser exactos.
Los zapatos del pequeño derraparon en los escalones de la fría y enmohecida piedra de las catacumbas, llevándolo a irse de cara y pelarse las rodillas en la caída. No tuvo tiempo de pensar en el dolor que le había provocado el golpe ya que el miedo y el hecho de que estaba siendo arrastrado por la niñera se lo impedían.
Los blancos cabellos del crío caían sobre su frente, chorreantes de sudor por su apresurada huida y el temor que le invadía. A pesar de que los cabellos de la joven Eleanor eran negros ambos niños compartían una piel tan blanca que no sería una metáfora compararla con la pureza de la porcelana. Pero la blancura de su piel no era su única similitud: en los brillantes y plateados ojos de ambos el miedo e incertidumbre gobernaban, y sus bellos rostros hacían esfuerzos por no ponerse a llorar.
― Ju...Jullie ―un tierno, y casi inaudible, susurro brotó de los labios de Eleanor e hizo al niño levantar la cabeza, el temor encontrado en sus ojos le confirmó a que todo era real.
No, no estaba teniendo una pesadilla.
No, su padre no los despertaría y sostendría en brazos.
No, no se tomarían de las manos hasta que volvieran a dormir.
Sí, arriba suyo el palacio ardía.
Eleanor extendió su mano hacía él y el príncipe Julen se soltó del agarre de la niñera y apresuró el paso para corresponderle. Era prácticamente imposible que un niño de nueve años alcanzara a Sir Lorcan, a pesar de eso se irguió en toda su altura hasta que sus pálidos dedos rozaron los de su pequeña hermana. Su garganta estaba seca, su cuerpo temblaba y sentía un que la vida se le iba del cuerpo. A pesar de su tierna edad Julen no podía ignorar todo lo que estaba pasando: su hogar ardía, había perdido a su madre cuando era muy pequeño y ahora iba a perder a su padre, tenía que cuidar de su hermanita y no sabía si tendría la fuerza suficiente para mantenerla a salvo. A pesar de eso, él le susurró:
― No tengas miedo, Ellie. Yo estoy aquí, yo te protegeré.
. . .
El tiempo se volvió un concepto irreal: parecía extenderse sin final y, al mismo tiempo, era como si todo sucediera en una apresurada lentitud y los únicos sonidos audibles eran el corretear de las ratas y el jadear de la vieja y rechoncha niñera.
Parecía que había pasado una eternidad, pero lograron llegar al final de la escalera. Fue cuando el silencio absoluto los invadió.
Eleanor se tensó en los brazos de sir Lorcan, sabedora de que algo no andaba bien. El gran duque desenvainó con premura su espada atrayendo más hacía sí el cuerpo intranquilo de la pequeña.
Era un silencio que él conocía a la perfección.
Era el silencio mortal que un depredador concede a sus presas antes de caer sobre ellas.
No se equivocó. Antes de poder desenvainar su espada ya se encontraban rodeados.
El principito se liberó del agarre de la nana, desesperado por llegar a donde estaba su hermana menor, pero jamás llegó a estar cerca de ella, y tampoco pudo cumplir su promesa de mantenerla a salvo.
. . .
Días antes del festival de la cosecha, durante una tormentosa noche de otoño, los rebeldes lograron colarse en el palacio de Olimpea.
Ese día, durante la rebelión del sol, el tirano Gorka y el príncipe Julen perdieron la vida.
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