Prólogo

La primavera acababa de llegar a Gales. Las flores habían empezado a florecer hacia pocos días, con inexperta timidez, como si no supieran bien como ni cuando mostrar al mundo la belleza que albergaba el interior de sus pétalos. Los pájaros cantaban formando coros que parecían contar las maravillas sobre los lugares que había visitado durante el frío invierno.

El sol brillaba alto en el firmamento e invitaba a tirarse sobre la hierba y dejarse mimar por sus cálidos rayos. Y eso era, desde luego, lo que estaría haciendo el señor Jones si no tuviera que ir al trabajo.

Jared Jones era un hombre alto y delgaducho de unos veinticinco años. A menudo, pensaban que era mucho mayor de lo que era ya que su gesto serio y rasgos marcados le conferían unos años de más. Tenía el pelo rubio muy claro, que contrastaba vivamente con los impactantes ojos negros que adornaban su rostro. Eran serios y tranquilos y nada parecía perturbar su superficie oscura. Cuando se clavaban en alguien, parecían capaces de descubrir los secretos más profundos de su alma.

A pesar de la seriedad y frialdad que podía llegar a transmitir, era sumamente cálido y tranquilo, muy dado a bromear de vez en cuando. Aunque la gente no solía molestarse en conocer mucho aquella faceta suya ya que solían tacharlo como alguien frívolo.

Vivía en un barrio relativamente nuevo, lo bastante cerca del centro como para llegar en coche en pocos minutos pero no lo suficiente como para que el ruido de la cuidad resultase molesto. La mayoría de personas que allí vivían eran familias con un par de niños, aunque había un buen número de ancianos que disfrutaban de compartir sus dulces caseros con el resto del vecindario.

Las aceras estaban bordeadas de preciosas casa blancas y azules de estilo victoriano, con hermosos y cuidados jardines, algunos de ellos con columpios para los niños; otros contaban con macetas con preciosas flores de todos los tamaños y colores que llenaban el aire con sus olores dulzones. Todos ellos contaban con un buzón rojo donde el cartero solía echar las cartas.

Aquella mañana, se había levantado más temprano que de costumbre ya que su jefa, Jane Garber, le había pedido que le echase una mano con unos documentos que necesitaba tener revisados para mañana.

Aquella mañana, tras despedirse de su mujer con un beso y hacerle una carantoña a su hija, se subió al coche, que estaba aparcado enfrente de su casa, mientras se comía de un bocado el pedazo de tostada que le quedaba.

El señor Jones trabajaba en una editorial bastante reconocida en Reino Unido. Aquellos que no podían apreciar la belleza de las letras y las historias que contaban, a menudo tachaban su trabajo de aburrido y monótono.

Él adoraba pasarse las tardes leyendo historias en su despacho, con la única compañía de una taza de café y el libro que estaba leyendo para dar su visto bueno. Su vocación por su trabajo le hacia querer leerse tantos libros como podía para comunicar a su escritor que le había parecido y si estaban dispuestos o no a publicárselo. Le encantaba escuchar las voces emocionadas de los autores cuando hacia una crítica sobre algo que le había gustado mucho de su libro, aunque la editorial se hubiera negado a publicarlo. Él les animaba a seguir intentándolo. Quizás por eso era un trabajador tan querido por la empresa: gracias a sus ánimos y consejos a los escritores, estos animaban a otros a intentar sacar sus libros adelante con ellos lo cual beneficiaba mucho a la empresa.

Los días que aquella actividad le resultaba pesada y aburrida, su mujer se encargaban de entretenerlo al llegar a casa haciéndole probar algún pastel casero que había horneado a lo largo del día u obligándolo a participar en alguna manualidad que pondría en peligro su integridad física. O le contaba que su niña, que apenas tenía ocho meses, se había subido a la encimera haciendo que a su madre se le parase el corazón. O que se había pasado las últimas horas de la tarde esperándolo sentada en frente de la puerta.

Ese era su momento favorito del día: llegar a casa y que su hija lo recibiera riendo de alegría, dejando ver un pequeño diente que ya le estaba creciendo; con los ojos grandes y llenos de luz que había heredado de su madre.

Él sabía que aquellos ojos reflejaba lo brillante que era la luminosidad de su alma y por mucho que había buscado solo había encontrado otro par de ojos como los suyos. Él sabía que aquella luz transmitía algo maravilloso que albergaban sus almas e intentaban esconder. Sólo que aquello era incapaz de quedarse dentro de sus ojos. Y su desconcierto sólo iba en aumento cuando el resaltaba esa cualidad y la gente lo miraba como si estuviera un poco loco.

Condujo tranquilamente al trabajo, tarareando la melodía que ponían en la radio de buen humor. Desembocó en un calle mucho más ancha que la anterior, donde le recibió una multitud de coches y conductores que se pitaban los unos a los otros. Parecían llevar ahí mucho tiempo ya que el conductor de delante del señor Jones se bajó del coche muy indignado y con la cara roja a causa del enfado para chillarse con el conductor de adelante.

Puso los ojos en blanco. ¿Qué culpa tendría el de otro de que no se movieran?

Tras media hora, había empezado a impacientarse, puesto que en el tiempo que llevaba ahí  se había movido menos de un metro.

Además el ruido le embotellaba la cabeza, haciéndole perder los nervios por minuto.

Cuando pensó que iba a asesinar al conductor de atrás si continuaba pitándole, su teléfono empezó a sonar ruidosamente.

Descolgó la llamada rápidamente para acallar el ruido extra que generaba su estridente tono de llama y puso el altavoz mientras golpeaba el volante con los dedos, nervioso.

—¿Qué tal, Jed? Vienes ya de camino, ¿no? —le preguntó la voz dulce de su jefa.

—Sí. Pero todavía me queda un rato largo.

—¿Sí? ¿Y eso?

—Hay un atasco de mínimo tres calles. Llevo aquí casi cuarenta y cinco minutos y esto no avanza.

—Vaya putada, hoy estamos hasta arriba —murmuró ella y Jared pudo verla morderse las uñas de nerviosismo. Eso lo hizo sonreír un poco.

—Sí, bueno. Mándame lo que tengas para mañana porque a este paso me da tiempo a terminármelo antes de llegar a la oficina.

—No me digas eso, Jared. Porque es que no damos abasto. Son las nueve de la mañana y tenemos aquí a sesenta personas que han venido a dejar los manuscritos y otras cuarenta que vienen a recogerlos suyos. Ah, y que no se me olviden los que han venido para acordar los términos del contrato —soltó ella, rápidamente—. Un momento, Jed —Jane se separó unos centímetros del teléfono—. Señora ya le he dicho que no podemos publicárselo para antes de septiembre. ¡La lista de espera que tenemos es de ciento cuarenta y cinco personas antes de usted! -chilló con histeria. La mujer le gritó algo que Jared no pudo entender pero que hizo que Jane resoplara como un burro. Él soltó una risotada.

—Voy a intentar llegar lo antes posible, Jenny. En media hora estoy allí como mucho.

—¿DE VERDAD? —chilló ella, a punto de ponerse a llorar de la alegría—. Muchísimas gracias, Jared eres un cielo. Recuérdame que te suba el sueldo para los próximos treinta años.

—De nada —respondió él, divertido—. Ahora nos vemos —se despidió, cortando la llamada.

Jared fijo la vista al frente, con un suspiro. La fila de coches se extendía hasta donde alcanzaba la vista y le dio la sensación de que lo hacía hasta el infinito.

Encendió el intermitente y retrocedió, ganándose un pitido que le partió el tímpano en dos.

—¿Me puede explicar que está haciendo? —le gritó la conductora de atrás, una mujer regordeta y con aspecto de gato con la cara roja de la histeria—. ¡Llevo aquí una hora!

Él la miró, lanzándole una mirada que hubiera helado el infierno para seguidamente ignorar su pregunta.

—¿ME ESTÁS…? —vociferó

—Perdone, caballero —llamó él tranquilamente al conductor de adelante. Él lo miró como si le fuera a sacar la cabeza por interrumpir su paz mental, cosa que no podía entender ya que el los pitidos de los coches lo estaban volviendo loco—. ¿Le importaría dejarme pasar? Quiero coger esa calle —le pidió, señalando una callejuela vacía que conectaba con la grande en la que se había producido el atasco.

—¿No querrá colarse, verdad? —inquirió, entrecerrando los ojos.

—No. Se lo prometo —añadió, al ver que no parecía muy convencido.

El hombre retrocedió para dejarle sitio, refunfuñando. En espacio era tan pequeño que Jared tuvo que poner en práctica toda su concentración y autocontrol ya que los demás conductores los estaban bombardeando a base de pitidos ya que pensaban que se iba a colar.

Tras mucho esfuerzo y paciencia consiguió salir de allí.

Respiró profundamente, cuando se internó en la calle y el silencio le llenó los oídos.

Era un callejón pequeño y estrecho, con numerosas casas con jardines cuidados junto a la puerta principal. El olor dulzón de las flores le inundó la nariz, calmando en parte su angustia.

Si se concentraba mucho, podría escuchar los murmullos procedentes de las casas y aquello lo alivio profundamente.

Odiaba los ruidos. No le permitían concentrase. Le aplastaba la mente y el pecho, haciéndole sentir como si estuviera en una jaula. Cuando estuvo más tranquilo, buscó un sitio donde aparcar el coche.

Hecho esto, se apresuró a coger su chaqueta y su bolsa y echó a correr hacia el trabajo, suplicando que Jane y Roger no hubieran matado a nadie en su ausencia. Aquellos dos no llevaban muy bien eso de tener paciencia y tratar con gente que tenía todavía menos que ellos.

Corrió como un loco durante veinte minutos tan rápido que la gente y los edificios solo eran manchas borrosas que pasaban por su lado como si fueran insectos volando.

Finalmente desembocó en una calle grande por la que circulaban decenas de personas que se encaminaban a sus trabajos.

Vio a un hombre de negocios que corría con ansia hasta un enorme edificio que había a un par de metros de él y una mujer con un delantal que entraba en un restaurante y en menos de dos minutos salía para empezar a tomar nota a los clientes.

La acera estaba decorada de montones de restaurantes en los que la gente desayunaba, unos con más prisas que otros. Él no pudo evitar mirar con cierta envidia a un anciano que se tomaba el café con calma, como si aquella fuera un momento del que disponía de todo el tiempo del mundo.

Como él había otros que parecían vivir a un ritmo distinto al de los demás, como si ellos no estuvieran influenciados por la velocidad a la que se mueve el mundo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando vio a un mujer de brillante pelo rojo salir de un bonito pero pequeño edificio color crema decorado con filigranas doradas y enormes ventanas de cristal.

Con un suspiro se encaminó hacia ella mientras se colocaba el pelo rubio, el cual se había desordenado en su carrera hacia el trabajo.

—¿Qué tal, Jed? —le preguntó, ella dándole una calada a un cigarro.

Enarcó una ceja al ver que se intentaba ordenar el pelo, ansioso. Odiaba llevarlo mal peinado.

—Muy mal. Vaya mañana de mierda.

—Ni que lo digas. Deberíamos cambiar el eslogan de la empresa. Qué te parece: “expertos en empezar el día como una mierda”.

—Sería una buena estrategia para atraer público. Creo que hoy mucha gente se siente como nosotros —comentó, señalando con la cabeza a una mujer que chillaba a su teléfono. Jane soltó una risa divertida.

—¿Y Roger? ¿Lo has dejado ahí dentro solo con el nuevo? —le preguntó Jared, juzgándola con la mirada. La entrada estaba tan atestada de gente que parecía a punto de explotar si entraba alguien más y en el último minuto entraron cuatro personas más.

Jane se encogió de hombros, dándole una calada al cigarro.

—Cuando le he pedido que atendiera a mis clientes un momento me ha mandado a la mierda —explicó ella, poniéndole los ojos en blanco.

—Inaceptable —comentó él, cruzándose de brazos.

—Exacto. Bueno, vamos ahí dentro. Puedo notar los instintos asesinos de Roger traspasando la paredes —dijo ella, reprimiendo un escalofrío burlón, mientras tiraba la colilla del cigarro.

Jared la siguió, tras recolocarse por última vez un mechón rebelde.

Las puertas automáticas se abrieron y el calor y olor concentrado por la cantidad de gente que había ahí adentro les golpeó en la cara con la fuerza con la que un huracán tiraría una casa.

Los maltratados oídos del señor Jones fueron expuestos otra vez a decenas de voces estridentes que chillaban las unas encimas de las otras colándose directamente al interior de su cerebro.

—¡SEÑORITA! —gritó una voz grave por encima de las demás—. ¿Podría apartar…? ¡YA LE HE DICHO QUE ME DA IGUAL QUIEN SEA SU PADRE! Por mi…

—¡Mi padre podría hacer que perdiera su empleo si no me atiende ahora mismo! —le replicó una muchacha joven, pasándole unos manuscritos por la cara a un hombre alto y fornido, con unos brazos tatuados que parecían tener la fuerza suficiente como para matar a una orca.

—¡Y A MÍ QUE! ¡COMO SI ES DIOS! VAYASE AL FINAL DE LA FILA POR TOCARME LA MORAL —le ordenó Roger, señalándole el final de la cola con su enorme mano.

—Tan delicado como siempre —sonrió Jared, acercándose a él. El rostro enojado y barbudo del hombre cambió por completo cuando distinguió a Jared junto a él.

—¡Jed! —sonrió él, dándole una palmada en el hombro que casi lo empotra contra el mostrador—. No voy a preguntarte cómo estás. Algo en tu expresión me dice que tienes las mismas ganas de estar aquí que una oveja en un reunión de lobos.

Jared le sonrió un poco, mientras se remangaba las manos para empezar a atender a una señora que le preguntaba cuando le darían fecha de publicación.

—Señora si todavía no la hemos avisado es que probablemente no…

—¡Pero es que llevo milenios esperando! —le gritó, lanzando perdigones se saliva que le impactaron directamente en la cara.

Jared cerró los ojos, pidiendo paciencia, mientras se secaba la cara con el dorso del brazo.

—¿Cuándo le dijimos que íbamos a publicarlo?

—¡Hace dos semanas! ¡Eso es demasiado!

Jared se contuvo a poner los ojos en blanco. Forzó una sonrisa.

—Señora, no sé si está siendo consciente de lo que le voy a decir pero…últimamente estamos hasta arriba de trabajo.

—¡Pero…!

—Y hay gente que va antes que usted —continuó él, ignorándola. Ella le disparó una mirada furiosa—. Además, piénselo mejor. ¿Prefiere que la publicación de su libro tarde un par de semanas más o que mi jefa, la mujer de allí que parece a punto de sacarle la cabeza a alguien, decida que no quiere publicar su libro porque no está haciendo perder el tiempo? La elección correcta es evidente.

La mujer miró a Jane, que tenía la cara igual de roja que su pelo y la vena de la frente a punto de explotar, y decidió que lo mejor era irse de allí antes de que saliese herida.

Las siguientes tres horas fueron un infierno.

La gente se colaba y chillaba la una a la otra, deseando poder aclarar sus dudas para irse de allí.

Jared tenía la cabeza a punto de explotar, puesto que era incapaz de concentrase en la voz de su cliente, ya que había veinte más que se colaban por sus oídos distorsionando la voz del hombre, haciéndole repetir una y mil veces para que había venido. Se apoyaba en la mesa como si el caballero que tuviera adelante le estuviera consumiendo toda la energía vital.

A su derecha, Roger parecía a punto de estrellarse la cabeza con la mesa ya que tenían tres ancianas preguntándole a grito pelado cual era el mejor color para su portada entre azul eléctrico y azul marino.

Will, un chaval de apenas veinte años que había empezado a trabajar con ellos hacia un mes, se limpiaba el sudor de la frente con la manga de su arrugada camisa pues tres hombres en traje no paraban de bombardearle a órdenes para que lo atendieran antes.

Jane, perdida ya la paciencia, le gritaba a un hombre que bien podría haberla matado de un golpe, que no le importaba que la denunciará por delitos de odio tras haberle soltado una sarta de insultos que hicieron que a Roger se le bajara la presión sanguínea.

_No aguanto más —gimoteó Will, tirándose en el mostrador, ignorando a los hombres que estaba atendiendo.

—Yo tampoco —murmuró Jared, masajeándose la frente—. ¿Me puede recordar alguien porque no hacemos esto online?

—Porque si alguno de nosotros está en contacto con un ordenador probablemente explote el edificio —le recordó Jane, con un vaso de agua para cada uno. Jared la aceptó, agradecido.

De repente, su jefa profirió un chillido. El señor Jones la miró, preocupado, mientras que Roger la observaba como si le hubiera salido una tercera cabeza.

Jane se giró hacia Will con lentitud como si él fuese el milagro que habían estado esperando.

Él la miraba, con los ojos fuera de órbita. El silencio envolvía la habitación, a la espera de que Jane reaccionase.

—Tú…¡tú eres joven! —reveló ella, tras unos momentos en los que su mente había trabajado a toda velocidad.

Will, que había pensado que lo iba a despedir, le dirigió una mirada confundida.

—Bueno, tampoco es que usted sea tan mayor…

—Pero tú sí sabes usar un ordenador —murmuró Jane, casi con adoración.

—Claro que sé. Pero no entiendo…

—¡Perfecto! —chilló ella, apunto de llorar de la emoción. Los señaló a los tres con un dedo mandón—. Roger, Jared, Will, haced tres filas y recoged los datos de todas estas personas: nombre completo y correo electrónico. Desde mañana tendremos un coordinador online —anunció, señalando a Will, que había enrojecido.

—¿Y tú qué vas a hacer? —quiso saber Will, mirándola hacerse hueco entre la gente que la miraba mal y la retenía para preguntarle a donde iba con intención de dirigirse a la entrada.

—Yo me voy a fumar un cigarro.

Los tres vieron salir a Jane, estupefactos.

—Nos ha abandonado otra vez. Deberían despedirla —refunfuñó Roger.

—La empresa es suya —le recordó Jared, saliendo tras el mostrador. El hombre profirió un gruñido molesto.

Entre los tres consiguieron ordenar a la multitud en tres filas ordenadas, aunque no fueron capaces de hacer que dejaran de chillarse unos a otros.

Tras ir a por varios montones de folios, empezaron a pedir datos de la gente mientras les garantizaban que les escribirían un correo electrónico en la próxima semana con la mejor cara que podían.

A pesar de que los tres formaban un equipo impecable, tardaron dos horas en terminar de recopilar datos.

Cuando todo se quedó en silencio y este le llenó los oídos, Jared pensó que aquel era el momento más feliz de su vida. Se dejó caer en el mostrador junto a Will el cual parecía a punto de desmayarse.

Roger le dio una palmada amistosa en la espalda que hizo que el pobre novato profiriera un chillido de dolor. El señor Jones soltó una risita divertida.

—Muy bien hecho los dos. Creo que nos deberían nombrar empleados del mes.

—Somos los únicos empleados que tiene Jane. Nadie más la aguanta —le recordó Will con la cara entre los brazos. A pesar de llevar ahí a penas un mes había probado bastante veces el genio de su jefa, ya que durante su primeros días había pecado de ser un poco patoso.

—Es cierto —concedió Roger, con una risotada que hizo temblar el edificio—. Por cierto, ¿y Jane?

—No sé. Se suponía que había salido a fumar —respondió Jed, con el ceño fruncido.

—Capaz que se ha fumado un porro del tamaño de un elefante asiático y le ha dado una sobredosis —comentó Will, con los ojos en blanco—. En lo que ha durado el turno ha salido quince veces a fumar —comentó él. Jared y Roger se miraron antes de empezar a reírse. El chico se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—¿De que os reís? ¡Es en serio! —protestó, rojo como un tomate.

—Te creemos. Jane debe tener los pulmones más negros que mi conciencia —lo tranquilizó Roger, con una sonrisa lo cual pareció relajar un tanto al chico.

—Que buena cara tenéis vosotros tres. ¿Ya estáis metiendo mierda de mí? —inquirió, Jane, entrando por la puerta cargada de bolsas.

—Es nuestro entretenimiento favorito —sonrió Jared inocentemente—. Sobre todo después de que nos hayas echado a las fieras para irte de compras.

Ella le dirigió una mirada ofendida.

—Perdona pero esto no es para mí sino para mí empleador favorito —dijo, sonriéndole a Will. Dejó las bolsas en el mostrador para mostrarle el ordenador que había comprado.

—Te debe haber costado el sueldo de tres vidas —soltó Will, pasmado mientras lo cogía con cuidado. Ella le sonrió, radiante.

—Ventajitas de ser la jefa.

—Esto nos va a doler a final de mes —gruñó Roger, que era el que se encargaba de llevar las cuentas.

—Bueno, eso es un problema que tendrás que resolver mañana —zanjó ella, alegremente, dirigiéndose al pasillo.

Se giró en seco y les dirigió una mirada severa.

-Comed lo que os he traído para almorzar y poneos a trabajar. Hoy vamos con mucho retraso. Will, necesito que registres a esas personas en el ordenador; Jed, léete el manuscrito que te he dejado en la mesa esta mañana y tú, Roger, ayuda de a Will a organizarse. Cuando acabes, hazme saber cuánto dinero llevamos invertido este mes —ordenó ella sin apenas respirar. Los tres la miraron, sin apenas parpadear. Ella frunció el ceño y los juzgó con sus ojos de un impresionante gris azulado al ver que no reaccionaban—. ¿A qué esperáis? ¡Moved el culo!


•   •   •


Jared se había pasado la tarde en su despacho, leyendo el manuscrito que le había dado Jane mientras escuchaba música muy bajita de fondo. Frente a él había un café con hielo que se había preparado pues había empezado a hacer calor a partir de las cuatro de la tarde.

La luz entraba a raudales por la ventana junto con un perfume floral muy suave que él identificó como jazmín. Los olores, la luz y la música parecían entremezclarse de manera perfecta, formando un paisaje ideal que se había permitido disfrutar. Sino hubiera sido por el barullo de aquella mañana, aquel hubiera sido un día ideal de trabajo.

Se encontraba por la mitad del texto cuando su móvil empezó a sonar ruidosamente. Se frotó los ojos y gruñó, molesto por ser interrumpido pero todo malestar fue esfumado cuando vio quién era la que lo llamaba.

Descolgó con una sonrisa.

—Hola, Isa.

—¡Jared! —lo saludó ella, entusiasmada, haciendo que se ensanchase su sonrisa. Escuchó a su hija balbucear, intentando llamar la atención de su madre—. ¿Estás muy ocupado? Sé que no te gusta que te distraigan mientras trabajas… —murmuró ella, un poco preocupada.

—Sabes que no me importa que me llames. Eres mi distracción favorita.

—No me digas esas cosas -lo riñó ella y él casi pudo ver que se había sonrojado—. Te llamo por Corey. ¿A qué no sabes que ha hecho? —preguntó, con la voz rebosando de la emoción.

—¿Qué?

—Mira, te paso con ella —sonrió la mujer, pasándole el móvil a su hija a la cual se le cayó nada más cogerlo—. ¡Ay, Corey! —la risa de su hija se coló por sus oídos y fue directa a su corazón.

—Hola, cariño —la saludó el señor Jones cuando la niña hubo sujetado el móvil con firmeza.

—¡Pa-pa! —chilló ella y enseguida se echó a reír.

Jared se quedó muy quieto, notando la emoción cálida que lo inundaba por dentro.

Habían pronunciado su nombre miles de veces miles de personas distintas y aún así no había significado nada. Y lo único que pudo pensar cuando escuchó que la primera palabra que salía de los labios de su hija era el suyo fue que como era posible que el corazón le latiera con un poquito más de alegría.

—¿Lo has oído, Jed? ¡Su primera palabra ha sido papá! —exclamó ella, llena de emoción—. Aunque no sé si debería sentirme un poquito ofendida.

Él se rio al notar el tono de su voz.

—Sabia que te haría ilusión —sonrió ella.

—¿Cómo no iba a hacerlo? ¡Ha dicho papá!

—Oye, no me lo restriegues —se enfurruñó ella—. Pasas el día con tu hija y lo primero que hace es llamarte a ti. Me siento traicionada.

—Oh, no te ofendas. En el fondo sabes que eres su número uno —la reconfortó él, sonriendo—. Va contigo a todos lados. Como un patito detrás de mama pato.

La risa divertida de Isabella le inundó los oídos, haciéndole que el corazón le hiciera cosquillas en el pecho.

—Supongo que llevas razón. ¿Te falta mucho para acabar? Corey te echa de menos.

—¿Y tú no?

—No.

—Que mentirosa eres.

—¡Vale! Puede que yo te eche un poquito de menos. Pero solo un poco.

—Que pena. Yo si que tenía ganas de verte —comentó él, formando una sonrisa burlona.

Ella se quedó en silencio unos minutos, insultándolo mentalmente.

—¿Isa? ¿Sigues ahí?

—Sigo aquí. Espero que vengas pronto Jared Jones. Y si tanto me has echado de menos que me invites a cenar afuera como mínimo.

—¿Cómo mínimo? —inquirió él, inocentemente.

—Oh, ya sabes a lo que me refiero. Te dejo, patito bebé se acaba de caer en un charco de barro y toca baño intensivo.

—Suena entretenido.

—Que va, es un acontecimiento más en un día normal en la vida de súper mamá pato. Oh, dios mío —murmuró ella, horrorizada—. Corey huele a vertedero.

—Te dejo, Isa. Te queda trabajo por delante —se despidió él, riendo.

—Ni que lo digas —suspiró ella, sonriendo un poco—. Adiós, Jed. Te quiero.

—Y yo a ti.

Colgó la llamada con una sonrisa en los labios.

Eran momentos como aquel el que le hacía pensar que el futuro que los aguardaba era brillante.

Se imaginaba como seria Isa cuando pasarán los años y como sería él. O cómo sería Corey cuando fuera mayor, cómo viviría el primer día de ella en el colegio o el primer libro que leyesen juntos.

Mucha gente se pasaba la vida persiguiendo la felicidad pensando que la encontrarían en forma de dinero y éxito, sin darse cuenta que lo que necesitaban para ser felices lo tenían justo al lado.

La felicidad estaba hacer todas esas cosas que le daban un poco de sentido a su vida: ver crecer a su hija, compartir su vida con Isa, disfrutar de su trabajo, salir con Roger y Jane a tomar una cerveza.

Esa era, la clave de la felicidad según el señor Jones: vivir disfrutando de sentir que, efectivamente, se estaba vivo.

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