Homo homini lupus est

Todas las personas del mundo están siempre a un segundo de hacerte daño.

Sí, quizá esto no pueda ser una frase cierta; ya que, de serlo, estaríamos atacándonos constantemente los unos a los otros.

Pero es un buen dogma. Uno de protección.

Si crees en él, si lo interiorizas, recordarás que debes mantenerte siempre alerta. Que ni la persona, en apariencia, más noble, está libre de sospecha. Que todos tenemos un monstruo dentro, al acecho, esperando a que se le dé la carne suficiente para resurgir.

Esperando a que llegue el demonio que lo libere.

Si crees que todas las personas del mundo están siempre a un segundo de hacerte daño, conseguirás que nadie te importe demasiado; porque cualquier amigo es, al mismo tiempo, un enemigo en potencia. Lograrás tener siempre los ojos muy abiertos, librándote de engaños, manipulaciones y malas intenciones. Serás capaz de mantenerlos siempre al otro lado del muro, de la coraza, de mis pinchos.

Y, sí, si crees en que todas las personas del mundo están siempre a un segundo de hacerte daño, sentirás siempre un par de ojos mirándote fijamente a la espalda, con un cuchillo en su mano. Quizás, incluso, varios pares, como si cada sombra tuviera a su propio equipo de acosadores acechándote desde su interior. Y sí, esto puede ser realmente molesto. Pero, ¿y si, algún día, dejas de creer en el dogma, y al cruzar la esquina los encuentras? ¿Y si te dejas tentar por la fragante idea de que existe la pureza en el alma humana, todo para dejarte vulnerable ante alguien que podrá hacerte daño? ¿Y si confías en la persona inadecuada? ¿Y si, por bajar la guardia tan sólo un momento, te atacan por detrás?

No puedes confiar en nadie.

Yo estoy a un segundo de haceros daño. La diferencia, es que yo soy consciente de ello. Sé que hay un mal en mi interior, con el que me encuentro fundida, que ataca a alguien cada cierto tiempo. A veces, es sólo una contestación brusca ante un comportamiento inocente realizado en el momento equivocado. A veces, un comentario hecho con verdadera intención de dañar, probablemente a raíz de un enfado: quizá contra mí, quizá contra ti, quizá contra el mundo. A veces, puede que realmente te dañe, que te abandone a conciencia aún sabiendo que me necesitabas -porque tú hayas pasado a estar de más en mi vida-, que te devuelva un golpe, que te odie sin motivo. A veces, puede que, atacándome a mí misma, te salpique la metralla.

El hecho, está en que sé que voy a hacerte daño, en algún momento, siempre que tú permanezcas demasiado cerca de mí.

Y también sé que tú lo harás, tanto a mí como a tantos otros.

Que todos lo hacemos.

Que el hombre es un lobo para el hombre.

Y que todo, todo el mundo, está a tan sólo un segundo de hacerte daño. Intencionado o no. Grave, leve o mortal. De un modo u otro.

No confío en las personas, es cierto. Prefiero estudiarlas que acercarme a ellas. Y, aunque me divierte pasar un rato en su compañía, siempre termino con la misma concepción de ellas: que son una fuente de amenaza constante.

Y sé que cualquiera pensaría que mi dogma me hace más daño del que pueda evitar a protegerme. Pero no es verdad. No quiero cambiarlo.

Porque yo, como dice un pequeño conocido mío, he estado en la guerra. Y era una guerra de niños, sí; pero una guerra, al fin y al cabo. Una guerra más feroz de lo que cualquier infante hubiera podido soportar. 

Y no pienso volver a bajar la guardia. Porque sé que, siempre, mi vida permanecerá siendo una guerra, con alguna batalla a punto de estallar.

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