Reflejofobia
La historia de mi vida comienza un jueves por la tarde, concretamente a las 17:35 del día 25, jueves, de agosto de 2014. Ese día, me negué a volverme a ver la cara.
Caminaba por una calle de la ciudad en la que estaba de vacaciones ese verano, el sitio no es realmente relevante para entenderme. Llevaba desorientada ya dos horas en las que nadie parecía entenderme al hablar, o simplemente no les interesaba ayudarme. Mi teléfono móvil podía decir que estaba muerto, porque hoy en día sin internet no podía usar un mapa digital. Tampoco había cogido un mapa en la recepción del hotel, pensando en lo bien que me vendría perderme en la ciudad para distraerme del trabajo. Dentro de lo cabe, lo positivo es que no pensé en nada más que en encontrar el camino de vuelta.
Miré el nombre de la calle a la que llego caminando sin rumbo alguno, "Calle Sin Vuelta", un nombre muy original que apagó aún más mi pequeña esperanza de poder volver al hotel. Me adentré a la calle que estaba muy bien iluminada, con pequeños farolillos de colores vivos que colgaban sobre mi cabeza y las de otro viandante, eran las fiestas de la ciudad según viera en las noticias del día anterior en el hotel. Ví un letrero de café literario con WiFi, cerca del medio de la calle y caminé hacia él, abrí la puerta y un aroma intenso a distintos tés y cafés me guió hasta el mostrador donde un amable chico joven con los brazos completamente tatuados, pelo negro liso, ojos oscuros, una ligera barba y un delantal negro que protege su ropa, me sonrió amigablemente.
—Hola, bienvenida al recién abierto, Café Holmes, ¿Qué desea tomar?
Recuerdo que en la funda del móvil llevaba un billete de diez euros y decidí que podía tomar algo.
—¿Tendríais un té blanco? Llevo perdida un buen rato y nadie es capaz de orientarme en una dirección que me lleve a mi hotel.
—Cuando termine su té, si usted quiere, podemos orientarla para ir a cualquier lugar dentro de la ciudad, ya que el Café Holmes está recién abierto, pero sus trabajadores somos de aquí de toda la vida, o por lo menos la mayoría.—Siguió con esa sonrisa amable sin mover un sólo músculo de la cara.
Por aquel entonces mi opinión respecto a que tuvieran que tener una buena cara hacia el público, era diferente. Creía que esa sonrisa debería ser un poco más natural, si para eso se debía no sonreír todo el rato, mejor. Pero ahora comprendo a los trabajadores de aquel café.
—Muchas gracias, de verdad pensé que nadie me entendía, y mira que aquí todos hablamos el mismo idioma.
Recuerdo su risa forzada, como sus ojos no se despegaban de la libreta que tenía en sus manos mientras apretaba el bolígrafo fuertemente.
—Puede sentarse en cualquier mesa libre, le llevaremos su té en cuanto esté listo, aunque va a tener que esperar un pequeño rato, hoy estamos hasta arriba de pedidos.
Asentí y miré alrededor, es cierto que el café estaba lleno, gente de todas las edades disfrutaba de sus bebidas mientras leían un libro de la biblioteca del café o de su propio estante. Niños jugaban en un parque de bolas o algunos estaban reunidos alrededor de una señora de no más de 50 años que estaba leyendo un cuento con manoplas que hacían de personajes. Me senté en una mesa y saqué el móvil, conecté el WiFi y en cuanto se conectó a la red se apagó, debía estar bajo de batería, aunque ahora sé que eso no era cierto, me encogí de hombros y esperé pacientemente a por el té.
Una estantería llena de diferentes títulos llamó mi atención cuando leí Romeo y Julieta, nunca había leído su historia, la famosa y trágica historia de los dos enamorados nunca había caído en mis manos.
Decidí empezar a leerla, ya que tenía que esperar por el té.
Sumida en la lectura como estaba casi ni me di cuenta cuando una niña pequeña intentó llamar mi atención tocando mi pierna.
Sus grandes ojos azules en los que me quedé embelesada momentáneamente parecía que podían pertenecer a una persona adulta, llenos de inteligencia.
—¿Cuál es tu nombre? —Su voz cantarina pero ligeramente triste hizo que reaccionara.
—Jacqueline, ¿Y el tuyo?
—Miranda. —Me miró durante unos segundos más, fijamente.
—¿Querías decirme algo más, Miranda? —Asintió con su cabeza, haciendo que sus dos coletas se balancearan. — ¿Qué querías decirme?
—Creo que deberías probar los batidos de chocolate.
Sonreí.
—La próxima vez que venga pediré uno, hoy ya he pedido un té y no tengo tanta sed como para pedir dos bebidas.
—Está bien —se giró y mientras caminaba aún podía oír su voz mientras susurraba,—: aunque nunca hay próxima vez.
—Tu té. —Una chica dejó el té en la mesa junto a un pequeño plato con un cruasán. —No es lo mismo que tomarlo con un café, pero puedes comerlo mientras el té se enfría un poco, está recién salido de la tetera. —Con la misma sonrisa increíblemente amable y forzada, se dió la vuelta y caminó despacio agarrando con tanta fuerza la bandeja que sus nudillos estaban blancos.
Bebí un sorbo del té y la chica tuvo razón, estaba hirviendo. Comí el cruasán partiéndolo con las manos mientras proseguía con mi lectura.
Pasados unos minutos el té estuvo a una temperatura normal que hizo que fuera posible beberlo. A pequeños sorbos terminé el té y la misma chica de antes se acercó a cobrarme, me dijo que podía quedarme a leer el libro pero antes me indicó como podía llegar al hotel donde me alojaba, al parecer está a tan solo unas pocas calles de distancia.
Antes de irme fui al baño, oriné, y cuando salí del pequeño cubículo para lavarme las manos me miré en el espejo sin poder creer la horrible imagen que mi cerebro formaba.
En el lugar donde debería haber una cara cuadrada, ojos pequeños y marrones, una melena larga rubia, una nariz respingona, unos labios redondeados con un poco de color y unas diminutas pecas en las mejillas, se encontraba algo espantoso que se movía sincronizadamente conmigo. Sí, se veía mi figura con mi cara, pero era borrosa, ya que superpuesta a mi rostro, de una forma inimaginable, se encontraba una calavera humana llena de grietas, algunas de ellas dividiendo el hueso. A través de estas ranuras salían diversos gusanos que se arrastraban segregando un líquido blancuzco que goteaba hasta el suelo, los gusanos se internaban por los orificios donde deberían estar mis ojos y nariz. Mis dientes se transformaron en pequeños insectos voladores ante mi atenta mirada y se dirigieron al interior de mi camiseta suelta color amarillo.
Mientras una nube de insectos nacía de mis dientes dejando un agujero donde estos deberían estar, y los gusanos se arrastraban por mi cara dejando un rastro de líquido blanco, grité aterrorizada, incapaz de moverme. Pero al abrir la boca, la calavera del espejo lo hizo conmigo y los gusanos ahora se dirigían hacia allí. No sé si mi propio cerebro me jugó una mala pasada pero en el interior de mi boca sentí algo viscoso y no tardé nada en escupir en la pileta y enjuagarme la boca. Salí del baño del café aterrorizada y corrí al exterior de la calle, pasé al lado de las personas del café que me miraron sorprendidas por mi repentino ataque de miedo mientras corría hacia la puerta. Pero nadie, absolutamente nadie, dijo nada de mi cara.
Ya fuera, me miré otra vez en el reflejo del cristal del café, seguía viendo esa calavera asquerosa sobre mi rostro y empecé a llorar aterrorizada. Paré a un viandante y le pregunté si veía algo raro en mi cara a lo que respondió con un rotundo no y se soltó molesto del agarre de mi mano sobre su brazo.
Desde ese día, no volví a mirarme en un espejo o en cualquier superficie que pudiera reflejar mi cara, aterrorizada por lo que pudiera ver.
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Reflejofobia: Miedo a mirarse en el espejo, o en cualquier superficie capaz de reflejar la cara de la persona que sufre está fobia.
Número de palabras: 1342
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