Cap. 11: Sangre y agua salada

REENCUENTRO

Capítulo 11: Sangre y agua salada



El mundo entero se detuvo en ese momento y cuando volvió a girar, cuando el tiempo volvió a avanzar, supo que no tendría la fuerza necesaria para mantenerse de pie.

No pensó en nada. No cuando se abalanzó hacia el callejón, empujando a los policías, y se dejó caer junto al cuerpo. Sus rodillas se golpearon y se arrastraron por los fríos adoquines, pero no sintió el dolor de sus huesos ni el ardor de su carne.

Tampoco escuchó nada. Ni el ruido de la ciudad ni las voces de los hombres que se acercaban a ella, sólo su pulso desbocado latiendo en sus oídos cuando retiró la lona.

—No —dijo, sin voz y sin aliento cuando vio su cuerpo pálido, inerte, magullado, roto y herido—. Por favor, no —sollozó, tomando su mano fría y rígida entre la suya—. No, no, no, no, no.

No era justo. No, no era justo... Ella era sólo una niña...

¿Por qué no quieres ayudarme? Tú lo dijiste, si no hago nada... voy a terminar muerta en una maldita zanja y a nadie va a importarle.

¿Por qué no lo había hecho? Quizás, lo poco que hubiese podido enseñarle, hubiese hecho la diferencia... ¿Por qué la había dejado sola? ¿Por qué no la había ayudado más?

Había sido cruel. Había querido decirle la verdad, decirle las cosas como eran, creyó que eso la ayudaría a endurecerse, pero si le hubiese dado un poco más de esperanza, quizás...

Con algo de suerte...

No existe la suerte para las mujeres como nosotras, le había dicho alguien una vez, hace muchos años.

Tenía razón.

No notó que estaba llorando hasta que vio sus propias lágrimas caer sobre las mejillas pálidas de ella.

¿Habría intentado defenderse? ¿Cuánto tiempo habría estado gritando por ayuda sin que nadie la escuchara? ¿Qué habría pensado en esos últimos segundos? ¿Habría deseado que alguien tomara su mano hasta el final, y después un poco más? ¿Alguien que le dijera que todo iba a estar bien, aunque ella supiera lo contrario?

Se sobresaltó cuando sintió una mano en su hombro, pero no se movió; no podía. Las voces demasiado lejanas aún para poder prestarles atención. Todo daba vueltas alrededor de ella, de esa niña, y hasta entonces no había reparado en que nunca preguntó por su nombre.

No sabía cómo se llamaba...

Tomó su mano con más fuerza, deseando saberlo, y lamentándose... lamentándose porque ahora jamás lo sabría...

El hombre apretó el agarre sobre su hombro con más fuerza, empujándola hacia atrás.

—¡Oye, oye! ¿Qué carajos crees que haces? ¿Estás sorda? No puedes estar aquí. —Tomó su brazo y tiró hacia arriba, obligándola a ponerse de pie.

—No me toques. —No reconoció su propia voz, ronca y ajena. Sus piernas flaquearon, no podía mantenerse de pie, no podía levantar su mirada.

—Cuida esa boca, niña.

—No la muevas tanto —dijo el otro, con tono indiferente, vigilando desde la entrada del callejón—. Parece que va a vomitarte encima.

El hombre que la sostenía del brazo hizo una mueca de disgusto, pero se quedó mirándola fijamente.

—¿La conocías? A la puta.

Ella no respondió. Sólo mantuvo su mirada clavada en el piso, en ella, en las marcas de su cuerpo.

—¿Quién...? —Fue todo lo que pudo murmurar, quizás más para ella misma que esperando una respuesta de alguno de ellos.

—Probablemente algún cliente insatisfecho —dijo el policía con desdén—. Vamos, haz caso y camina, o te llevaremos detenida.

¿Habría sido el mismo hombre del que la defendió? ¿La habría encontrado?

¿Por qué no lo mató? ¿Por qué? ¿Por qué no lo hizo? Si hubiese tenido el valor... quizás, ella estaría viva ahora.

Seguía sin moverse. No podía dejar de preguntarse, si lo tuviera ahí, en ese momento, con el cuchillo contra su cuello... ¿sería capaz, entonces?

—Hay un hombre... —murmuró, sin ser realmente consciente de las palabras que salían de su boca—. Él... Él pudo...

—Voy a detenerte ahí, bonita, y ahorrarnos algo de tiempo a los dos. No vamos a desperdiciar recursos en investigar la muerte de una prostituta... —Cada palabra que salía de su boca punzaba en su estómago y en lo más profundo de su mente—. A menos de que insistas en venir con nosotros a dar tu declaración, pero me imagino que ya sabes como va a ir eso. —Tomó su mentón con firmeza, levantando su rostro, y la analizó detenidamente. Ella le devolvió la mirada, enardecida—. ¿Cómo se conocían? ¿Eran compañeras de trabajo? ¿Se turnaban las esquinas? Quizás, de dónde sea que vengas no sea un problema, pero aquí es ilegal, ¿sabes?

—Suéltame —dijo con firmeza. Sentía la sangre arder en su cuerpo. Sentía la rabia, la ira, la desesperación y la culpa apoderarse de sus sentidos.

Él esbozó una corta y retorcida sonrisa.

—Aunque tú pareces bastante más costosa que ella.

—Hijo de puta.

El hombre frunció su ceño y finalmente soltó su mentón.

—Esa boca. Al parecer, vamos a tener que llevarte de todas formas —dijo, buscando las esposas en su cinturón—. Para que aprendas modales. —Se las enseñó en un gesto de burla—. Espero que tengas todos tus papeles en orden... O podemos arreglarlo aquí. —Le guiñó un ojo y su mirada bajó hasta su entrepierna—. Ya sabes.

Finalmente algo estalló. Se quebró. Una rabia acumulada durante años de maltratos y desprecios le quemó las venas. De pronto, no conseguía respirar con suficiente rapidez, no conseguía pensar por encima del rugido que le ardía en la cabeza... En un instante estaba mirándolo fijamente y en el siguiente, su propio puño se estrellaba contra su cara.

Y en esos cortos segundos, no le importó nada. No le importaron las consecuencias. No que pudieran enviarla lejos... Ni siquiera supo de dónde sacó la fuerza, hasta que escuchó el golpe y el crujido de los huesos.

Le había roto la nariz o se había roto su propia mano, pensó, cuando un dolor punzante la recorrió hasta el codo y un alarido escapó de su garganta.

Quizás ambas, porque él le hizo eco, gruñendo, maldiciendo y llevando las manos a su cara, sin poder detener el sangrado.

—De rodillas y las manos sobre tu cabeza —ordenó el otro, con frialdad, apuntándola con un arma mientras su compañero seguía quejándose y apretándose la nariz.

Pero ella no se movió.

Le palpitaba el dolor en sus dedos, en su mano, roja, caída a un costado de su cuerpo, pero sabía que ese dolor y esa rabia que la mantenían ahí parada eran mejor que la alternativa. Mejor que quebrarse por completo.

Los huesos rotos sanarían, ya lo habían hecho antes, pero no estaba segura si esa oscuridad, esa culpa que amenazaba en lo más profundo de su alma dejaría de doler algún día.

—Obedece mierda.

No se movió tampoco cuando el policía con la nariz rota la tiró de una cachetada al suelo y el costado de su cabeza se azotó contra el muro.

Lo siguiente fue confuso.

Su mirada se nubló mientras se desvanecía. Sintió el frío del metal en sus muñecas, luego algunos gritos y... entre las voces de esos hombres, distinguió otra voz. Una serena y a la vez enfurecida. Un ronroneo de ira. Una voz que ya conocía... Y supo que lo estaba imaginando, pero aún así se lo permitió. Se permitió pensar en él; imaginar que había regresado por ella. En esos últimos segundos de consciencia, se permitió soñar con cómo sería recorrer el mundo a su lado...

Sólo para no tener que pensar en todo lo demás. En todo lo que la esperaba al despertar...



—Aléjate de ella. —Su voz grave y baja resonó en todo el callejón.

Los hombres uniformados se voltearon a verlo rápidamente.

—Señor, apártese —ordenó el que tenía a su lado, con voz seria y firme, y con un arma en la mano—. Estamos en medio de un procedimiento. La mujer acaba de agredir a un oficial de policía.

Sesshomaru sólo lo miró por el rabillo de su ojo, como si no fuera más que un molesto insecto revoloteando a su alrededor. Luego, su mirada se desplazó lentamente hacia el cuerpo sin vida de la niña tendido en el suelo, hacia la humana inconsciente y finalmente al hombre que ajustaba las esposas en sus muñecas. Su cara manchada con sangre seca.

Tronó los dedos de su mano derecha, preparando su garra.

—Aléjate, dije.

—Señor. —El hombre a su lado dio un paso más acercándose a él, apuntando el arma en su dirección.

De un único y rápido movimiento le quitó la pistola de su mano y lo golpeó con ella en la cabeza, con la fuerza suficiente para hacerlo caer varios metros atrás; vivo, aunque inconsciente.

Apretó el arma en su puño, hasta que ésta cedió a la fuerza de su mano y cayó sobre los adoquines en pedazos, y volvió su mirada al hombre de la nariz rota justo en el momento en que él había disparado la suya.

Cuánto detestaba esos molestos aparatos, tan ruidosos...

La bala disparada se incrustó en su hombro y sus facciones serias y afiladas se crisparon ligeramente en una mueca de disgusto. Antes de que el hombre tuviera tiempo de volver a disparar o de encontrar la radio que parecía buscar en su cinturón, un látigo de energía verde salió desprendido de su mano, hasta envolver su muñeca.

La apretó con fuerza, hasta que los dedos se abrieron, dejando caer el arma al suelo. El hombre gritó, con sus ojos muy abiertos, cuando el lazo de luz fluorescente comenzó a quemar la piel que envolvía su frágil articulación. Sollozó y suplicó cuando los huesos de su brazo comenzaron a crujir, pero él no sentía deseos de soltarlo. No todavía.

Caminó lentamente hacia él.

—Ábrelas —ordenó, con la mirada fija en las esposas.

El hombre cayó de rodillas al suelo con el brazo levantado, aún sollozando, gritando y quejándose.

—Si pretendes conservar tu mano, haz lo que se te ordena.

Quizás, sólo como un instinto de supervivencia el hombre buscó las llaves con la mano libre y temblorosa, y se arrastró hacia ella. Quitó las esposas y recién entonces él liberó su muñeca. Lo tomó desde el cuello de su uniforme y lo levantó en el aire.

Sus marcas demoníacas surcaron su rostro frío y los ojos del hombre brillaron aterrados.

—Sugiero que te olvides de esto —le dijo, en voz baja—. Porque si me entero de que vuelves a buscarla, regresaré... y te cortaré ambas manos. —Lo dejó caer junto al otro uniformado; inconsciente, también.

Dirigió su atención hacia la niña muerta, tendida en el suelo, y llevó una mano a la espada que guardaba en su cinturón, a su espalda. Pero no logró ver nada... Ya no había nada que pudiera hacer por ella.

Las marcas desaparecieron de su cara, tomó a la castaña delicadamente entre sus brazos y se elevó en el aire.

Poco tiempo después, descendió en la propiedad que mantenía a las afueras de esa ciudad. Caminó con ella en sus brazos hasta una terraza en la parte trasera, donde tenía un onsen alimentado del agua proveniente de la montaña tras ellos.

Sin soltarla, se quitó sus zapatos, le quitó a ella los suyos y, lentamente, entró con ella al agua.

***

Manos... Sentía manos grandes sosteniéndola de sus brazos, reteniéndola, tocándola... ¿Estaban intentando ahogarla?

—Suéltame —jadeó— ¡Suéltame! ¡No me toques!

Intentó luchar contra ellas. Intentó soltarse y defenderse.

Rin.

Esa voz...

Tranquila. Respira —le ordenó, mientras ella intentaba tragar bocanadas de aire.

La voz seguía hablándole, firme y a la vez amable; y cada centímetro de su cuerpo se fue calmando lentamente frente al dominio primario que había en ella.

Rin, mírame.

Era él. Era él llamándola por su nombre. Y se oía tan hermoso cuando él lo pronunciaba. Se sentía tan... correcto. Como si en medio de todo el caos que la envolvía, de pronto algo tuviera sentido.

Pero tenía miedo. Tenía miedo de mirar y no encontrarlo ahí.

Abre los ojos —ordenó.

Y ella lo hizo.

Tenía la garganta seca, su ropa estaba mojada, empapada, cálida. Había agua y Sesshomaru... Sesshomaru la sostenía entre sus brazos, sobre sus piernas.

—Estás bien —dijo, mirándola detenidamente, más como una confirmación que una pregunta—. Son aguas termales —le explicó después de algunos segundos, al ver su mirada desorientada, quizás—, tienen propiedades curativas. Te hará bien estar aquí un momento.

Ella sólo le devolvió la mirada. No entendía nada, no podía decir nada...

De pronto, él tomó su mano y el dolor punzante le arrancó un quejido.

—Los huesos no están rotos —dijo, tanteándola—, pero están dislocados. Voy a ponerlos en su lugar.

Su voz sonaba tan extrañamente gentil para ese tono serio.

Ella sólo lo miró; suplicante, reacia, asustada.

No...

—Dolerá sólo un segundo y luego pasará. El agua te ayudará.

Finalmente asintió y escondió su cara en su pecho mientras contaba los segundos. Luego un leve crujido... y el dolor.

Su grito resonó en toda la terraza.

Él metió su mano bajo el agua mientras la masajeaba con ternura, con esa delicadeza tan impropia de alguien como él. Y ella lloró. Lloró con la cara escondida en el hueco entre su cuello y su pecho, aferrándose con la otra mano a su camisa, también mojada.

Las lágrimas corrieron de sus ojos y los sollozos sacudieron sus hombros... Y por primera vez en mucho tiempo se abandonó a ellos; eran espasmos violentos de pena que se apoderaban de todo su cuerpo.

No supo cuánto tiempo pasó, pero lloró durante minutos. Lloró por la niña, por cada golpe en su pálida piel y por el nombre que jamás conocería. Por ella misma, por todo lo que había perdido, por cada herida que había recibido. Lloró por todos esos años de oscura soledad, de pura sobrevivencia y de inocencia perdida...

—Duele —jadeó, sin aliento, y el demonio supo... supo que ya no se refería sólo a sus huesos, a su carne—. No la ayudé... Ella murió. Murió por mi culpa y duele...

Sesshomaru la estrechó entre sus brazos, en silencio. Una de sus manos se perdió entre sus cabellos castaños, sosteniendo su cabeza, mientras la otra acariciaba su espalda con movimientos lánguidos, largos, intensos... Sin conseguir consolarla.

—Tengo miedo —susurró ella, con su voz rasposa, quebrada—. Tengo miedo de que nunca deje de doler...

—No sé si lo hará algún día —admitió él, en voz baja—. Y puedes dejar que te quiebre... O puedes aprender a vivir con ello.

Rin se separó, sólo lo suficiente para poder mirarlo. Las lágrimas no dejaban de caer de sus ojos y los suyos dorados parecían ensombrecidos. Él la veía... y no habían rastros de esa frialdad imposible de atravesar. La veía como si realmente la comprendiera, como si comprendiera su dolor... Como si tuviera su propia oscuridad acechándolo.

—Lo lamento —dijo él, tan serio como era—. Lamento no haber podido hacer nada.

Intentó hablar. Abrió su boca para decirle que no era su culpa, que él había hecho más que nadie nunca antes, pero no lo conseguía. Las palabras no conseguían abandonar su garganta, anudada, atragantada. Él la había salvado, de nuevo, aunque aún no comprendiera cómo... Y ella no conseguía dejar de llorar, no conseguía detenerse, no podía respirar...

Sesshomaru se inclinó más sobre ella y tomó su rostro con una mano. Limpió las incesantes lágrimas que caían de sus ojos con su pulgar y se acercó más, hasta besar el borde de su ojo, atrapando el arroyo de agua salada. Su corazón se saltó un latido y él arrastró su nariz por el contorno de su cara, hasta su frente, rota, hasta ese lugar donde todavía dolía el golpe que se había dado, y entonces... lamió su herida.

Rin sintió la lengua caliente contra su piel sensible, tan alarmante que no pudo ni siquiera moverse mientras él lamía su sangre. Se le tensó todo el cuerpo y al mismo tiempo se le aflojó y sintió que ardía, sintió escalofríos en las extremidades... Y él se alejó.

La herida ya no dolía; su corazón latía desbocado, amenazando con saltar de su pecho; y sus ojos, muy abiertos, ya no lloraban... sólo lo miraban fijamente.

Sesshomaru la levantó en sus brazos y se movió, para dejarla sentada sobre ese asiento de roca bajo el agua donde él había estado antes. Sin decir nada, se arrodilló frente a ella. El agua le llegaba hasta sus caderas y su camisa empapada se pegaba a su cuerpo musculoso.

Entonces Rin notó algo, ahí en su hombro... una mancha de sangre. Hubiese creído que era suya, pero además, había un pequeño agujero en su camisa.

—¿Está herido? —le preguntó, en voz muy baja, preocupada.

—No. —Fue todo lo que él respondió, sin atisbos de lo contrario, y luego desvió su mirada de sus ojos grandes a sus rodillas, donde las pantis rotas se pegaban a su carne enrojecida—. Voy a quitarlas —avisó y levantó su mirada hacia sus ojos nuevamente; esperando.

Él, ese hombre poderoso, arrodillado frente a ella... le estaba pidiendo permiso para tocarla.

Rin tragó pesado y asintió.

Sin llegar a rozarla, Sesshomaru levantó su vestido hasta el lugar donde sus pantis comenzaban, ahí en la mitad de sus muslos, y tomó los bordes de encaje de una de las piernas con sus dedos. Su piel se erizó bajo su toque y él sólo arrastró la media hacia abajo —muy cuidadosamente cuando pasó a la altura de la rodilla— y la sacó por su pie.

Su cuerpo se tensó ligeramente cuando sus cicatrices quedaron expuestas y él recorrió algunas de ellas con sus dedos.

Con suavidad lavó el polvo y la sangre seca de su rodilla y luego se inclinó sobre ella, hasta tocar la piel herida con su lengua.

Su respiración se volvió pesada cuando él alivió su dolor de esa forma tan extraña. Luego, hizo exactamente lo mismo con la otra pierna y Rin tuvo que cerrar sus ojos y morder su labio para no gemir cuando volvió a lamerla; para no rogar por lo que sea que quería rogarle.

Y ahí, entre sus piernas, el demonio sintió su esencia... ese olor atrayente, mezclado con el vapor del agua, las sales y minerales. Dejó su pierna en el agua y subió sus manos por los costados de su cuerpo, hasta su cintura, y Rin... Rin tomó su cuello y envolvió sus piernas a sus caderas, en una silenciosa petición de cercanía.

Él se la dio.

Se acercó más. Ninguno de los dos dijo nada y él sólo la miró fijamente, por última vez, antes de probar sus labios.

Fue un beso suave, lento y tentativo. Como si estuvieran conociéndose; a quienes tenían en frente y a ellos mismos.

Ella atrapó un gemido en su garganta cuando la lengua de él se deslizó entre sus labios, probando su boca, e intentó seguirle el ritmo, cada vez más intenso, cada vez más desesperado, más necesitado, más hambriento. Sus dedos largos y firmes subieron por sus costillas y sus pulgares acariciaron el borde... sólo el borde de sus senos sobre su ropa mojada. Se apegó, se movió contra él y él gruñó contra sus labios.

Su boca sabía a sangre y agua salada cuando su lengua la exploraba y sus labios eran más suaves y cálidos de lo que alguna vez se atrevió a imaginar...

Le faltaba el aire y no quería apartarse, pero él se detuvo.

Ella jadeó, sin aliento.

Entonces, él apoyó su frente contra la suya y, en ese momento, le tomó sólo un par de segundos comprender que Sesshomaru no sólo la había salvado de lo que fuera que le esperase, pero que además... lo supiera él o no, había evitado que se derrumbara por completo.

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