Cap. 10: Lo más gris de la ciudad
REENCUENTRO
Capítulo 10: Lo más gris de la ciudad
No podía arrastrarla a la oscuridad de nuevo; se dijo a sí mismo el demonio, de pie, viendo el auto alejarse.
Lejos de él, ella iba a estar bien.
Otros autos iban y venían con poca frecuencia por el estrecho camino hacia la embajada; sus luces fuertes le impedían ver con claridad, pero aún así pudo distinguir el momento en que el auto en que viajaba Goro se detuvo a un costado de la calle.
El hombre bajó con sus dos espadas en la mano y se apresuró hacia él, con gesto preocupado.
—Señor Sesshomaru, ¿qué ocurrió? ¿Yu y la señorita Rin...?
—Cambié de parecer. —Fue todo lo que respondió. La frialdad en su voz le impidió al humano hacer más cuestionamientos al respecto—. Él está aquí, puedo sentirlo —dijo con seriedad. Su mirada se mantenía fija en el ostentoso portón a lo lejos, iluminado con la débil luz del farol a un costado—. Y sabe que yo estoy aquí también. Será mejor que te vayas, no quiero que me estorbes.
Goro lo miró fijamente por un par de segundos. Finalmente asintió y le extendió sus espadas en una pronunciada reverencia, intentando mantener firmes sus manos temblorosas.
Cuando lo vio llegar así al salón, por un momento temió que su señor destruiría toda la embajada... Pero ahora, encontraba algo diferente en sus ojos. Y no era furia o ira apunto de ser desatada sobre el mundo, era algo diferente, más profundo quizás, más silencioso, más... doloroso.
—¿Hay algo más que pueda hacer...?
—Asegúrate de que ella reciba su parte del pago y alista todo lo demás —ordenó el demonio, guardando sus armas entre su cinturón—. Nos vamos en cuanto esté de regreso.
—Entendido, señor.
Goro desapareció en el mismo auto en que había llegado, junto a sus demás hombres, y Sesshomaru se mantuvo en el mismo lugar, sintiendo como aquella presencia se acercaba a él cada vez más.
En ese momento debería haberse sentido vencedor. Debería haberse sentido orgulloso y extasiado ante la posibilidad de venganza que finalmente se presentaba frente a él. Debería haber sentido esas ansias asesinas que habían recorrido sus venas por años, que lo habían impulsado, pero por alguna razón... no encontraba nada de eso.
¿Por qué... se toma tantas molestias para encontrarlo?
Un ligero bufido salió de su nariz al recordar esa voz, tímida, suave y curiosa.
¿Cuántos años llevaba ya buscándolo? Aún recordaba perfectamente el día de su última batalla, el día en que Kirinmaru había asesinado a Jaken y luego había escapado. No había logrado detenerlo. Ambos estaban malheridos; tan malheridos que les tomó días, semanas quizás, volver a recuperarse. Días que se sintieron eternos sumido en una tortuosa oscuridad que no hacía más que recordarle que quienes se acercaban a él... terminaban muertos.
Y aún así, con el paso del tiempo, los motivos de la incesante búsqueda parecían haberse difuminado. Tenía que admitirlo: ya no era simplemente venganza, no era únicamente una manera de hacerle pagar por lo que había hecho... Todo se había transformado más en una manera de pasar el tiempo, de darle un sentido al paso de los años, de llenar ese cruel vacío en su interior con sangre derramada; una manera de olvidar.
Pero ya no había un vacío ahí...
Esa parte de él que creía muerta hace siglos se removía y latía con vida en la presencia de ella.
Asesinarlo...
¿Cree que eso lo hará sentir mejor?
El sonido de los grandes portones abriéndose llamó su atención. La tenue luz del farol reveló el rostro del hombre, del demonio, que caminaba hacia él. Los cabellos rojos tomados en un relajado moño, vestido de traje al igual que él y con una versión de aquella máscara de ciervo que solía usar tantos años atrás más reducida, acorde a la época, al baile. Los cachos se mantenían, pero ahora la máscara no era pronunciada hacia adelante, como la anterior; esta era más bien un antifaz que cubría sólo hasta su nariz y el mismo ojo que antes, dejando su boca y su mentón expuestos.
El portón se cerró tras él.
—Es curioso como cambian los tiempos... —mencionó el pelirrojo, deteniéndose cuando estuvo lo suficientemente cerca. Recién entonces se quitó la máscara, exponiendo un rostro casi humano—. Y nosotros nos vemos obligados a cambiar también... Nuestras marcas, nuestras ropas de batalla, ¿qué más seguirá cambiando con el paso de los años, Sesshomaru?
—Por lo visto, el deseo de escucharte a ti mismo cuando hablas no desaparece.
Una corta y arrogante sonrisa se formó en su boca.
—¿Puedo sugerir que hagamos esto en otro lugar? Me tomó un gran esfuerzo construir todo esto —dijo, señalando con una despreocupada mano el lugar que se escondía en la oscuridad detrás de aquel portón—. Sería una lástima que se destruyera. Y... tampoco me gustaría tener que asesinar a ninguno de los invitados.
Sin más que decir; ambos, transformados en una cegadora luz blanca, se transportaron hacia una montaña lejos de ahí, con vista al resto de la ciudad.
Miles de luces tintineaban a sus pies mientras ambos se miraban frente a frente; analizándose.
—¿Acaso es el aroma de una humana lo que percibo en ti, Sesshomaru?
El peliblanco sólo lo miró fijamente, sin siquiera alterar sus facciones serias y calmadas.
Una suave brisa nocturna meció sus cabellos plateados.
—Siempre me pareció tan extraño —continuó Kirinmaru— ese interés suyo en las mujeres humanas. Tu padre, tu hermano bastardo, tú... Aunque nunca tuve el gusto de conocer a la niña que solía acompañarte; fue una lástima lo que ocurrió con ella.
—Cuida tus palabras —amenazó—. No soy yo quién vive entre ellos ahora. No soy yo quién sigue sus reglas y quién los lidera. —Su mirada se desvió hacia ese punto bajo ellos, donde estaba la embajada—. ¿Hay algo que quieras demostrar, Kirinmaru? ¿O es que acaso sólo deseas ser recordado por ellos?
El pelirrojo negó, frunciendo su ceño.
—No lo decía con malas intenciones —aclaró, intentando relajar su mandíbula tensa—. Hablé con tu madre, ¿sabes? Ella me contó algo sobre lo que había ocurrido contigo... Me contó que habías jurado jamás volver a usar a Tenseiga luego de lo que ocurrió en el inframundo, que te habías deshecho de ella y que incluso habías abandonado tu búsqueda por Tessaiga. Eran espadas hermanas, ambas provenientes del mismo colmillo, del mismo hombre, y no querías saber nada de ninguna de las dos. Me pareció bastante... interesante.
»Un tiempo después, me enteré de que habías obtenido tu propia espada, más poderosa aún... Y te busqué para enfrentarnos, para probar tus poderes, pero nunca supe realmente qué habías hecho con Tenseiga... hasta ahora —sonrió—. Es bueno saber que no te deshiciste de ella para siempre, sería un desperdicio perder un arma tan única como esa. Aún puedo sentir la esencia de tu padre en ella. Me pregunto... ¿Sabes que ocurrió con Tessaiga, después de todo este tiempo?
—Dejó de ser algo que me interesara.
—Fue heredada por la hija de Inuyasha, luego de que él dejara este mundo, junto a su Sacerdotisa. Me enfrenté a ella en una ocasión, ¿sabes? Mientras tú brillabas por tu ausencia.
Sesshomaru soltó un bufido, convertido en una suave risa desdeñosa.
—¿No pudiste contra una Shihanyo, Kirinmaru?
El pelirrojo se obligó a forzar una corta sonrisa.
—La verdad es que fue una batalla notable —admitió—. Años después, me enteré de que ella había decidido sellarla. Probablemente al comprender que su descendencia, cada vez más humana, no sería capaz de usarla, y que, de todas formas, en este nuevo mundo ya no sería necesario portar un arma como aquella... Y me parece mucho que, gracias a esos poderes de sacerdotisa heredados de su madre y a los provenientes de su abuelo, la espada aún permanece guardada de regreso en la tumba de tu padre...
—¿Por qué me dices todo esto? —cuestionó Sesshomaru, irritado—. Además de hacerme perder el tiempo, ¿qué pretendes, Kirinmaru?
—Me pregunto si no sientes deseos de ir a reclamarla. Ahora que tienes a Tenseiga nuevamente, podrían volver a convertirse en una sola y poderosa espada. Siempre pensé que lo harías. Como único heredero vivo del Gran Perro Demonio, te pertenece. Es tu derecho después de todo, ¿no?
—Ya te lo dije una vez: dejó de ser algo que me interesara.
El pelirrojo asintió con peligrosa tranquilidad.
—Ya veo... —comentó, y sus ojos verdes se entrecerraron en su dirección—. Dime, Sesshomaru, entonces... ¿es sólo por esta humana, la que huelo en ti, que decidiste portar nuevamente a Colmillo Sagrado? ¿No se trata de poder? ¿Acaso sólo temes ver como su frágil vida escapa de tus manos otra vez y no poder hacer nada al respecto?
Esa verdad resonó en él.
Sesshomaru desenvainó a Bakusaiga de un sólo movimiento y la apuntó en su dirección.
—Nada de eso te incumbe —espetó, con los dientes apretados. Las marcas demoníacas volvieron a aparecer en su cara, suaves y delgadas, sólo como una muestra, un recordatorio de quién era en realidad.
—Lo sé —respondió Kirinmaru, con una desafiante y fugaz sonrisa en sus labios—. Y también sé por qué estás aquí. Pero, antes de cualquier cosa, me gustaría decir que... realmente lamento lo que ocurrió con tu sirviente.
El peliblanco bufó con desdén, con la rabia comenzando a crispar sus facciones afiladas.
—Deja ya tus palabras vacías —gruñó.
—La verdad es que, en esos momentos, creí que te lo merecías. Creí que si eras capaz de dejar tus caprichos de lado y recuperar a Tenseiga, entonces podrías hacer algo por él y si no, entonces la soledad que le seguiría a la muerte de tu sirviente era justo lo que te merecías. Pero, cuando comenzaste a perseguirme tan incansablemente; cuando acabaste con los cuatro peligros, comprendí que, de haber estado en tu poder, lo hubieras hecho: hubieras recuperado tu espada a pesar de aquel estúpido juramento y lo hubieras revivido. Pero, al parecer... no podías. Me imaginé que probablemente Jaken ya había muerto una vez, que ya habías usado a Colmillo Sagrado en él, al igual que con la niña humana, por lo que no había nada más que pudieras hacer... y, entonces, lo lamenté —admitió—. Lo lamenté porque detrás de tu ira y deseos de venganza, vi compasión; una compasión que no creía capaz en ti, una que... me recordó a tu padre.
Los músculos de su espalda se tensaron al escuchar esas palabras.
Kirinmaru sólo dejó salir un suave bufido por su nariz.
—Supongo que este es el camino que tú y yo estamos destinados a recorrer... Por todo lo que somos y por todo lo que hemos hecho, estamos condenados a vivir así... —Una brillante mariposa revoloteó a su costado, entre sus cabellos rojos, junto a su hombro; dejando una estela luminosa, como polvo de estrellas—. Solos.
El demonio de los cabellos rojos estiró su brazo y su espada se materializó en su mano. Sesshomaru mantuvo la suya apuntada en su dirección; sin flaquear, sin inmutarse, con una quietud sobrenatural sólo posible en un ser inmortal como él. Como ellos.
—Dicho esto, no creo que este sea el momento de nuestra batalla final —continuó Kirinmaru—. No la que llevo esperando por tanto tiempo... Tengo otros planes por ahora, otros objetivos, pero, aún así... estoy dispuesto a pelear contigo, aquí. —Las marcas demoníacas aparecieron en su rostro, sus cabellos rojos se alzaron y los cuernos crecieron sobre su cabeza: sólo uno completamente entero—. Estoy dispuesto a destruir esta ciudad hasta sus cimientos si eso significa que yo me alzaré entre las ruinas...
Kirinmaru lanzó una ataque hacia él. Él lo esquivó, permitiendo que siguiera un camino recto, hasta chocar con un árbol a sus espaldas con el poder devastador de un rayo oscuro. El roce del ataque rasgó la tela de la camisa en su brazo y una fina línea de sangre apareció en él. Por breves segundos todo lo que se escuchó fue la madera crujir y romperse, la tierra agrietarse, polvo levantarse y pequeñas rocas caer por la ladera de la montaña y rodar hacia abajo.
—Mi última pregunta es, ahora, con esa humana rondando por ahí: ¿estás dispuesto tú, Sesshomaru?
Como toda respuesta, el peliblanco se abalanzó sobre él, haciendo chocar sus espadas. La fuerza del ataque los repelió a ambos, enviándolos varios metros hacia atrás, pero sin dudarlo volvió a arremeter, y ahí, en medio de su enfrentamiento, por una fracción de segundo se permitió ver en esa dirección, hacia abajo, hacia la maldita y desagradable ciudad —otrora cubierta de bosques y ahora gris, ruidosa, maloliente y repleta de humanos— que se extendía a los pies de ese cerro de roca firme.
No le hubiese importado destruirla con sus propias manos en el momento en que puso un pie en ella, nada de eso se hubiese puesto en su camino, pero ahora...
Ahora, no podía evitar recordarla a ella, a la humana, acariciando al miserable animal escondido en aquella abertura del muro de su edificio. No podía evitar imaginarla sonriendo, cantando en aquel pequeño y atestado bar escondido entre las enmarañadas calles.
La ciudad no le importaba, no. Pero si ella había sido capaz de encontrar algo bueno ahí, entre toda esa miseria, aún creyendo que no pertenecía a ese lugar —y ni siquiera a ese tiempo—, entonces sólo por eso, para él, valía la pena defenderlo...
Porque le importaba ella.
Sólo ella, pensó, cuando vio el poder de su oponente arremolinarse en su espada —un poder mucho más oscuro y peligroso que antes, decidido a destruirlo todo— y entonces sintió el suyo propio correr por su cuerpo, por su sangre, por sus venas.
Una fuerza diferente, descomunal, protectora.
Kirinmaru lanzó su ataque; una oscuridad feroz, rápida, gigante y poderosa dirigida hacia él, hacia el risco... hacia la ciudad. Pudo ver sus intenciones y, sin dudarlo, Sesshomaru dejó salir su poder a raudales.
Esa fuerza devastadora con destellos de verde desvió el poder oscuro en la dirección contraria; directo hacia la montaña, y se alzó en lo alto del cielo, desplegándose como tenues auroras boreales. La montaña rugió desde sus profundidades, la tierra tembló y las grandes rocas en lo alto de la cima que comenzaron a desprenderse y a caer sobre ellos fueron convertidas en polvo y arena por la misma luz fluorescente.
Ya había estado bajo una montaña ese mismo día, recuperando lo que le pertenecía. No tenía intenciones de permanecer bajo otra, así que, sin demorarse más, cruzó esa espesa cortina de polvo y tierra hacia su rival. Su espada rozó su abdomen, rasgando piel y músculo y un poco más, y en otro rápido movimiento terminó por cortar el otro de sus cuernos.
Kirinmaru dejó salir un fuerte gruñido cuando su espalda chocó con la fría muralla de roca temblorosa, y cayó junto a ella.
—¿De verdad creíste que con esa insulsa amenaza podrías manipularme, Kirinmaru? —preguntó el demonio, acorralándolo, con su mirada altiva y sus ojos enrojecidos—. Te equivocaste. Yo no soy como tú. Yo puedo luchar y yo puedo protegerla.
Otro gruñido más fuerte que el anterior escapó de la garganta del demonio derrotado mientras la montaña seguía desmoronándose sobre ellos. Un gruñido de pura ira. Con sus facciones crispadas, furiosas, miró fijamente la espada que el peliblanco apuntaba hacia su cara y, lentamente, llevó una mano a su abdomen, deteniendo la sangre que de ahí brotaba.
—¿Qué esperas, entonces? —masculló, con sus dientes apretados, levantando su mirada hacia él y esperando el golpe final—. Termina de una vez.
Una sarcástica y aterradora sonrisa se insinuó en los labios finos de Sesshomaru y sus ojos volvieron a su color dorado habitual, cuando dijo:
—De la misma manera en que ya no me interesa Tessaiga... ya no me interesa asesinarte.
Una roca cayó sobre el brazo del pelirrojo, desgarrando su ropa y su piel. Y sólo bastó ver esa fría y opaca capa sobre sus ojos verdes para comprender el recuerdo que lo invadió en esos momentos... El recuerdo de una vieja derrota, tan similar.
Sesshomaru sólo se mantuvo quieto en su lugar, imperturbable, sin bajar su espada.
—Hasta aquí llega nuestro camino —decidió—. No me importa cuáles sean tus planes, sólo espero que entiendas que si te llegas a acercar a ella, sólo acercarte, lo destruiré todo y te cortaré la cabeza antes de que puedas pensar en ponerle un dedo encima —sentenció, con la determinación congelada en su mirada.
Esa no era una amenaza, no. Era una promesa. Una que no tendría problemas para cumplir.
Enfundó su espada nuevamente y finalmente se dio la media vuelta, alejándose de la interminable lluvia de piedras.
***
Rin dejó escapar un largo suspiro —quizás de cansancio o quizás de resignación— en el momento en que puso un pie en la calle.
Era uno de esos días en que no quería ser vista, sólo pasar inadvertida. Hubiese deseado tener su abrigo para poder cubrirse con la capucha o tan solo sus pantalones y aquellos zapatos viejos, pero esa mañana no había tenido otra opción: se había puesto su usual vestido negro, pantis del mismo color y... ningún abrigo.
Al menos, el tiempo parecía estar de su lado. Sólo unas pocas nubes grises cubrían el cielo y el viento que recorría la ciudad parecía ser cada vez menos frío.
Casi de su lado, pensó cuando una suave brisa hizo ondear su vestido como si se burlara de ella, de su suerte. Frunció su boca y detuvo el movimiento rápidamente con su mano.
Desde la última vez que lo vio, a él, habían sido un par de semanas... difíciles, por decirlo de alguna manera.
A menudo se encontraba a sí misma pensando en esa noche; en esos ojos y en la sensación de esas manos sobre su piel; en ese silencioso viaje de regreso con el corazón roto; en las extrañas auroras que había visto en el cielo despejado de noche, como un consuelo; en el momento en que había llegado a ese salón, donde Joanna la esperaba, y sólo se había vuelto a vestir con su vestido negro y se había ido... sin decir nada, sin aceptar su pago.
Y es que, ¿cómo hubiese podido después de todo lo que había ocurrido?
No, no era dinero lo que quería de él. En ese momento, con ese nudo en su garganta y obligándose a no quebrarse y llorar frente a ellos, no había podido ni siquiera pensarlo.
Pero ahora... ahora, como la pobre cantante desconocida sin patrocinador y dependiente de propinas que por unos días había olvidado que era, su estómago se lo reclamaba. Le reclamaba a su orgullo, a su tonto corazón y a su estupidez.
Así que ahí estaba, reducida a lo que siempre había sido: una impostora, una embaucadora... una simple ladrona de calle.
Y aún así, ni siquiera era eso lo que más le molestaba, sino... el simple hecho de no poder dejar de pensar en él, en su voz, en sus palabras, en los distintos tonos de dorado que había descubierto en su mirada y que tan bien había memorizado. Su silencio todavía rondaba en ella, y dolía. Dolía saber que no volvería a verlo, porque una parte de ella lo extrañaba de una manera tan intensa, tan absurda después de tan poco tiempo, que ni siquiera lo comprendía; no lograba darle un sentido...
Como si de pronto volviera a sentirse tan sola y perdida en esa ciudad como el día en que llegó.
Con un sonoro resoplido echó todos esos pensamientos a un lado y, afirmando los bordes de su vestido, se agachó junto al muro de su viejo edificio para dejar un pequeño plato de comida en el suelo. Sin hacerse esperar, su pequeño y maltratado amigo salió de una abertura, maullando.
—Hola precioso. ¿Mucha hambre? Lamento no haber podido venir ayer —susurró, mientras acariciaba la barbilla del animal. El gato le ronroneó en respuesta, paseándose entre sus piernas.
Rin sonrió.
—Ya debo irme, tengo algo de prisa hoy, pero nos veremos mañana, ¿si? —Lo acarició por última vez antes de ponerse de pie y emprender su camino.
Primero, necesitaba juntar algo de dinero. Luego ya se preocuparía de conseguir algún patrocinador.
Tomó la ruta de siempre. Salió de sus callejones para recorrer las calles más transitadas y, aunque su vestido negro no era ideal para pasar inadvertida ahí, para correr y esconderse, sí lo era para engañar a los hombres de miradas grasientas. Vestida así era mucho más fácil ponerse esa máscara fría y fingir sonrisitas coquetas y vacías mientras se hacía de relojes caros y billeteras.
Luego dejó esas calles más decentes para internarse cada vez más en lo más gris de la ciudad.
Ahí podría vender fácilmente algunas de las posesiones que había adquirido esa mañana.
Reconoció aquel café en el que había estado semanas atrás, con esa niña, ahí donde al salir se había encontrado con él. Sin pensarlo mucho cruzó la calle, en un intento por evitar el lugar y sus recuerdos, quizás, pero entonces, de pie en la entrada de uno de los estrechos callejones, distinguió a dos policías.
Su estómago se revolvió, esta vez más de incomodidad que de hambre. Ya era tarde para volver a cruzar la calle, eso haría demasiado evidente su escape, así que sólo siguió caminando, resignada a pasar frente a ellos.
Rápido, se dijo a sí misma, pero relajada. Desapercibida.
No podía evitar ponerse nerviosa ante ellos. Además de los malos recuerdos de infancia, nunca era una buena idea acercárseles; ella no tenía papeles, era una ladrona inmigrante; enviarla lejos les tomaría menos que un par de segundos si se metía en problemas.
Había un par de conos en la entrada del callejón. Ellos estaban conversando, con sus cuerpos grandes, esbeltos y espaldas anchas, apoyados contra el muro. Esperando, daba la impresión. Ambos eran jóvenes y, pese a sus poses casi relajadas, inspiraban arrogancia, soberbia y poder.
De los peores, pensó.
De reojo, vio como ambos la recorrieron con disimuladas miradas. Desagradables.
Y entonces comprendió porque estaban ahí.
Lo primero que vio a sus espaldas mientras más se acercaba a ellos fue la punta de un zapato de tacón, de un pie, sobresaliendo bajo una lona negra, que cubría el resto de algún cuerpo tendido en el suelo.
Su corazón latió más rápido. Lo había visto ocurrir antes, cuando vivía en la calle —vagabundos, drogadictos, prostitutas, marginados... amigos, muertos en oscuros y fríos callejones sin que a nadie le importara— y aún así, jamás había logrado acostumbrarse a ese tipo de crueldad en el mundo, acechándola tan de cerca. Al menos, no de la manera en que esos policías parecían acostumbrados.
Los escuchó murmurar algo y luego reír silenciosamente. Como si no hubiera alguien tirado a sus malditas espaldas, a sus pies. Apretó sus puños, sus manos sudorosas, y se obligó a apagar sus oscuros recuerdos y pensamientos, a no cruzar su mirada con la de ellos, a no ver más allá tampoco; sólo seguir su camino, cabizbaja, sin ver, sin escuchar, sin meterse en problemas.
Un viento desordenó sus cabellos castaños justo cuando los cruzaba y entonces escuchó otro murmullo. Otra risa silenciosa.
No mires. No mires. No mires.
Pero miró.
No a ellos. Más atrás. Ahí, a sus espaldas, en el suelo, donde ahora podía ver que no sólo la punta de un pie había quedado fuera de la lona, pero también una mano; blanca, delicada, pálida; y sintió la bilis en su garganta cuando distinguió algo más...
Ahí, en su muñeca, el tatuaje de una rosa.
Nota de autora
Logré sacar el capítulo antes de que acabara la semana, pero no hubo reencuentro aquí, lo siento por eso, tendrán que esperar un poquito más para ver que pasará. Esto fue más como un puente entre su separación y lo que vendrá. Vimos a Sesshomaru que finalmente decidió no matar a Kirinmaru, quizás un poco (bastante) influenciado por la bondad de Rin y a nuestro solecito en una situación... complicada. Espero sus comentarios y saber qué opinan al respecto.
Muchas gracias por llegar hasta aquí ❤️
¡Un abrazo gigante!
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