Recuerdos del ayer que vendrá
El jinete detuvo su caballo al alcanzar la cúspide del promontorio y se deleitó en la contemplación de una de las mejores vistas que podía obtenerse desde aquel lado del río. Las aguas, tal y como recordaba, transcurrían lentas y tranquilas por el ancho cauce en esta época del año, y proporcionaban frescor y alimentos suficientes para sustentar a las numerosas especies, tanto vegetales como animales, que poblaban el valle. Sonrió a su pesar cuando decenas de recuerdos invadieron su mente, todos ellos pugnando entre sí por obtener su atención. Lo tentaban para que bajase la guardia y se rindiera a los dulces momentos de felicidad que le mostraban, pero él, con la perseverancia —sus enemigos lo llamarían terquedad— que otorga la práctica, los desechó con un enérgico movimiento de cabeza. En otra época, cuando aún era joven, tal vez hubiera terminado sucumbiendo a aquellas insidiosas evocaciones, tan placenteras como peligrosas, pero el hombre en que se había convertido hacía tiempo que había aprendido a evitarlas. Su conciencia se aprovechó del momento de distracción para azuzarlo con una pregunta que llevaba días rondando en su cabeza, y cuya respuesta, hasta ese momento, había sido la misma. No, no sabía si llegaba a tiempo, aunque se hallaba muy cerca de averiguarlo. Se excusó en esa insatisfactoria respuesta para espolear a su montura colina abajo, siguiendo el camino que lo conducía a su destino.
Poco antes de que el sol se ocultara tras las montañas, alcanzó la entrada principal a un abigarrado conjunto de edificios que, unidos bajo un propósito común, conformaban la Escuela de Magia de Asora, una de las más prestigiosas del país. Desmontó y se dirigió hacia la puerta, aunque esta se abrió justo antes de que su mano tocara la aldaba, conformada por un grueso aro de hierro sostenido por las dentadas fauces de una cabeza de dragón. La penetrante mirada de la criatura insuflaba a los visitantes ocasionales y menos avezados una perturbadora sensación de inquietud. Los magos eran unos auténticos maestros en el arte de asombrar a los extraños. Siempre tenían muy presente que una sencilla artimaña de intimidación podía proporcionarles una posición ventajosa ante cualquiera que careciera de suficiente experiencia como para no saber ver más allá de las simples apariencias. No los juzgaba por ello, pues en una tierra poblada de amenazas todo el mundo tenía derecho a adoptar las medidas que estimara oportunas para protegerse y sobrevivir. Y los magos, ya fuera por unos motivos u otros, siempre habían vivido muy preocupados por la necesidad de ocultarse y de preservar no pocos secretos. Tampoco esto último le parecía mal. De hecho, él mismo había sido uno de ellos en su juventud, y compartió casi todos sus miedos y prevenciones. Sin embargo, una vez alejado de aquel ambiente, que siempre se le antojó sofocante y claustrofóbico, y al cual nunca se sintió pertenecer en cuerpo y alma, ya sólo podía verlo como una mera pérdida de tiempo. Pero tampoco estaba allí para juzgar el, según su criterio, demasiado restrictivo estilo de vida de los servidores de las fuerzas mágicas, sino para realizar una tarea mucho más personal. Y su intención era llevarla a cabo con la mayor celeridad posible, para así poder alejarse —una vez más— de la Escuela y de sus siempre peculiares moradores, a los que ya nada le unía... salvo una cosa.
—¡Oh, hola! —la expresión del joven que acababa de abrir la puerta en nada le recordó a la característica mirada escrutadora y astuta que, de manera casi habitual, presidía el semblante de los magos—. ¡Un viajero! Y, a juzgar por el polvo que acumulan sus ropas, ha recorrido un largo camino.
El hombre, sin soltar a su caballo, retrocedió un par de pasos para no asustar al muchacho. Su rostro no le resultaba familiar, aunque sin duda debía de tratarse de un acólito que, justo en ese momento, salía a realizar alguna tarea de recolección de ingredientes para hechizos, a juzgar por el cestillo de mimbre que colgaba de su antebrazo y la pequeña hoz sujeta al cinturón de una humilde túnica gris. Lo observó con aparente despreocupación, aunque en realidad se fijó en varios detalles que le proporcionaron valiosa información incluso antes de cruzar una palabra con él. No lo hizo por nada en especial que le llamara la atención, sino que esa era su manera de comportarse ante cualquier desconocido. Un hábito que, con los años, se había revelado muy útil para sobrevivir a los muchos peligros que acechaban por doquier en ciudades, pueblos, posadas y caminos.
—Eres muy observador, muchacho —alabó el viajero para disimular su propio escrutinio—. ¿Vives aquí, en la Escuela?
El acólito sonrió de oreja a oreja mientras asentía con la cabeza.
—Así es, señor. ¿Buscáis alojamiento para pasar la noche antes de continuar vuestro viaje hasta la ciudad, o quizá habéis venido a encontraros con alguno de los maestros? —inquirió el joven.
La actitud abierta y sencilla del muchacho le confirmó que llevaba poco tiempo en la Escuela bajo la tutela de los magos. Una vez más no pudo evitar retrotraerse a su juventud, y se recordó a sí mismo tal cual, antes de que su talante, alegre y despreocupado como el de aquel muchacho, se fuera tornando reflexivo, serio y receloso. Las múltiples tareas y responsabilidades, las numerosas horas de estudio, el tiempo dedicado a la introspección, en fin, el adelantamiento de la madurez robándole espacio al juego y a las relaciones sociales más básicas y naturales, dejaban a tan temprana edad una huella profunda en el carácter. Pero todo aquello no era sino una parte, importante, sí, pero sólo una parte más de la verdad. Pasados los años, y analizando con cuidado su paso por la Escuela, había llegado a la conclusión de que, tan importante como el resultado de una férrea instrucción, el carácter grave que, casi siempre, terminaba afectando a la mayoría de los magos, se debía también a la particular visión del mundo que los maestros insuflaban, quisieran o no, a sus discípulos. Nunca antes se había detenido a reflexionar sobre si ese proceso, por el que pasaban sin excepción todos los jóvenes que ansiaban abrazar los arcanos conocimientos de la magia, respondía a un propósito o, simplemente, era un resultado involuntario e inevitable. Lo que sí tenía bastante claro es que no era algo fruto del azar, pues este no se repite con tan estremecedora reiteración.
—Ambas...
—¡Oh! Yensy, señor. Mi nombre es Yensy.
—Me alegro de conocerte, Yensy. Yo soy Siwen. Lo más probable es que no hayas oído hablar de mí, pero hace años también viví aquí, en la Escuela, y durante un tiempo vestí una túnica como la tuya.
—Pero entonces... ¡sois mago!
Las cejas del acólito se elevaron en inequívoca señal de sorpresa y admiración, y la tarea que le hubiera sido encomendada, fuera la que fuera, quedó al instante relegada al olvido. Pero no para Siwen, que sabía muy bien que el muchacho podía meterse en algún problema por su culpa.
—Bueno, no exactamente... pero es largo de explicar. Quizá más tarde, cuando termines con tus quehaceres —miró los útiles para que el joven se diera cuenta de que aún estaban ahí—, y si tus maestros lo aprueban, podamos charlar y te cuente cosas sobre mi paso por la Escuela.
El muchacho, de vuelta a la realidad, asintió sin palabras pero con gesto decidido. Luego, tras lanzar un suspiro de resignación, se alejó hacia el bosque cercano para, tal y como Siwen había adivinado, recolectar algunas de las plantas, bayas y raíces que debían recogerse al amparo de la noche, aunque con la inestimable ayuda de una sencilla pero eficiente esfera de luz mágica que el muchacho debía conjurar. A los magos les gustaba encargar a los acólitos tareas donde, de un modo u otro, se vieran obligados a emplear los conocimientos mágicos que iban aprendiendo en sus lecciones teóricas. De ese modo integraban estudios y prácticas y los alumnos aprendían más y mejor que si se disociaban ambos aspectos educativos.
***
—He soñado con tu llegada —fueron las primeras palabras que escuchó el viajero por parte del anciano que observaba el cielo nocturno desde su estratégica posición, al lado de un amplio ventanal dividido en dos por un parteluz de alabastro. El hermoso ajimez, gracias a su decoración y a la iluminación que facilitaba durante el día, era una parte destacaba de la estancia, una especie de salón que solía emplearse para recibir y agasajar a los visitantes que, seguramente con más frecuencia de la que deseaban, los magos recibían.
—Yo también me alegro de verte, padre —respondió irónico el recién llegado deteniéndose a cierta distancia de su progenitor. Este no pareció acusar la sutil estocada verbal, y continuó dándole la espalda, aparentemente ensimismado en el fantasmal paisaje que la luz de la luna llena dibujaba en el bosque.
—No dije que fuera un sueño agradable, Siwen —el viejo mago se volvió de repente con un brío que desentonaba con la imagen que ofrecía. La aparente fragilidad que transmitía, sin embargo, sólo engañaba a quienes no lo conocían.
—En ese caso espero que tampoco se tratara de una pesadilla —ahora las palabras sí sonaron sinceras—. Esta vez he venido en son de paz, Myran.
El anciano observó a su hijo durante unos instantes; parecía estar evaluando sus palabras e intenciones antes de tomar una decisión.
—Lo celebro. Entre nosotros la paz siempre ha sido muy frágil, pero no seré yo quien inicie las hostilidades —aseveró el anciano mientras tomaba asiento en un amplio butacón situado cerca de una gran chimenea, ahora apagada, e invitaba a su hijo a acompañarlo señalando otro igual que estaba frente al primero—. A menos, claro está, que me des algún motivo.
Siwen esbozó una media sonrisa al escuchar las últimas palabras del mago, pues le retrotrajeron, una vez más, a sus años de juventud pasados entre aquellos muros. Había cosas que, por mucho tiempo que transcurriera y por mucho que uno se alejara, nunca cambiaban. Y, en el fondo, comprendió que este y no otro era el motivo de su regreso. Hasta ese momento podía haber pensado que la nostalgia y los recuerdos de un pasado lejano lo habían por fin atrapado para arrastrarlo hasta allí, pero cuanto más tiempo pasaba en aquel entorno, más se daba cuenta de que su decisión de marcharse había sido la correcta. Comprendía la decepción de los miembros de la Escuela, que tantas esperanzas habían depositado en él y que, una a una o todas a la vez, se vieron defraudadas. Pero siempre se consoló pensando que, al menos, fue fiel a sí mismo y a sus propios sentimientos. Eso le permitió sobrellevarlo todo, aunque el precio a pagar fuera tan alto.
—Necesito hablar con Renan —dijo sin rodeos ni florituras. Las hermosas palabras y el lenguaje elegante nunca habían sido su fuerte, ni de joven ni de adulto. Siempre directo. Siempre, también, por esa misma razón, incómodo para los demás.
El silencio se adueñó de la estancia durante un buen rato, como si hubiera sido impuesto por decreto. Luego, tan abruptamente como llegó, fue expulsado.
—Sí, eso imaginaba... —asintió Myran. Luego, con un brillo en su mirada de halcón, añadió—: Y parece importante.
—Así es, pero no te inquietes, sólo quiero hablar con él. No he venido a apartarlo de ti ni de la Escuela... a menos que él quiera. Si está decidido a seguir tus pasos y convertirse en mago, tienes mi palabra de que nada haré por impedirlo.
—Comprendo —murmuró el anciano en un susurro audible. No necesitaba de sueños premonitorios para conocer algunas de las más profundas inquietudes que, desde hacía muchos años, atormentaban a su hijo. De hecho, una parte importante de sus diferencias irreconciliables había nacido de sus muy distintos puntos de vista sobre la manera de abordar aspectos fundamentales de la existencia. Y también era consciente de que cualquier cosa que dijera podría resultar contraproducente. Hacía tiempo que había renunciado a intentar cambiar a su hijo, pero ahora temía por el futuro de su nieto. Sin embargo, sabía que no debía impedir el reencuentro entre ambos—. Le diré que estás aquí.
El anciano se levantó, avanzó hacia la puerta y se detuvo un momento, cuando ya salía, al escuchar un "gracias" tras él. No se volvió a mirar. Asintió y reanudó su camino mientras la puerta se cerraba a su espalda.
***
No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera de nuevo. La cara del joven vestido con la túnica gris de los acólitos se iluminó al ver de quién se trataba, y corrió hacia él dando un grito de alegría. Padre e hijo se fundieron en un abrazo y así permanecieron un buen rato, incapaces tanto el uno como el otro de hablar, tras varios años de separación. Luego, con las mejillas humedecidas y los ojos aún algo rojos de haber llorado, ambos se fueron tranquilizando y, al final, terminaron sentados en el suelo, frente a frente, haciéndose preguntas y respondiéndose para intentar ponerse al día cuanto antes de todo lo que habían vivido por separado y que no habían podido compartir hasta entonces. Al final, Renan no pudo reprimir la pregunta que pugnaba por salir de él y a la que él se resistía. Casi prefería no saberlo, pero al final siempre podía la curiosidad.
—¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez?
—Una semana —respondió el padre, consciente de lo insatisfactoria que resultaba la respuesta para su hijo. Pero tampoco se atrevía a confesarle lo mucho que le costaba permanecer en la Escuela, ni a explicarle por qué, durante ese corto tiempo que permanecía en sus contadas visitas, apenas cruzaba unas palabras con Myran. No quería que el corazón de Renan se llenara de rencor contra su propio hogar y aquellos que lo cuidaban, educaban y enseñaban, como tal vez le había ocurrido a él. Pero, en lo más profundo de su ser, también era consciente de que había llegado el momento de revelarle cosas que había mantenido guardadas para sí mismo.
***
Los días se sucedían en la Escuela gobernados por la laboriosa rutina a la que magos y acólitos habían escogido entregarse como estilo de vida. De los escasos visitantes que pasaban por allí, sólo unos pocos, los que no habían pisado antes una escuela como aquella, se sorprendían de algunos de los extraños hábitos y de la disciplina con la que todos se comportaban. En un ambiente como ese no resultaba difícil sentirse a menudo como un pez fuera del agua, aunque ninguno de los eventuales viajeros podría afirmar, sin faltar a la verdad, que el trato prodigado a todos, sin importar condición ni posición social, fuera menos que correcto. En las Escuelas de magia los foráneos no recibían efusiones, falsas sonrisas, tratos preferentes o vacuas adulaciones, pero tampoco eran engañados, y todos disfrutaban por igual de las muchas o pocas comodidades y recursos disponibles en cada momento. Eso sí, siempre y cuando uno hubiera sido admitido en el recinto. Todos y cada uno de los magos contaban con la prerrogativa de poder negarse a alojar en la Escuela a cualquier persona ajena a ella, si bien se trataba de una facultad que sólo se empleaba en casos excepcionales.
Siwen y Renan habían aprovechado al máximo todo el tiempo que pudieron pasar juntos. A Siwen se le concedió —como en anteriores visitas— un permiso especial para poder acompañar a su hijo en algunas de las tareas que debía realizar, bajo la promesa de no ayudarle —y, por tanto, no interferir de ningún modo en el proceso de aprendizaje del muchacho—, de tal modo que todas ellas se hicieron para el joven mucho más amenas que de costumbre.
Pero, finalmente, llegó el día anterior a la partida de Siwen. Padre e hijo, tras concluir una tarea de recolección de ingredientes en el bosque que rodeaba la Escuela, se sentaron a descansar en un claro por el que transcurría un pequeño arroyo. Se produjo un tenso silencio que ninguno de los dos parecía atreverse a romper, hasta que por fin el hombre tomó la palabra.
—Renan, hay algo sobre lo que hace tiempo que quiero hablarte, pero hasta ahora no eras lo bastante mayor como para comprender... y en realidad tampoco yo me sentía preparado. De hecho, aún dudo si lo estoy. Sin embargo, en estos días que hemos estado juntos, me he dado cuenta de cuánto has crecido desde mi última visita.
—¿De qué se trata? —el joven se mostró interesado. Su padre nunca se había mostrado especialmente comunicativo cuando se trataba de abordar temas del pasado.
—No de qué... sino de quién —fue la escueta respuesta del visitante.
—¿De madre? Nunca has querido hablarme de ella, lo poco que sé es por lo que me ha contado el abuelo.
—Lo sé y créeme que lo siento, hijo. Pero, cuando sepas la verdad, estoy seguro de que comprenderás cuánto me cuesta hablar de este tema.
Renan asintió y esperó en silencio, dándole a su padre tiempo para tomar aire y escoger las palabras.
—Tu madre y yo éramos muy jóvenes cuando nos conocimos, apenas un poco mayores que tú. Yo llevaba poco menos de un año como acólito en la Escuela, y ella llegó en plena tormenta invernal con una delegación de la capital que se vio obligada a detenerse aquí para pasar unos días, a la espera de que mejorara el tiempo antes de proseguir en dirección a Asora.
»Enseguida surgió algo entre nosotros. Primero fueron las miradas, luego esa simpatía y atracción mutuas nos llevaron a empezar a hablar, y no pasó mucho tiempo antes de que fuéramos inseparables. Mientras las tormentas se sucedían en el exterior, nosotros aprovechamos para conocernos cada vez más. Bromeábamos diciendo que los dioses se habían puesto de acuerdo para que nosotros pudiéramos seguir juntos. Éramos jóvenes e inconscientes, y queríamos creer que todo cuanto ocurría era por nosotros. No parecía importar nada ni nadie más. Recuerdo que, durante aquellos días, me impusieron varios castigos por saltarme algunas de las normas de la Escuela con tal de estar juntos, pero nada de eso me importaba.
Siwen, que había estado hablando con la mirada fija en un punto del arroyo, donde las aguas corrían libres y cantarinas, emitiendo un murmullo refrescante y, a la vez, hipnótico, desvió de repente la mirada para encontrarse con la de su hijo.
—Nos enamoramos como sólo dos jóvenes inconscientes pueden llegar a enamorarse —confesó con una media sonrisa melancólica.
—Érais jóvenes, pero también libres para enamoraros el uno del otro, ¿no?
—Eso pensaba entonces —admitió el padre con un deje de amargura en la voz—. Pero llega un momento en que la vida te enseña que los sentimientos no sólo no te liberan, sino todo lo contrario. Te atan como ninguna cadena de hierro es capaz de hacer.
—No lo entiendo, padre. ¿Cómo puede esclavizarte aquello que te orienta en lo que quieres hacer?
—Por el modo en que lo hace, muchacho. Tu opinión no cuenta, tus razones, tu lógica, tus argumentos, todo cuanto creas que puede partir de tu ser deja de tener sentido ante el irrefrenable ímpetu del deseo, sin importar las consecuencias. Y si pierdes el control de tus decisiones, pierdes tu libertad.
—Entonces... —Renan vaciló antes de atreverse a enunciar la pregunta que rondaba en su cabeza.
—Adelante, hijo. Pregunta sin miedo.
—¿Os arrepentisteis en algún momento de haberme tenido? ¿Es por eso por lo que te fuiste?
—Ven aquí —Siwen abrazó fuerte a su hijo contra su pecho, con las lágrimas luchando por escapar de sus ojos. A duras penas logró contenerlas.
—Ni por un segundo pienses que tu madre y yo lamentamos haberte dado la vida. Con toda seguridad no éramos conscientes de ninguna de las consecuencias de nuestra unión cuando decidimos mantenernos juntos contra viento y marea, frente a todos aquellos que nos advirtieron de que no lo hiciéramos, de que éramos demasiado jóvenes, o que nuestras vidas eran demasiado distintas. Nada de aquello nos importó. Y, de hecho, al final tampoco se demostró que ellos tuvieran toda la razón, aunque...
—¿Aunque qué, padre? —el joven acólito escuchaba con la boca abierta, expectante ante lo que le pudiera ser revelado.
—Fue la vida la que se encargó de echar por tierra todos nuestros sueños de felicidad. Ni la juventud, ni la falta de experiencia. Ni siquiera que no viviéramos en el mismo sitio. Todo eso se hubiera podido solucionar.
—El abuelo me dijo que madre enfermó, y que ningún remedio ni conocimiento médico pudo salvarla —el muchacho pronunció en voz baja las palabras, lentamente, como si las arrastrara.
Siwen, cabizbajo, asintió. El recuerdo y la confesión, todo dolía, pero no había otra forma. Si al menos pudiera albergar la esperanza de que sirviera para algo.
—Renan, a veces la vida te golpea más fuerte que el peor de tus enemigos, y a ella no se le pueden devolver los ataques. Estamos prácticamente inermes ante su poder... aunque sí hay algo que está en nuestra mano. Pero llevarlo a cabo exige una fortaleza y perseverancia dignas del mejor de los guerreros.
—¿Y qué es eso, padre? ¿Qué es lo que sí podemos hacer?
—No entrar en su juego; rechazar las innumerables tentaciones con las que nos obliga a situarnos al borde del precipicio, sin ataduras ni anclajes, completamente indefensos. Y donde cualquier azaroso golpe de viento puede hacer que caigamos al abismo.
El muchacho miraba a su padre con los ojos muy abiertos, como si le costara seguir aquel extraño razonamiento donde se mezclaban conceptos mundanos y otros más abstractos. Siwen se percató de las dificultades por las que pasaba su hijo, y se lo resumió en palabras que pudiera entender.
—El amor es una trampa, Renan. Eso es lo que trato de explicarte, y es lo que me gustaría que comprendieras, porque por nada del mundo querría que tuvieras que pasar por lo mismo que yo.
»Por eso, cuando me marché, no me pareció mal que te quedaras con tu abuelo y estudiaras con los magos. Sabía que con ellos estarías bien, incluso mejor que con un hombre herido como yo. Además, la mayoría de ellos nunca llega a casarse, y no por ello son más infelices que el resto de la gente.
Padre e hijo aún se entretuvieron charlando un rato más en aquel claro, junto al arroyo de aguas límpidas, refrescantes, hasta que las sombras de los árboles empezaron a crecer a medida que menguaba la luz del día. Decidieron regresar a la Escuela para seguir disfrutando, tras la seguridad de sus recios muros, de las pocas horas que aún les quedaba por compartir antes de que llegara el nuevo amanecer y, con él, una nueva despedida.
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