Recuerdos de un periodista


—Entonces dígame, Carlos ¿Cuál cree usted que debería ser la cualidad que debería tener todo periodista?

Me resultó una pregunta difícil de responder. Había hecho numerosos y grandes trabajos antes de poder participar en aquella entrevista, pero jamás me había puesto a pensar, en mis 37 años, si poseía alguna cualidad en específico.

Un momento... ¿No era esa la respuesta a su pregunta? ¿No era acaso el trabajo duro y la perseverancia lo que me había llevado a mí, Carlos White, a estar sentado frente a las cámaras más famosas de la televisión nacional?

Les cuento: comencé trabajando para un periódico local como escritor. En aquél entonces tenía 25 años y me lancé a trabajar por mera necesidad. Mi padre era taxista desde que tengo memoria, mientras que mi madre, en aquel entonces, cumplía un cargo medianamente importante en la policía provincial de Tucumán. Y digo "en aquel entonces" porque ella ya no está más. La principal fuente de ingreso económico en mi casa venía de su parte, pero ella murió en un asalto realizado por dos pibes en una moto.

O... Bueno, eso era lo que a todos les hicieron creer.

Emma, mi madre, siempre nos decía que se encontraba en constante conflicto con un oficial de mayor cargo que ella. Siempre lo acusaba de tráfico de drogas y de encubrir casos policiales que involucraban a políticos o, incluso, a los mismos oficiales.

Casualmente, después de hacerle la denuncia y un día antes de declarar ante la justicia, apareció en todos los diarios que ella había sido asesinada justo al frente de su propio cuartel. Y así, sin mayor indagación, nos impidieron revisar cualquier cámara de seguridad del edificio e incluso de las calles, alegando que eran archivos reservados para la investigación que, como esperábamos, jamás se hizo.

Por suerte nos entregaron el cuerpo, de manera que pudimos velarla como una madre se lo merece. Pero una vez que todo eso terminó, debíamos continuar con nuestras vidas, y la verdad era que la crisis económica del país no daba tregua; el taxi de mi padre ya no daba a basto para darnos de comer a los dos.

Así fue cómo terminé en el periódico de mi localidad. Tuve que abandonar el último año de mi carrera de periodismo para comenzar a escribir los artículos de "El corriente" y ayudar a Walter, mi padre.

Fue una lástima. Realmente quería terminar esa carrera. Pero bueno, tuve la gracia de obtener mucho más que eso.

La situación en casa tuvo un largo tiempo de estabilidad. A los 28 años podía decir que la situación era bastante buena y sin ningún tipo de complicaciones. Sin embargo, como todo lo que es bueno, no podía durar para siempre, y el cambio ocurrió cuando vieron que hacía bien mi trabajo. Dejaron de otorgarme los artículos deportivos y comenzaron a darme todas las primeras planas junto con cualquier otro asunto relevante.

La diferencia estaba en que ya no podía escribir lo que quería, sino que debía seguir ciertas "recomendaciones" de mi jefe. Al principio no le di demasiada importancia al asunto, pero luego me tocó ver una foto del gobernador dándole la mano a Juan José Gómez, el oficial al que mi madre iba a llevar a la justicia.

Había sido nombrado ministro de seguridad y ahora estaba al mando de toda la fuerza policial de la provincia. Al parecer el mismo gobernador se había encargado de ponerlo en aquel puesto, y mi jefe se había encargado de darme personalmente una lista con todos los "logros" alcanzados por el oficial Gómez.

Ahí fue cuando me cayó la ficha ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Si bien la policía se había encargado del encubrimiento del caso de mi madre, la prensa fue la que terminó de cerrar el caso ante los ojos de sus lectores, cambiando al asesino real por unos ladrones corrientes.

Entonces lo entendí todo; un policía que encubría casos internos de la institución podía serle de mucha utilidad a un político; y si además ese policía tenía un "amigocho" como jefe de un periódico, mejor. Este podía ayudarle a tapar su corrupto accionar.

Por la plata baila el mono, dicen, y alguien como el gobernador podía hacer bailar hasta a una orquesta de elefantes. Aunque para ser sinceros, el oficial Gómez no era más que un cerdo.

Pero volviendo a lo principal, cuando estaba al frente de mi computadora, con la página en blanco frente a mis ojos y con mi café en mi escritorio, recordé que me encontraba en el periódico más conocido de la provincia. Y mucho más importante, que yo era el que iba a escribir esa primera plana. Era yo el que podía sacar a la luz la roña que escondía el nombramiento de Gómez como ministro de seguridad.

Pero me había comportado como un novato, fui muy precoz al actuar. Debí haber esperado más tiempo y tratado de conseguir más material verificable, pero no lo hice. Escribí dos artículos diferentes: uno hablando bien sobre el oficial Juan José Gómez —que fue el borrador que le mostré a mi jefe— y otro que decía lo que realmente era. Me las ingenié para presentar este último sin que lo revisaran, pero mi ingenio no fue más allá de eso.

La nota provocó revuelo en todo Tucumán. Incluso algunos periódicos de otras provincias hicieron eco sobre el artículo del ministro Gómez: estaba acusado de tráfico de drogas y, no menos importante, su única denunciante había muerto justo al frente de su comisaría el día anterior al juicio.

Pero como dije anteriormente, fui un tonto. Fue una gran oportunidad perdida, ya que nada de lo que había puesto en esa primera plana era verificable. A pesar de que estaba muy seguro que todo era así —pues sabía que mi madre era una persona muy honesta— lo cierto es que no podía comprobar de ninguna manera que eso había ocurrido. Y si de consecuencias hablamos, no pude haber tenido más suerte, ya que tranquilamente podría haber sido denunciado y castigado por calumnias e injurias.

Sin embargo, les parecí un problema tan insignificante que no lo hicieron. Me despidieron, eso sí —y no esperaba menos—, pero pudo haber sido mucho peor.

Fue en ese entonces que, gracias a un par de ahorros que me habían quedado del trabajo, pude mantenerme por un tiempo; la situación de mi padre no había mejorado mucho, lo que significaba que íbamos a pasar hambre otra vez.

A pesar de todo, al igual que lo bueno no dura para siempre, tampoco existe mal que por bien no venga. Y mientras buscaba algún trabajo, decidí que mi asunto con el periódico y con el oficial Gómez no había terminado. Por ende, inicié aquello que tenía pendiente desde hacía mucho y que quería hacer con muchas fuerzas: el periodismo.

No pude retomar los estudios, pero comencé a trabajar por mi cuenta creando una página periodística en las redes sociales. Comencé publicando unos pocos artículos relacionados a asuntos de nuestro barrio y del gremio de taxistas —gracias a la información que me brindaba mi padre—, pero mi verdadera labor era más grande. Mucho más grande de lo que en realidad imaginaba.

Luego de tres años de la muerte de mi madre, había vuelto a los alrededores de la comisaría de Juan José Gómez para buscar respuestas: todos los que vivían por allí recordaban el asesinato de Emma, pero nadie quería hablar al respecto. Nadie a excepción de un valiente joven informático llamado Franco, de 26 años.

Lamentablemente, no era algo de lo que podía alegrarme. Él no podía comprobar nada de lo que le había ocurrido a mi madre, pero desde aquel incidente fue que comenzó, a escondidas, a grabar los policías cada vez que tenía la oportunidad: tenía un total de 57 videos sobre lo que una noble policía había sospechado hace tiempo, es decir, el tráfico y la venta de droga. Y si franco no había publicado antes esas evidencias, fue porque estaba amenazado de muerte.

Gracias a él, que ahora trabaja conmigo, no solo logré hacer avanzar mi proyecto de periodismo, sino que también logramos desmantelar un futuro verdadero caos.

A pesar de que tenía pocos adeptos en mi página periodística, los videos fueron suficientes para armar un enorme escándalo a nivel nacional. El gobernador, en su pobre intento de simular su inocencia, destituyó a Juan José Gómez del ministerio de seguridad. Aún así, la justicia había sido más audaz y decidió allanar el cuartel inmediatamente, llevándose hasta el último dato que allí se encontrara.

Con el oficial preso y 500 kilos de cocaína secuestrada, la bola de nieve se iba a hacer más grande.

Dos ex compañeros que trabajaban en "El corriente" conmigo decidieron colaborar con el caso, de manera que infiltraron información que era censurada por su jefe. Resultado: publicamos otro bochornoso artículo que involucraba a la droga con el intendente de la ciudad. Y cuando él fue investigado por la justicia, supieron que el gobernador también estaba comprometido.

Al estar él, también lo estaban la mayoría de los intendentes de las diferentes localidades. Y al ser esto así, significaba que se estaba traficando droga en casi todos los cuarteles de la provincia.

Fue tan grande la infestación de corrupción que aún no comprendo cómo fue que Tucumán no fue intervenida por el gobierno nacional. Incluso tuvieron que utilizar a la gendarmería nacional y a la policía federal de Buenos Aires para acaparar toda la pesquisa.

Entonces, finalmente les comento, esa había sido una de las más importantes razones por las que me habían invitado a la televisión nacional. Había sido partícipe de una investigación que no solo movió a mi provincia, sino a todas las otras que integraban Argentina, pues muchos otros periodistas habían comenzado a sacar a la luz la roña de sus propias tierras.

—¿Carlos?

—Sí, disculpá ¿Podrías repetirme de nuevo la pregunta?

—Claro. Le preguntaba cuál cree usted que debería ser la cualidad que todo periodista debería tener.

Ahora sí lo recordaba. No había sido el esfuerzo o mi arduo trabajo —después de todo, tuve investigaciones mucho más complicadas que la de Gómez—. Había sido algo que teníamos en común tanto los que trabajábamos en el canal periodístico, como todas aquellas personas que nos seguían y nos ayudaban con datos.

Todos queríamos vivir en paz. Todos queríamos dejar de ser doblegados por aquellos que pretendían permanecer en el poder. Todos queríamos que dejaran de censurar y filtrar las noticias reales. Todos queríamos dejar de vivir entre el temor que producían las amenazas, e incluso la misma muerte. Y por sobre cualquier cosa, todos queríamos llenarnos con las dos mayores cualidades que recuerdo de mi ya difunta y olvidada madre:

—La valentía y sed de la verdad, sin duda —respondí a la reportera —. Porque sin valentía, el periodista se dejará torcer ante cualquier fuerza mayor. Y sin sed de la verdad, terminará siendo profeta de los poderosos. Condenará a todo su pueblo a vivir anestesiados en una falsa realidad. Los hundirá con sus mentiras en lo más profundo de la bosta en la que viven sin saberlo. Y entonces, solo cuando comiencen a sentir el olor a su alrededor, habrá sido demasiado tarde; el periodista habrá sentenciado el futuro de su gente para siempre.

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