2. Lo que perdí en Frigiliana

Un par de semanas después

La abuela Julieta subió con pesadez las escaleras que llevaban a la parte de arriba de la casa de su hijo. Carlos vivía muy cerca de ella, de hecho, sus tres hijos vivían casi en el mismo barrio. Eso era una ventaja por si tenían una emergencia y necesitaban que la abuela se quedara con alguno de los nietos o si era ella la que requería de su ayuda. 

Llegó arriba y se giró a la derecha hacia la habitación del fondo. Su hijo y su nuera estaban trabajando, así que pensó que seguramente, Rocio, su nieta, seguramente dormiría. La joven llevaba en el pueblo una semana, desde que había terminado sus exámenes de periodismo. Con buena nota. Lo que se esperaba de la niña.

Abrió la puerta despacio y dentro todo estaba en penumbra. El aire era fresco gracias a que ésta habitación estaba en la parte menos soleada de la casa. Julieta fue hacia la ventana y subió la persiana despacio, dejando entrar algo de luz en el dormitorio. Fue hacia la cama esquivando la ropa que yacía en el suelo.

Se sentó en la cama y empezó a llamar a su nieta casi en susurros para que no se asustara al despertar. 

- Rocío, cariño. Despierta. 

La morena se retorció unos segundos en la cama y después abrió los ojos lentamente mirando algo confundida a su abuela pues no esperaba verla en su habitación. 

-Abuela, ¿Qué haces aquí? ¿pasa algo? -le preguntó la joven a la vez que se restregaba los ojos con ambos puños. Reprimió un bostezo centrando de nuevo la vista en su abuela.

- Tranquila mi niña. Pero necesito que te levantes y que me lleves a un sitio -le pidió ella con toda la calma del mundo. 

- ¿A dónde abuela?

- Necesito que me lleves a Frigiliana.

- ¿A Frigiliana? ¿Para qué? -Roció se incorporó en la cama sin entender porqué su abuela quería ir tan lejos de casa, y además, pidiéndoselo a ella.

- Para buscar una cosa, Rocío -le contestó la abuela levantándose de la cama. Dejó que de su garganta escapara un lento y ahogado suspiro, reprimiendo esta vez la inquietud que la atenazaba. 

- ¿Abuela?

- Rocío, no confío en nadie más que en ti, cariño. Si se lo digo a tu padre, o a alguno de tus tíos, no me querrán llevar y no pararan de hacerme preguntas de porqué quiero ir a Frigiliana. Por eso necesito que te vistas y que bajes rápido.

La abuela Julieta no le dio tiempo a réplica. Ella nunca era de pedir favores, al contrario, ella era la que los hacía. Siempre. Por eso pensó Rocio que tenía que ser importante para que, precisamente, fuera a su nieta mayor a quien recurriera.

Desde que murió su abuelo, más bien, desde lo que le había confesado, apenas la había visto. Al parecer, siempre estaba ocupada terminando de arreglar las cosas del abuelo Francisco.

Rocío salió de la cama y se dio una rápida ducha. Se puso un pantalón corto, una camiseta y sus zapatillas converse. Con el pelo aún húmedo, se lo recogió en una coleta alta y después de coger sus gafas de sol y su bolso, salió de la habitación.

Bajó las escaleras y se encontró a su abuela en la entrada de casa mirando una de las fotos de la familia. Salían todos. El abuelo, sus tíos, los primos... La dureza como miraba la foto de su fallecido marido, no le pasó desapercibida a Rocio, levantando aún más sus sospechas de que algo grave había ocurrido entre sus abuelos. 

- Ya estoy, abuela -le llamo la atención Rocio, desviando Julieta la atención de la foto, no así, la dureza de su rictus.

- Las cosas podían haber sido de otra manera, Rocío, pero, fui una cobarde y tu abuelo y mi madre dos hijos de puta -le confesó ella con un tono de voz cargado de dureza y de reproches. 

- Abuela, ¿qué...?

- Déjalo, Rocío, aún no es el momento, ¿vamos?

Julieta le hizo un gesto a su nieta para que salieran de casa, sin querer contestar su pregunta. Abrió la puerta y la joven la siguió decidiendo no ahondar más en las palabras de su abuela. Su coche estaba aparcado en la puerta. Era un Peugeot que su padre le había comprado cuando se sacó el carnet de conducir hacía dos años ya. Lo abrió y ambas mujeres se montaron a la vez. En cuanto se puso el cinturón, Rocio ladeó su cabeza para mirar a la abuela, preguntándose aún, a que venía todo esto.

- ¿A qué parte de Frigiliana vamos, abuela?

- Tú conduce, Rocío, que cuando lo sepa, te lo diré.

Frigiliana

Mientras tenía el culo apoyado en su coche, Rocío miraba como su abuela hablaba con varias mujeres de la pequeña barriada del pueblo. Llevaban así toda la mañana. Ella conducía y aparcaba donde su abuela le indicaba, y ella se bajaba impidiéndole seguirla. Al parecer, su búsqueda no estaba dando los frutos que Julieta esperaba, porque cada vez que volvía a subirse al coche, su semblante mudaba aún más desilusionada.

La mayor de los nietos de Julieta González, resoplaba mientras cruzaba sus brazos. Hacía calor y quería irse a casa. Estaba agotada de dar vueltas. Miró hacia arriba, hacía el cielo, y rogó al abuelo Francisco que hiciera que su mujer se diera prisa en volver. 

Por suerte, no tuvo que rezarle mucho, pues la abuela caminó hacia ella, y por desgracia con la misma expresión que antes.

- ¿Qué tal? -le preguntó su nieta con suma cautela pues la desilusión en el rostro de la anciana era cada vez más evidente. 

- Mal, Rocío, mal. Esto es como buscar una aguja en un pajar -la pobre mujer se llevó la mano a la frente quitándose algo del sudor acumulado mientras se limpiaba la palma en un pañuelo.

- Si me dijeras que estás buscando, podría ayudarte -le sugirió Rocío intentando averiguar que cojones hacían tan lejos de casa.

- Tu internet y tus redes sociales no me van a ayudar, Rocío, eso ya lo he intentado yo -le dijo la abuela chasqueando su lengua- vamos, tengo hambre y a las afueras del pueblo hay una tasca donde se come muy bien.

Rocío miró de nuevo hacia abajo y bufó separándose del coche. Abrió las puertas con el mando y ambas se subieron. Después de ponerse el cinturón, la abuela Julieta le indicó por donde tenía que ir y ambas se sumieron en un cómodo silencio. La nieta no dejaba de mirar a la abuela preguntándose que se traía entre manos. Su propia madre le había preguntado donde estaba y ella había tenido que mentirle diciéndole que a la abuela le había apetecido ir a Antequera de compras.

- No sabía que conocías Frigiliana tan bien -le dijo Rocío intentando sacarle alguna información.

- Cuando me casé, tu abuelo y yo nos vinimos a vivir aquí. Él era guardés de una finca a las afueras y vivimos aquí hasta que... bueno, hasta que me quedé embarazada de tu tío Adrián. 

Julieta se sumió de nuevo en el silencio. Un frío escalofrío recorrió su cuerpo volviendo a esa época. La que le trajo la mayor felicidad del mundo, pero, que luego la hizo ser una desgraciada toda su vida.

Unos cuantos minutos después, llegaron hasta el pequeño barecillo que le había indicado a su nieta. Rocío aparcó el coche, y al salir de el una ráfaga de calor la recibió con desagrado. Siguió a su abuela hasta dentro del establecimiento. Era pequeño, tal y como ella le había dicho. Una barra ocupada solamente por un par de parroquianos que tomaban dos chatos de vino y que apenas levantaron sus cabezas cuando ellas entraron.

- Vámonos allí, estaremos más frescas.

Julieta le señaló a su nieta una de las mesas de la esquina. Los muros de la tasca eran de piedra y se notaba que los años no habían pasado en balde por ellos. Rocío estaba tan cansada que ni ganas de discutir con su abuela tenía. Deseaba irse a casa. Ponerse su bikini de rayas azules y bañarse en la piscina hasta que se le quitara este calor que tenía en todo su cuerpo.

- Tú no puedes beber porque tienes que conducir, pero yo me pienso beber un buen vaso de vino dulce -le dijo su abuela hablándole a su nieta como quien le cuenta un oscuro secreto.

- Pues bien que haces -le contestó Rocío a desgana- abuela, ¿nos vamos a ir ya?

- Mientras comemos, lo pienso.

- Joder, abuela, me llevas toda la mañana de aquí para allá. Yo también estoy cansada -protestó la joven morena cruzando sus brazos.

- Cuando tengas mi edad, entonces si estarás cansada.

Una agradable mujer de la edad de la abuela, salió de la barra para atenderlas. Se acercó a ellas con una amable sonrisa sin poder evitar fijarse en la mayor de las dos. Su cara le era muy familiar, pero, con los años, había perdido algo de memoria y cada vez le costaba más recordar una cara.

- ¿Qué os pongo chicas? -les preguntó con mucha amabilidad. 

- Yo quiero un vino dulce y para mi nieta lo que quiera -le respondió Julieta mirando a la simpática mesonera. A ella también le sonaba su cara, y le pasaba lo mismo que a ella, no lograba recordar de qué.

- Una coca-cola light, por favor -le respondió Rocío sacando su móvil del bolso.

- Perdone, ¿nos conocemos? -se atrevió a preguntarle Julieta. Total, llevaba toda la mañana así, buscando y buscando que ya había perdido toda la verguenza. 

- Eso mismo me estaba preguntando yo -le respondió la señora apoyándose en el respaldo de la silla- ¿es usted de por aquí?

- Hace unos años vivía cerca, mi esposo era el guardés de "La Rinconada" allá por la década de los 70 -le respondió Julieta con algo de esperanza.

La mujer empezó a cavilar recordando esa época. Por aquel entonces, ella ya vivía aquí, en Frigiliana. Se acababa de casar y ayudaba a su difunto esposo en el bar.

- El caso es que su cara me suena. A lo mejor venía usted por aquí por el bar, o nos veíamos en el mercado del pueblo -le dijo la amable señora.

- Puede ser, no le digo yo que no -respondió Julieta.

- ¿Su marido era Andrés Torres?

Julieta creyó morirse. Ese nombre. Ese nombre que llevaba tantos años sin escuchar y que aún pronunciaba en silencio cuando nadie la escuchaba para demostrarse así misma que lo que alguna vez ella vivió, había sido muy real. Sintió el corazón darle un vuelco y como le empezaba a palpitar con fuerza. La mano que escondía en su regazo apretó con fuerza sus rodillas intentando calmarse.

- No, mi esposo era Francisco González, creo que Andrés era el guardés de "La Dobla" -le respondió Julieta intentando ocultar lo que el recuerdo de ese nombre le evocaba. 

- ¡Ah, si! Ya lo recuerdo. Es que como en aquella época iban y venían tantas personas. Pero si, si que me acuerdo. 

- Es normal -contestó ella con la garganta seca. No sabía siquiera como era capaz de pronunciar palabras de la desazón tan grande que sentía en su cuerpo.

- ¿Y qué la trae por aquí?

- Quería enseñarle el pueblo a mi nieta. Mi marido falleció hace algunas semanas y era su deseo que su familia conociera el lugar donde habíamos sido tan felices.

Rocío apartó la mirada de su móvil y miró a su abuela con incredulidad. Ella, que casi ni abría la boca por no molestar, le estaba soltando una enorme mentira a esta agradable mujer, sin ningún motivo aparente. Le sonrió a la dueña del bar y permaneció muy atenta al resto de la conversación. Banalidades. Hablar sobre gente que ni ella conocía y que probablemente ya estarían muertos. Eso fue lo que discurrió en aquella mesa durante los siguientes diez minutos.

- Y bueno, ¿sabe usted que fue de Andrés? -se atrevió por fin a preguntar Julieta. Lo que llevaba deseando hacer desde que su nombre salió a relucir. Ésta parecía ser su última oportunidad de saber de él.

- Oh, si, claro. Dejó la finca hace bastantes años. De la noche a la mañana. Se despidió del patrón y se fue del pueblo. Nadie lo volvió a ver nunca.

Julieta tragó saliva y parpadeó intentando contener las lágrimas que querían pugnar por salir. Tan acostumbrada estaba a hacerlo, que ahora, esta vez, no podía aguantarse. 

- Era un alma libre -dijo Julieta con nostalgia- no le gustaba estar atado a nada. Bueno...a nada que le importara...

- ¿Lo conoció usted, Julieta?

Recuerdos de días felices. Los más felices de su vida. De besos prohibidos. De una pasión difícil de contener. Y de lágrimas. De tener que hacer lo que debía, y no lo que quería.

- Si, poco, pero lo conocí. Vivía muy cerca nuestra -fue la respuesta que le dio la anciana mujer sin querer revelar más allá de su vida. 

- Lo último que supe de él, fue que se fue a vivir a la tierra de su familia -Julieta exhaló un suspiro intentando contener su desesperación. La única pista sólida en 2 semanas. Y estaba ahí al alcance de sus dedos.

- ¿Y de dónde era Andrés? -le preguntó ella con cautela.

- De un pequeño pueblo de Valencia. Foios, si eso, así se llamaba el pueblo, Foios-

Julieta repitió en su mente varias veces el nombre del pueblo como queriendo que se le grabara en la memoria. Pero ella sabía, que jamás iba a olvidar ese nombre, como lo que tendría que hacer a continuación.

Ahora nada ni nadie le iba a prohibir ir a Foios.

Porque irse se iba a ir.

 Sólo esperaba que Rocío la acompañara en ésta aventura.


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