Parte I

Junio de 1998

Un ejemplar de El Profeta descansaba sobre la mesa de la cocina cuando Hermione entró a por algo de beber. En primera plana vio una fotografía en movimiento de Harry, sonriendo tímidamente a las cámaras frente a las ruinas, ahora reconstruidas, en las que se había convertido Hogwarts tras la batalla. Junto a él, vio su imagen moviéndose en el periódico, agarrada de la mano de Ron, y rodeada de los miembros de la Orden del Fénix y de algunos integrantes del Ejército de Dumbledore.

Hermione se fijó en la palabra que revoloteaba por encima de sus cabezas, escrita en grandes letras negras: «Vencedores». Luego, echó un vistazo, tras la puerta abierta de la cocina, a todos los que habían asistido con ellos al funeral de los caídos en batalla.

Reunidos en el salón del cuartel de la Orden, vio a la familia Weasley. Arropándose unos con otros, y vistiendo con sus lágrimas el silencio en el que llevaban sumidos varios minutos, lloraban la muerte de Fred. Vio a Harry arropando las manos de Ginny entre las suyas.

Junto a ellos, Neville, Luna y Hagrid contemplaban la escena en silencio, intercambiándose miradas de dolor. En el otro extremo de la sala, Kingsley Shacklebolt, el nuevo Ministro de Magia, era incapaz de contener las lágrimas al recordar la injusta marcha de sus amigos, Lupin y Tonks. La profesora McGonagall, a su lado, mecía entre sus brazos al pequeño huérfano, Teddy Lupin.

No era aquella la estampa que alguien podría esperar de los «triunfadores» de una guerra mágica. Habían ganado la batalla, pero lo que eso les había costado, no los convertía en vencedores. No era así como se sentía Hermione.

Su mirada se cruzó, entonces, con la de Ron. El dolor que reflejaban sus ojos, y que trató, inútilmente, de ocultar con una fingida sonrisa, la impulsó a hacer lo que a su mente se le había antojado desde hacía días.

Su giratiempo, aquel que McGonagall le había regalado, siendo consciente de la responsabilidad de la que solía presumir su propietaria, estaba oculto en su bolso de cuentas. Durante esas semanas, había descubierto a sus manos acariciándolo con reserva, imaginando la de escenarios posibles en los que, retrocediendo al momento indicado en el tiempo, se podría evitar la muerte de sus amigos.

Afortunadamente, cuando eso ocurría, su sensatez solía presentarle otros tantos escenarios en los que, el más mínimo fallo, podría malograr su merecida, aunque amarga, victoria.

—¿Estás preparada? —Fue la voz de McGonagall la que la sobresaltó. Colocó al pequeño Teddy en la cuna, y, con un movimiento de varita, hizo que esta lo meciese en su vaivén.

—Eso creo. —Hermione se mordió el labio. Sabía que no debía mostrarse indecisa ante lo que estaba a punto de hacer, pero también conocía los riesgos.

—Sé que puedes hacerlo. —Posando sus manos sobre los hombros de la chica, trató de transmitirle la confianza que Hermione necesitaba más que nunca—. Sé que podrás traerlos de vuelta.

Kingsley entró en ese momento en la habitación, portando entre sus manos un trozo de tela con lo que parecía un llamativo jarrón de flores dentro.

—El traslador que me pediste, Minerva. Para ir a Australia.

Hermione resopló, analizando el horroroso objeto que la llevaría a su destino.

—¿Tienes claro el hechizo? —inquirió McGonagall.

—He estado estudiándolo, y he investigado mucho. Creo que, aunque el hechizo inicial era muy fuerte, mi contrahechizo podrá deshacer su efecto.

—Lo hará, no tengo ninguna duda. —Harry apareció en ese momento, junto a Ron, Luna y Neville.

—Es increíble que hayas conseguido inventarte un hechizo, Hermione. —Neville la miró con fascinación—. Hay muy poca gente que sea capaz de hacer algo así.

—Mi madre lo intentó —intervino Luna. Y con la calma que solía caracterizar sus palabras, continuó—, pero murió probándolo. Fue muy triste.

Hermione lanzó un gritito al escuchar aquel inoportuno comentario.

—Voy contigo —espetó Ron, cogiéndola de la mano.

Hermione lo soltó con delicadeza.

—Quédate con tu familia. Ellos te necesitan más.

—Pero... —El chico, a punto de replicar, cerró la boca al ver la expresión tranquilizadora de Hermione. Después de las turbulentas semanas que habían pasado, a ninguno le apetecía separarse de nuevo.

—Tenemos toda la vida. —Hermione rodeó su cuello con sus brazos, y susurró para que solo él pudiese oírla.

Luego, con el rabillo del ojo, vio a Harry acercándose al traslador. La chica negó con rotundidad.

—Tú te quedas con Ginny.

Y, sin darles más tiempo a replicar, agarró su bolsito de cuentas, situándose junto al horrendo jarrón de flores. Observó las preocupadas caras de sus amigos desearla suerte, antes de que alargase el brazo hasta el traslador.

—Ten cuidado. —Le pidió McGonagall.

—Estaré de vuelta a tiempo para los ÉXTASIS, profesora.

Y aquello fue lo último que a Hermione le dio tiempo a decir antes de que una fuerza invisible la introdujese en un distorsionado remolino que, en cuestión de minutos, la condujo hasta Australia.

Aterrizó en una especie de parque que, según le había comentado Kingsley, se hallaba en Camberra.

Hermione se ocultó tras unos árboles, después de asegurarse de que nadie podía verla, y sacó su varita. Luego, extrajo de su bolso el marcapáginas de plata que la llevaría hasta su objetivo.

Los rayos de sol, que se colaban entre las copas de los árboles, hicieron brillar el regalo que recibió cuando supo que había sido admitida en Hogwarts.

Apuntó hacia él su varita y exclamó:

¡Revelio!

Unas letras comenzaron a emerger en el reflejo del separador. Sonrió satisfecha al ver funcionar el hechizo que, meses antes, lanzó sobre el marcapáginas idéntico al suyo. Aquel que estaba en poder de las personas a las que buscaba.

Memorizó la dirección que le indicó el reflejo, y, esta vez sin la ayuda del traslador, se apareció frente a la puerta de la vivienda que le había revelado su hechizo.

—Ha llegado la hora.

Respiró hondo. Se atusó los cabellos y ocultó su varita ligeramente tras su abrigo. Luego, llamó a la puerta.

Un hombre, de unos cuarenta años, que se hacía llamar Wendell Wilkins, apareció tras ella.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre—. ¿Qué es lo que quiere?

La chica se sintió incapaz de responder.

En ese momento, una mujer se reunió al lado de Wendell. Ella se hacía llamar Mónica Wilkins. Aunque Hermione sabía que aquellos no eran sus verdaderos nombres.

—¿Qué es lo que pasa, Wendell? ¿Quién es esta mujer?

Hermione se derrumbó al verla, después de tanto tiempo. Intentó frenar las lágrimas que amenazan con nublarle el juicio.

Trató de mantenerse serena. Debía centrar sus pensamientos en el hechizo que tenía que formular. Ese que nadie antes había pronunciado, y que ella misma había creado.

Enarbolando su varita con confianza, Hermione conjuró:

¡Memoriam revoco!

Una luz amarilla salió, entonces, del extremo de su varita, iluminando la vivienda. Mónica y Wendell salieron despedidos tras un destello amarillo.

...

Mayo de 2018

Hermione se paseaba de un lado a otro de su despacho en el Ministerio, sin dejar de resoplar.

—¿Y qué tal así? —Tras golpearse suavemente la cabeza con su varita, un elegante traje de chaqueta gris envolvió su cuerpo, sustituyendo el vestido color mostaza que acababa de probarse.

—También está bien.

—¿Bien? —Hermione se cruzó de brazos.

—Te has probado veintisiete conjuntos, Hermione. Y yo te veo preciosa con todos.

—¡No me ayudas, Ronald! —La chica se colocó frente al espejo mientras sus cabellos se movían solos en el aire hasta formar un moño que se ajustó a su cabeza con elegancia.

—De todas formas —intervino Ron—, ¿desde cuándo te importa tanto la ropa?

—Quiero causar una buena impresión el primer día. ¡Y hay cientos de periodistas ahí fuera! —Hizo un mohín—. Incluso, me ha parecido ver la pluma de Rita Skeeter husmeando en el ascensor.

Ron se rio. La atrajo hasta ella, apartándola del espejo al que llevaba horas pegada.

—Tu talento es lo que te ha llevado hasta aquí. No necesitas preocuparte de nada más.

—¿Estas lista, Hermione? —Harry los interrumpió, asomándose por la puerta abierta de su despacho—. Te están esperando.

Los tres juntos se encaminaron hacia la entrada del Ministerio de Magia. Agolpados en el recibidor principal, vieron a decenas de personas esperando a que Hermione se dirigiese a la tribuna. Allí Kingsley Shacklebolt la recibió con una sonrisa.

—Un aplauso —dijo Kingsley al verla, sin dejar de sonreír—, para la nueva Ministra de Magia: ¡Hermione Granger!

Una ola de aplausos inundó la estancia.

Mientras se acercaba a la tribuna para dar su primer discurso como Ministra de Magia, Hermione reconoció a sus amigos entre los asistentes. La familia Weasley vitoreaba orgullosa, mientras George lanzaba a escondidas una ráfaga de fuegos artificiales. Vio también a sus antiguos profesores de Hogwarts aplaudiendo entusiasmados, y a McGonagall limpiarse las lágrimas que se le habían saltado de la emoción.

Ron, Harry y Ginny, en primera fila, aplaudían con ilusión. Y, junto a ellos, Hermione, con los ojos vidriosos, vio a sus padres.

Había conseguido que estuviesen con ella en un día tan importante como aquel, veinte años después de que lograse recomponer sus recuerdos en Australia, y tras muchas sesiones de recuperación.

Ella salvó sus vidas cuando tomó la decisión de robarles sus recuerdos para protegerlos. Y no descansó hasta descubrir la forma de devolvérselos.

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