Hansel y Gretel
―Mierda, Juanito, nos hemos perdido.
―¡No ha sido mi culpa, Marga! No deberías haber gastado la batería del móvil jugando al Pokemon Go.
―No lo entiendes, ¡tenía que conseguir al Chicorita shinny!
Cuatro horas llevaban Margarita y Juanito dando vueltas por el centro de Málaga. Las calles estaban dormidas, pues la madrugada se cernía sobre la ciudad. Los dos hermanos habían salido, animados por sus padres, a dar un paseo. Estaban un poco hartos de estar todo el día encerrados, pues el terral había hecho de las suyas en ese aciago otoño tempranero y habían tenido que estar en el hotel para evitar el polvo que inundaba el ambiente. Además, a cierta hora de la tarde había comenzado a llover y aún se podía ver en el asfalto el barro creado por tan mágica combinación.
―Creo que ya hemos pasado por esta calle. Ese edificio lo he visto antes.
―No lo sé, Juanito. Me parecen todos iguales.
Continuaban caminando por las estrechas aceras, encontrándose solo de vez en cuando con algún transeúnte despistado por el alcohol. Podrían haber preguntado la dirección del hotel dónde se hospedaban con sus padres, pero los dos chicos, nacidos casi al final de la primera década de los dos mil, no estaban acostumbrados a tener que pedir indicaciones, pues se habían criado con un móvil bajo el brazo. Esto, unido al creciente pánico que les invadía por haberse quedado sin batería, sus miguitas de pan, hizo que solo consiguieran dar vueltas en círculos por las diversas calles de la capital malagueña.
La calurosa noche estaba haciendo mella en sus ánimos y esto se añadía a la preocupación de qué estarían pesando sus padres. Seguramente, pensaron, habrían llamado ya a la policía al no tener noticias de ellos y la bronca que les caería sería monumental. Mucho más aún que aquella vez que decidieron separarse de ellos sin decir nada en el parque de atracciones. Estuvieron castigados dos semanas y eso sería lo mínimo que les caería esta vez.
―No puedo más, estoy muy cansado ―dijo Juanito mientras se sentaba en un banco que había visto tiempos mejores.
―¿Qué vamos a hacer? ―preguntó Margarita colocándose a su lado. Su expresión denotaba la preocupación que sentía.
―¿Buscamos algún sitio para cargar el móvil? Así podremos llamarles para que nos recojan o buscar la dirección.
―Podríamos preguntar a alguien ―dijo la chica, mirando alrededor.
―No pienso hablar con desconocidos ni borrachos, Marga. Además, seguro que estamos lejísimos y nos perderíamos a pesar de las indicaciones.
Además, aunque Juanito no lo admitiese, le daba un poco de miedo la gente con la que se habían ido cruzando. No sabía por qué, pero era la primera vez en la semana que llevaban de vacaciones en la que las calles parecían tan vacías. Málaga era una ciudad en la que la temporada baja no existía. El buen tiempo y las largas playas hacían que fuese el deleite de cualquier turista y de las miles de personas que residían allí. Puede que se debiese a el terral que había atacado ese día, pero le parecía demasiado extraño.
―Pues ya me dirás que hacemos ―respondió su hermana mientras se levantaba, dándose cuenta de que se había llevando de barro los vaqueros al sentarse en el banco y poniendo cara de asco―. Tengo sueño y estoy cansada. Papa y mama estará preocupados.
Juanito actuó como un buen hermano y dio unas palmaditas en el hombro a Margarita, que parecía al borde del llanto. El contacto físico nunca había sido su fuerte ni el de su familia. Quiso decirle que todo estaría bien, pero el no podía evitar pensar lo mismo. Lo que ellos no sabían era que sus padres, animados por las cuatro copas de vino que habían tomado en la cena romántica que habían preparado con la ausencia de sus hijos, estaban más preocupados en no molestar a los de la habitación de al lado con sus gritos de placer que en el paradero de los niños. Es más, su madre, en un momento de la noche tan maravillosa que estaba pasando con su marido tras casi quince años de maternidad, pensó en que ojalá nunca los hubiese tenido. Y su padre, entre los efluvios del alcohol, se arrepintió de no haberle insistido más a su mujer de que acudiese a una clínica cuando supo que venían dos de golpe. De todo esto se arrepentirían al día siguiente, pero hay momentos en los que no podemos evitar que nuestros pensamientos más oscuros afloren en nuestra mente.
―¡Es que quién te manda hacerme dar tantas vueltas para cazar al maldito Pokemon! Ahora estamos cansados y sin móvil ―gritó Juanito en un ramalazo de sinceridad. Estaba asustado.
―¡Si me hubieses enviado uno de los tuyos no hubiese pasado esto!
―Necesito los tres para poder conseguir todas las evoluciones, lo sabes. No es mi culpa que seas tan mala jugando.
―¡Es suerte, pardillo! ―respondió Margarita mientras le empujaba con fuerza.
―Como vuelvas a tocarme te juro...
De repente, una música pegadiza comenzó a sonar, cortando la conversación. Miraron a su derecha y, en uno de los lados de la plaza, vieron como uno de los locales comenzaba a encender las luces. Eran verdes, rojas y amarillas, brillando en consonancia con la alegre melodía que estaba sonando. No tenía ventanas, solo era una fachada iluminada y una puerta oscura. Encima de esta se podía leer en un cartel "Salón de juego", con letras acompañadas de cerezas, diamantes, caramelos y otros dulces.
―Salvados por la campana ―dijo Gabriel mientras se acercaba al local.
―¿Dónde vas? ―preguntó Margarita andando tras de él, pues no quería quedarse sola en la desolada plaza.
―Es el único sitio abierto que hemos visto. Seguro que podemos cargar el móvil.
―Pero no nos van a dejar pasar, eso es para mayores de edad.
Juanito se detuvo, casi en el umbral de la puerta. No había caído en eso. Los lugares como ese solían tener la entrada prohibida para menores y, aunque existiese la remota posibilidad de que llevasen encima un carnet falso, era imposible que alguien pensase que tenían la edad suficiente para apostar. Los dos eran bastante bajitos para sus casi quince años y tenían el cabello pelirrojo, con pecas adornando sus blancos rostros. Esto, acompañado a su cuerpo poco desarrollado, hacía que pareciesen incluso más pequeños.
―Vamos a preguntarles si nos dejan cargar el móvil, no a apostar ―respondió fingiendo seguridad.
La melodía les acompañó mientras cruzaban la entrada. La puerta era demasiado pesada y le costó más de lo necesario poder abrirla, pero consiguieron pasar al local. Herminia cerró los ojos, de forma inocente, esperando que en cualquier momento algún adulto les llamase la atención por entrar a un lugar prohibido. No sucedió.
―¡Madre mía! Este sitio es impresionante.
La voz de Juanito irradiaba emoción. Cuando su hermana abrió los ojos se dio cuenta de que se había quedado sola. El chico estaba acercándose a una máquina enorme en la que cientos de colores brillaban, con extraños símbolos que giraban en una ruleta enorme. Sintiendo como la tensión abandonaba su cuerpo, Margarita contempló el local. Era más grande de lo que pensaba al verlo desde la calle. Contaba con decenas de máquinas distintas, entre las que pudo ver arcades antiguos de los que sus padres les habían hablado, ganchos, algunas tragaperras como las que había en los bares de su barrio y otras mucho más extrañas con símbolos asiáticos.
Sonrió, mirando alrededor, y el malestar que había sentido hasta hace unos minutos se convirtió en emoción. Tenía ganas de probar todos los juegos que había, pero, justo en el momento en el que se disponía a unirse a su hermano, una figura extraña apareció a su lado, haciendo que se asustase.
―Hola, querida. ¿Cómo te llamas?
Margarita, a pesar de haber sido educada para contestar cada vez que un adulto le preguntase con amabilidad, no pudo evitar quedarse callada. Tragó saliva mientras miraba a la mujer que le había hablado, que la miraba con sus extraños ojos grises. Su porte delgado y el pelo negro acentuaban su atuendo, que consistía en un traje negro, como los que tantas veces había visto en las series de abogados que tanto le gustaban a sus padres. Tenía los brazos cruzados en la espalda y una media sonrisa intrigante que hizo que Margarita retrocediese, asustada.
―¡Hola! ―dijo Juanito, que se había acercado hacia ellas―. Nos hemos perdido y no encontramos el camino de vuelta al hotel dónde están nuestros padres. ¿Podría dejarnos un cargador?
La mujer dejó de mirar a Margarita y dirigió sus ojos hacia Juanito. Volvió a sonreír mientras acercaba una de las manos a la cabeza del niño que, al contrario que su hermana, parecía muy cómodo con su presencia.
―Claro, dulzura. Dejadme vuestros móviles y los llevaré a la trastienda. Aquí no podemos enchufar nada, haría una sobrecarga con tantos aparatos electrónicos ―respondió con una voz ronca mientras se colocaba un cigarro en los labios.
―¡Gracias! Vamos con usted y llamamos mientras se está cargando, así no le molestamos más ―dijo Margarita, agradecida por poder salir rápido de ese lugar.
―Eso va a ser imposible, bonita. No podéis pasar ahí, es dónde guardamos el dinero y está lleno de cámaras. No querrás que mis jefes me despidan, ¿verdad?
Expulso el humo de sus labios hacia la cara de la chica, que tosió al notar como llenaba sus pulmones, lo que provocó una extraña risa en la misteriosa mujer. Juanito le acompañó con una carcajada mientras su hermana fruncía el gesto, preocupada. Ante la insistencia de este, le dieron sus móviles.
―¡Perfecto! Os los devolveré en unos minutos. Mientras, ¿queréis jugar? Tenemos de todo.
―Pero, no somos mayores de edad ―respondió Margarita, ganándose un codazo de su hermano.
―No podéis apostar, pero si os doy yo el dinero no sería una apuesta, solo sería jugar, ¿no?
Juanito asintió mientras cogía la tarjeta que la mujer le tendía. Se alejó con rapidez, olvidándose de su hermana, y fue directo a una maquina tragaperras de estridentes colores en la que sonaban tonadillas de piratas. Marga, sin embargo, se quedó parada sin coger la tarjeta roja y dorada, mientras la mujer la miraba con curiosidad.
―Creo que voy a esperar aquí ―respondió Margarita cruzándose de brazos con firmeza y un coraje que no sabía que tenía.
―Muy bien, bonita. Aunque es una pena. Ha llegado un juego nuevo de Pokemon que está disponible en esa consola de ahí.
Pasó el brazo por los hombros de Margarita y la obligó a girarse. Un escalofrío recorrió su cuerpo al sentir el contacto, pero desapareció al ver la maravillosa máquina que señalaba. Las letras de su juego favorito parpadeaban en la pantalla de un arcade de estilo antiguo. Sin saber reaccionar, su cuerpo se dirigió hacia los mandos y comenzó a jugar, ensimismada.
No sabían cuanto tiempo había pasado, pero no podían dejar de jugar. Juanito había probado casi todas las máquinas de local e incluso había repetido en algunas. Margarita no había dejado la suya, concentrada en pasar las partidas y poder capturar a todos los que pudiese y derrotar a los entrenadores. Durante todo ese rato no había entrado nadie al local, que parecía estar reservado para el disfrute de los dos hermanos.
Margarita fue la primera en darse cuenta de que algo raro estaba pasando. Puede que fuese por su intuición femenina, desarrollada tras años de desencuentros en el mundo real, o por el dolor de pies que aún le atenazaba tras las horas que había pasado de pie, pero lo que en realidad la sacó de su estupor fue sentir como un líquido caliente corría por sus piernas, pues tan hechizaba estaba con la perspectiva de pasarse el juego que no se había dado cuenta de que tenía la vejiga llena.
Avergonzada, sacudió la cabeza. Se preguntó cuanto tiempo había pasado mientras miraba sus pantalones. El desastre no era tan grande como esperaba, ya que había conseguido darse cuenta a tiempo. Cogió unos pañuelos que había en una de las mesas y comenzó a limpiarse la zona mientras las lágrimas escapaban de sus secos ojos. Al no conseguir limpiar el estropicio comenzó a buscar a su hermano y lo vio en una de las ruletas más alejadas de la puerta.
―Juanito, tenemos que irnos ―dijo cuando llegó hasta él.
―¿A dónde?
Miró a su hermano y se llevó la mano a los labios. Tenía los ojos rojos y los labios secos, deshidratados. Rodales de sudor adornaban las axilas de su camiseta y la mancha en sus pantalones era más grande que la de Margarita. El olor que desprendía era insoportable, haciendo que su hermana tuviese que reprimir las ganas de vomitar.
―Por favor, vámonos ―suplicó, tomándolo del brazo.
―¡No! ―gritó mientras se zafaba de su agarre, haciendo que cayese al suelo.
Margarita, asustada, miró a su hermano, que seguía enfrascado en los colores de la ruleta. La música del lugar, que antes le había parecido melodiosa, le estaba poniendo mucho más nerviosa. A lo lejos vio como la mujer los contemplaba con una horrible sonrisa en los labios. Un rayo de valentía cruzó su mente, sabiendo que era su última oportunidad de salir de ese lugar. Sacando fuerzas de lo más hondo de su corazón, cogió uno de los taburetes que adornaban el lugar y lo estampó en la ruleta. Su hermano parpadeó, desconcertado y Margarita aprovechó que había roto el hechizo durante unos segundos y le tapó los ojos.
―Juanito, no mires, por favor. Confía en mí.
―Pero ¿qué está pasando, Marga? ―preguntó, asustado.
―Solo confía en mí, ¿de acuerdo?
Juanito asintió. Algo dentro de él le hizo creer a su hermana y sentía su voluntad doblegada. Caminando como podían en esa posición, con Marga intentando dirigir a su hermano para que no se chocase mientras tenía los ojos tapados, llegaron a la entrada. Ni siquiera se acordaron de sus móviles, pues se encontraban en un lugar de su mente racional que, en ese momento, no era importante.
Justo cuando estaban a punto de salir del lugar, la misteriosa mujer se alzó desde debajo del mostrador y se colocó delante de ellos, con los brazos cruzados y el cigarro en los labios, exhibiendo una mueca de satisfacción.
―¡Déjanos salir, bruja! ―gritó Marga, envalentonada.
―Por favor, quiero ir con mi madre ―gimió Juanito entre llantos inquietos, pero sin abandonar la protección de la mano de su hermana.
―¡Oh! ¿Pensabais que os tenía encerrados? Claro que podéis marchaos, queridos ―respondió dando una calada.
―¿Qué? ―preguntó Marga, desconcertada.
―Aquí tenéis vuestros móviles. Podéis llamar a vuestros padres para que vengan a por vosotros.
―¡No! ―Margarita, enfadada, dio un manotazo a la mujer, mientras le cogía los teléfonos, que fingió indignación― ¿Qué nos has hecho? Nos has hechizado. ¡Mira a mi hermano! Llevamos horas aquí encerrados. Seguro que esto es otra trampa.
―¿Qué crees que soy, una bruja malvada? Para nada, no pienso comeros ni reteneros contra vuestra voluntad ―dijo la mujer apartándose de la entrada y señalándola con los brazo.
Margarita, con Juanito a su lado, salió del local sin dejar de mirar fijamente a la anfitriona. Le dolía el estómago y tenía muchas ganas de ir al baño, pero no pensaba hacerlo hasta que estuviesen con sus padres. Caminaron unos metros, sintiendo el sol de la mañana acariciar sus rostros y se sintió con la seguridad suficiente como para quitar la mano de los ojos de su hermano. Respiró el aire puro mientras cogía el móvil y, con rapidez, lo encendió.
―Nos vemos pronto, queridos ―dijo la voz de la mujer a sus espaldas.
―Ni lo sueñes.
Margarita se dio la vuelta tras decir, con fuerza, estas palabras, pero la puerta del local estaba cerrada. Además, todas las luces de colores estaban apagadas y solo se veía una fachada negra y tosca. La música había dejado de sonar, lo que agradeció, pero se quedó intranquila, como si todo lo que había pasado esa noche hubiese sido un sueño.
―Vamos a llamar a papá, Juanito.
Su hermano asintió, pero continuó mirando el local. A pesar de ser consciente de su olor corporal, del hambre, la sed y del dolor de todo su cuerpo, solo podía pensar en las ganas que tenía de volver a apostar.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top