Uno

Estaba convencida de que habría podido ser feliz con él, cuando era probable que no se volvieran a ver.

Orgullo y Prejuicio – Jane Austen

Era el primer día de su segunda vida.

Se preguntarán, ¿se salvó de la muerte? Casi. Digamos que se salvó de la muerte de su corazón, de la confianza cuasi ciega a quien compartía su vida con ella.

Se salvó de una vida desdichada, llena de dudas, de mentiras despiadadas. En simples palabras: salvó su vida amorosa.

Dolores se abrazaba a sí misma mientras caminaba sin rumbo por la cumbre de avenida Rivadavia, en el que iba a ser su nuevo barrio, Liniers. A cada paso que daba, dejaba atrás la disyuntiva de cómo iba a hacer cada día para desplazarse, dos veces, o cuatro contando las vueltas, desde la frontera con la Provincia de Buenos Aires, hasta el corazón de la capital para ir a su trabajo en Caballito.

Esas pequeñas cosas la hacían mirar el vaso medio lleno mientras se dirigía con pasos cortos pero precisos hasta algún medio de transporte que la llevara a su casa. Era viernes, la segunda mañana estaba en todo su esplendor mientras ella se escurría hábilmente entre el hormiguero de gente que hacía sus diligencias en el centro comercial del barrio.

Y es que su sentimiento de vacío era literal, por ese motivo se sentía flotar mientras sus pasos autónomos no se decidían si volvía en tren, en colectivo, o caminaba hasta que las suelas de sus zapatillas se desintegraran proporcionalmente a la numeración de la avenida.

Ya todo le daba igual, y en parte era culpa suya. ¿Quién le puso una venda en los ojos? ¿Quién alejó amistades? ¿Quién lo puso en un podio mientras ella ponía las manos en el fuego para calcinarse? Ningún hombre vale la vida, y ella había tirado la suya a la basura por Mauro.

Tarde comprendió que ya no podía sacrificar más cosas por un hombre que la veía como una mojigata, que le escupió en la cara que si la engañó con la rubia del gimnasio fue porque estaba harto de la monotonía, que necesitaba saber si había otra vida además de la aburrida, que, según él, ella le ofrecía.

Mauro olvidó la promesa de matrimonio entre las sábanas de un hotel barato, como el casado que olvida su alianza y de regreso piensa una excusa para justificar la falta del anillo. Solo que él olvidó el matrimonio entero.

Volvía a ver el vaso medio lleno. Era una oportunidad para comenzar una nueva vida, corregir aquellas cosas que la hicieron fallar estrepitosamente con Mauro, su amor de la universidad, del CBC para ser más históricos. Dolores jamás se permitió siquiera opinar cuando sus amigas y compañeras elogiaban un chico lindo, y lo más probable era que la rubia del gimnasio no fuera la primera que se degustaba a su prometido.

De seguro, era la gota que rebasó el vaso siempre lleno de Mauro.

Al menos, ya sabía por dónde empezar. Su vida era intransferible, nunca más priorizaría un hombre. Y era el momento indicado para ponerle un poco de condimento a su vida. Pensaba en aprovechar el efímero desencanto para conocer hombres random en alguna aplicación de citas, o presencialmente en algún bar de mala muerte.

Y por qué no, anotarse en un gimnasio y pagarle con la misma moneda, aunque Mauro ya no estuviera para verlo.

El destino, macabro como suele ser, puso una amplia y moderna tienda de deportes junto a ella, y se metió como autómata.

Pero la mente era más retorcida que el destino, y cuando empezó a ver prendas para anotarse en el gimnasio, imaginó esas mismas telas regadas alrededor de la misma cama que alguna vez había compartido con su nuevo ex prometido. Su fortaleza se escurría de su cuerpo en forma de lágrimas, que en vano intentaba contener. Siguió revolviendo el perchero mientras se sorbía los mocos como una niña pequeña, aspirando fuerte. Ninguna prenda la satisfacía, o quizás no les estaba prestando la suficiente atención. No tenía sentido hacer una compra despechada, ya la haría en su barrio con la cabeza más fría.

Había dado dos pasos en dirección a la salida, ya dispuesta a abordar el tren en la estación de Liniers hasta Caballito, cuando una masculina voz la hizo detener.

—¿Te puedo ayudar en algo?

—No, gracias. Ya me iba —respondió sin mirar a su interlocutor, avergonzada de sus lágrimas.

—No me refería a la mercadería.

Automáticamente, Dolores se volteó y se encontró con la procedencia de ese tono tan bajo y firme a la vez. Unos ojos del mismo tono ámbar que los suyos, que la hicieron dudar de si no se trataba de un hermano perdido. La piel rosada del joven, en contraste con su piel trigueña, la hicieron desistir de esa loca idea. Las facciones del muchacho denotaban preocupación, preocupación por ella, una completa desconocida. No supo qué responder ante esa pregunta, y solo se removió en su lugar, incómoda y halagada en partes iguales.

—No, no te preocupes —esbozó una fallida sonrisa—. Estoy bien, gracias.

—Voy a hacer de cuenta que te creo. Ahora sí, si necesitás ayuda con algo, me llamás. Y si necesitás la ayuda de verdad, en una hora salgo a comer. No muerdo, al menos no en horario laboral.

Dolores volvió a sonreír, esa vez con sinceridad. Asintió mientras bajaba la cabeza. Si bien era cierto que quería comenzar a experimentar el libertinaje, era demasiado pronto para empezar. Se acobardó, y debía salir airosa de ese embrollo en el que se había metido.

Porque Emiliano, según su gafete, era el primer Adonis que se permitía degustar con la mirada en su nueva soltería.

—Te agradezco, pero me tengo que ir. Gracias... ¿Emiliano? —él asintió con la cabeza.

—Y si cambiás de opinión, y aceptás descargar esas lágrimas con un desconocido, al mediodía voy a estar almorzando en la hamburguesería de la otra cuadra.

Dolores volvió a asentir con la cabeza repetidamente, nerviosa ante la templanza del joven vendedor. Sonrió, y se volteó antes de cometer la estupidez de aceptarte el almuerzo a Emiliano. Se aferró a su cartera y apresuró el paso hacia la salida, pero esa voz de bajos decibeles la detuvo.

—Al menos, ¿me dirías tu nombre?

—Me lo guardo para la próxima vez que nos veamos.

Sonrió de nuevo, y se alejó con suficiencia hacia la estación del tren Sarmiento, mientras le agradecía a Emiliano el reinicio a su mellada autoestima.

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