Todo lo que no puedo decirte (Extra)
Capítulo I
¿Quién dice que está bien y qué está mal en esta vida? ¿Acaso es esa criatura imaginaria, comúnmente llamada Dios? Pero no solo ahí culmina mi indignación con las deidades, como médico de emergencias estoy acostumbrada a que se le agradezca a un ente invisible y de dudosa existencia por el trabajo que hacemos día a día en el hospital para salvar vidas. Más de una vez me he tenido que morder la lengua para no ser grosera con los familiares de mis pacientes al escuchar ese «Gracias a Dios que está bien». No, señores. Es gracias mí, y a mis compañeros del cuerpo médico que trabajamos por la salud de nuestros pacientes. ¿Dónde estuvo su Dios cuando permitió que a su ser querido lo atacara la enfermedad o el accidente que lo trajo a mi guardia?
Y mi indignación sigue al ver las duras historias de vida detrás de mis pacientes; madres solteras, desamparados, víctimas de violencia doméstica, hurtos, riñas callejeras... ¿Todavía siguen creyendo en Dios? Mejor crean en el destino, por lo menos sobre él tenemos algo de control; acción y reacción en estado puro. Con un poco de sentido común, podemos deducir nuestro destino en base a nuestras acciones.
El problema fue cuando el destino, en el que sí creo, comenzó a poner a prueba mis reacciones, accionando en contra de mis voluntades.
Era una madrugada tranquila, en la que Dios evidentemente no tenía muchas ganas de jugar al ajedrez con sus peones humanos. Hasta que en algún momento se decidió a comenzar una partida con mi vida. Osado, tomó el primer peón y lo avanzó dos casilleros, un movimiento bastante intimidante e insignificante, déjenme decir. Como sea, el peón me esperaba en la sala de shock.
Contusiones, raspones, heridas de mediana gravedad... Lo más alarmante del informe clínico del paramédico que lo trajo era la contusión que sufrió por el impacto, de resto, el jovencito esperaba en la camilla a ser atendido.
—¿Cómo va? ¿Qué anda pasando? —pregunté indiferente, sin levantar la vista de la historia clínica.
—¿Es ciega? ¿No ve cómo estoy?
Esa contestación impertinente me hizo levantar la cabeza del informe. Un jovencito que recién entraba en la veintena, desaliñado y desgreñado más allá del revolcón que lo trajo hasta mi guardia, me observaba en pose desafiante. Respiré profundo para no perder la paciencia, en otra ocasión hubiera ido por uno de mis colegas masculinos para que lo atendiera, pero yo era la única disponible en ese momento.
—Necesito saber qué le pasó para poder asistirlo. Si no me cuenta qué fue lo que le sucedió, puedo omitir algún estudio, y eso puede acarrearle consecuencias a futuro. Ahora, o me dice qué fue lo que le sucedió, o se retira y sigo atendiendo a quien en verdad lo necesite.
—Me atropellaron.
—Ajá... ¿Y lo trajo el conductor?
—Vine solo.
El muchacho giró la cabeza hacia la pared, y yo no pude más que cerrar los ojos y contener una pequeña risa antes de desmentirlo. La situación ya estaba comenzando a ser irrisoria.
—Ajá... ¿Vino solo? Intuyo entonces que este informe que tengo en mis manos, y que me entregó la ambulancia lo confeccionó usted. ¿Es así?
El joven giró la cabeza y me observó con atención. Se veía en sus ojos ámbar que su mente iba a mil por hora, intentando construir una mentira para expulsar por sus labios.
—Yo llamé a la ambulancia, así que, en teoría, sí. Vine solo —soltó finalmente con tono firme.
—¿Qué pasó? ¿El conductor huyó y lo dejó tirado? ¿Alcanzó a ver la patente?
—Es... Complicado de explicar —deslizó mientras volvía a girar la cabeza hacia la pared.
—Entonces empiece por el principio, tengo tiempo para escucharlo.
—¿No acaba de decir que tiene más pacientes que atender y que le estoy haciendo perder el tiempo?
Sonreí. ¿Qué iba a hacer? Había descubierto mi pequeña mentira. Luego de una pequeña discusión, en la que él se rehusaba a quitarse la ropa para poder revisarlo, comencé a inspeccionar sus heridas, y a palpar las zonas que comenzaban a colorearse debido al impacto. Contrario a lo que cualquier otro paciente haría cuando presiono en una zona golpeada, él ni se inmutaba. Podía evaluar su dolor por una imperceptible seña en sus ojos, y el movimiento de su prominente nuez de Adán al tragar saliva.
—¿Duele? —pregunté mientras presionaba sobre el moretón más grande en las costillas, aproximadamente del tamaño de un puño.
—Se soporta —respondió casi sin aliento.
—No sirve de nada que se haga el fuerte. Dígame, ¿por qué tanto orgullo? ¿Puede dejar de lado la hombría y ayudarme con el diagnóstico?
—Duele si hace presión —confesó finalmente, soltando un largo suspiro.
—No es grave... Aunque son heridas y golpes demasiado extraños para ser producto de un atropello.
El jovencito enmudeció, mientras iba en busca de agua oxigenada para limpiar sus heridas. Comencé con las del rostro, ninguna era lo suficientemente grave como para requerir sutura. Al volcar el líquido, mi reacio paciente comenzó a maldecir mientras se echaba hacia atrás.
—Así no puedo —protesté—. ¿Puede aguantar el ardor como lo hizo recién mientras palpaba el golpe?
Me regaló una mirada fúrica, y luego asintió levemente con la cabeza. Cerró los ojos y aguantó el ardor hasta la última herida; iba a estar bien con el debido reposo. Aunque todavía quería saber qué fue lo que le pasó, me limité a confeccionar la receta de los analgésicos, y las instrucciones y cuidados que debía seguir los próximos días.
—Necesito saber su nombre para la receta y el historial, entró como NN.
—Emanuel... Emanuel Fuentes.
—¿Edad, Emanuel?
—Veinte.
—¿Documento?
—¿Tanto me va a pedir? —expresó ofuscado—. ¿No quiere sacarme una muestra de sangre también?
De nuevo, su lado reacio salía a flote. Con leve dificultad, tomó sus pantalones, sacó la billetera del bolsillo y tomó su documento de identidad. Se levantó de la camilla y lo tiró sobre mi escritorio con ademán despectivo.
—Ahí tiene todos mis datos.
Tomé la credencial y la observé con atención. Emanuel Jesús Fuentes. Su segundo nombre parecía una broma de ese Dios ficticio, como si quisiera demostrarme una señal de existencia, enviándome a un hijo suyo. Efectivamente tenía vente años, y si la dirección no estaba mal, vivía a pocas cuadras del hospital. Me perdí mirando cada detalle de su maltrecho y sucio documento, y no fue hasta que volví a escucharlo maldecir que no salí del trance. Anoté todos sus datos, y lo dejé en la punta del escritorio, dándole a entender que ya no lo necesitaba. Arranqué las dos hojas del recetario, y las coloqué sobre el documento.
—No es grave, me hubiese gustado saber qué fue lo que le pasó para hacer un diagnóstico más preciso, pero tampoco lo voy a obligar a que me cuente. Es su salud, si usted no la cuida, yo no tengo por qué hacerlo, ya está bastante crecidito para asumir las consecuencias.
Emanuel tomó su documento, y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. Acto seguido, tomó asiento mientras suspiraba con pesadez, y echaba su lacio y largo flequillo irregular con un movimiento de cabeza hacia atrás.
—Me pelee en la calle con otro chabón, cuestiones territoriales. Estábamos ahí peleando y el que lo acompañaba, para ayudarlo, me tiró el auto encima. Alcancé a esquivarlo, solo me golpeó un poco la pierna, pero perdí el equilibrio y caí con las costillas al cordón. Por eso me duele tanto.
—Lo que suponía... Una fisura. Vas a estar bien, solo seguí mis indicaciones, y nada de andar metido en riñas, al menos por una semana, o hasta que desaparezcan las heridas y los hematomas.
—¿Es todo? ¿Me puedo ir, doctora...? —Emanuel tomó la receta y leyó el sello, su boca se curvó en una sonrisa socarrona al ver mi nombre—. Elizabeth.
Asentí con la cabeza mientras Emanuel paseaba su vista entre el papel y mi rostro, y yo no entendía qué era lo que le hacía tanta gracia.
—¿Hay algún problema? ¿Tenés alguna duda?
—No... Me gusta más cuando me tuteás. Es todo.
Me removí incómoda cuando clavó sus ámbares en mis cafés. Jamás había experimentado esa sensación con un paciente, algo tenía ese mocoso irrespetuoso que supo crisparme los nervios con solo una mirada. Necesitaba cortar la tensión que se generó en el box.
—Si sentís cualquier molestia, atiendo todos los días a la mañana, hasta la una de la tarde.
—Es bueno saberlo. Muchas gracias, doctora.
Emanuel se levantó, me extendió la mano, y luego de estrecharla, se agachó y dejó un beso sobre el dorso, como un caballero medieval saludando a una dama. Abandonó la consulta sin mirar atrás, dejando un tsunami de sensaciones encontradas dentro de mí. Solté un largo suspiró y me quedé apática en mi escritorio un buen rato.
Mentiría si dijera que sentí alivio luego de que se fue.
Sin embargo, seguí atendiendo emergencias hasta el mediodía. Grande fue mi sorpresa al retirarme, cuando una de las enfermeras me acercó un presente que dejaron para mí en el transcurso de la mañana. Un papel doblado y un bombón de chocolate. No fue hasta que me quedé sola que abrí la hoja, y mi respiración se esfumó mientras mis latidos se disparaban.
Era un dibujo a lápiz hecho a mano, una recreación perfecta de mí mientras le confeccionaba las recetas. Debajo, y con perfecta caligrafía inclinada, la frase que revolucionó mis sentidos.
Nos volveremos a ver, Elizabeth. Gracias por curar mis heridas. Emanuel.
Suspiré entre sonrisas. Buena jugada, señor Dios.
Se preguntarán... KEJESTOOOOO????!!!
Déjenme frenarles la emoción. No es un adelanto ni nada. Solo se me hizo bonito hacer un extra con el primer capítulo del libro de Dolores: Todo lo que no puedo decirte. Ese que escribió cuando estuvo separada de Emiliano, el éxito que se lo convirtieron en película... Ese mismo.
Y aclaro. Me costó muchísimo escribirlo, por el hecho de que no sé nada de medicina, no tenía moldeados los personajes, la línea argumental... Nada. Es eso, solo una muestra. Y ahí se queda.
Si planeo escribir algo más relacionado a esta historia, será un spin off con el final que les dejé en el último párrafo del epílogo, nada más. Spin off o quizás haga algún crossover con alguna otra novela a futuro... Ese final me salió así de los dedos, y cuando lo leí, ahí recién interpreté la posibilidad de apertura de esa frase.
Así que acá termina esta historia.
Capítulo dedicado al futuro gran médico LibertyLand4, que me remil ayudó a escribir los términos médicos, me corrigió las burradas que escribí en el diagnóstico de Emanuel... Y me aguantó cada vez que lo molesté con el beteo de este capítulo.
¡Gracias, compi!
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