🕰 IV ◦ Pasado

     Fotografías familiares se entrelazaban con acrílicos y oleos enmarcados, junto a diplomas y reconocimientos que testificaban el esfuerzo de años de estudio. Era una pared cargada de historia, junto a un mueble ataviado de galardones que sus dueños cuidaban con orgullo. Diferentes etapas de la vida se resumían en tan solo un espacio de aquella construcción, lugar donde un joven observaba con sumo cuidado.

     Esa mañana había despertado más temprano de lo habitual. El día anterior había sido todo menos tranquilo, y de dormir, si es que fue el caso, solo fueron un par de horas, aun así, su cuerpo le exigió levantarse con solo sentir el sonido de las aves en el cristal de su ventana. Ensimismado, salió de su habitación y bajó a paso lento por aquella escalera de madera que, a pesar de su antigüedad, no emitió sonido.

     Tras llegar a la planta baja detuvo sus pasos, pues, a sus fosas nasales llegó un agradable olor a café recién hecho mezclado al perfume de ambiente que bien hacía notar su madre. Inhaló el aroma profundamente y exhaló en un suspiro ante tal experiencia; "nostalgia" fue la definición que interpretaron sus sentidos aquella mañana.

     Se quedó de pie observando su entorno mientras los rayos de sol entraban escurridizos por la cortina que ya se encontraba abierta. Poco a poco, el albor no solo iluminó la sala de estar, sino que también colmó de calor el ambiente, dando a entender que aquel día de febrero sería de por sí cálido.

     —Oh, te levantaste temprano. El café está listo —escuchó a su espalda mientras oía los pasos acercarse a él. Se le quedó mirando—. ¿Qué sucedió? Esas ojeras... ¿Te quedaste jugando muy tarde otra vez? —indagó suspirando, cruzando sus brazos y frunciendo el ceño.

     En su vaga memoria, la situación de ser recriminado por su madre no le fue para nada extraña, pues, si bien fue un alumno ejemplar en los días que correspondían las clases, las vacaciones las disfrutaba a cómo de lugar. Y qué decir de la estación de verano, que, de ser posible, se quedaba hasta muy tarde en la noche con tal de terminar en su consola las partidas de juegos previamente guardadas o los nuevos que conseguía.

     Curvó sus ojos y le obsequió una sonrisa juguetona.

     —Este chico... —alegó antes de suspirar—. Me imagino, que así como ocupas tu tiempo en esos videojuegos, ya has hecho tu maleta.

     —¿Maleta?

     —¡Hijo, por Dios! Te vas el próximo lunes, no pretenderás dejar todo a última hora —se apresuró en responder, sin perder el contacto con su mirada.

     —¿Me voy la próx...?

     Dubitativo, Eric se encaminó hacia el calendario que colgaba de una de las paredes blancas del comedor. Sus ojos, que se encontraban semicerrados desde que despertó, se abrieron de par en par al ver la fecha en la cual se encontraba y también la que, según su madre, se iría del lugar.

     Era 25 de febrero de 2016.

     —Dos mil dieci...

     Un leve dolor de cabeza hizo que, en su razón, aquella fecha estuviera fuera de lugar.

     Contrariado, Eric se apresuró en volver a su habitación con tal de buscar, entre sus pertenecías, algo que le explicara lo que estaba sintiendo; enseguida, sus ojos se depositaron en su teléfono. Para aquel entonces, Eric contaba un modelo relativamente moderno para la época, aun así, al tomar su dispositivo descubrió que se trataba de un smartphone completamente diferente.

     —¿Qué? ¿Cómo es que...?

     Pulsó por inercia el teléfono desbloqueándose la pantalla, la cual presentó la imagen de un reloj análogo en ella. De pronto, una serie de recuerdos —en gran parte borrosos—regresaron a su mente; imágenes de su viaje a casa, del funeral de Melissa y de su intenso deseo en evitar su muerte. Eric recordó que había retrocedido en el tiempo.

     —Yo... yo volví. Funcionó.

     Sus emociones estaban a punto de desbordarse cuando decidió poner atención al reloj que una vez más se había puesto en movimiento, el cual volvió a hacerlo en sentido contrario.

     Comenzó ahondar más en ello cuando se dio cuenta de que al reloj le antecedía un dígito: 96. A su vez, bajo el mismo, un marcador estaba siendo completado, una especia de barra de carga el cual indicaba IV de un total de VII.

     Intentó sacar conclusiones al respecto, mas no consiguió proseguir, pues su madre, que se encontraba fuera de la habitación, le ordenaba bajar a tomar el desayuno.

     Volvió a salir de su habitación y a bajar las escaleras, no obstante, su actitud fue completamente diferente. El Eric que bajó al primer piso de aquella casa no era el joven de dieciocho años que correspondía a la fecha —el que interactuó con su madre antes—, sino que era el hombre de ocho años después —de edad veintiséis—; en otras palabras: su conciencia adulta estaba en un cuerpo adolescente.

     «Qué hacer para que no sospeche», pensaba, a su vez «¿por qué fecha 25?»

     Intranquilo, y teniendo fuertemente asido su teléfono en la mano, se dirigió al comedor y se sentó nervioso a la mesa junto a lo que su madre había preparado.

     Mientras comía, se quedó observando cómo ella se movía de un lado a otro en sus quehaceres. No recordaba lo grandiosa que era su madre en casa, no solo con el cuidado de su hogar, sino con él mismo, pues reconocía su afecto en el sabroso desayuno que estaba degustando. El último recuerdo que recuperó de ella era el de entrar a su habitación para consolarlo. Ese abrazo fue uno de los gestos más reconfortantes que había tenido en el último tiempo. Cuánto extrañaba a su madre, tanto que sin meditarlo mucho lo expresó en palabras:

     —Gracias madre.

     —Pff, ¿y eso? Si ya terminaste, deja tu loza en el lavaplatos y ve a ordenar tu habitación.

     —¡Sí, señora! —respondió bromista, llevando su mano derecha extendida hasta su sien.

     Lis era un encanto de madre y esposa, pero, cuando se trataba de los quehaceres o de hacer el mantenimiento de su hogar, era una mujer de armas tomar, y eso a Eric le causaba mucho respeto.

     En su presente, como en el pasado, su madre no dejaba de ser la misma, y él, tampoco.

     Al regresar a su dormitorio, notó que algo diferente se encontraba entre las cobijas de su cama, un bulto que se movía lentamente de manera circular, hasta que, tras un último giro, se quedó quieto. Se acercó con precaución y, en un rápido movimiento, retiró toda la ropa de cama para encontrarse con un peludo azabache.

     —¡Aroa!

     El felino, al ser descubierto, se erizó por completo y tras un quejido se lanzó al piso para ocultarse bajo la cama. Eric no podía contener la risa ante la reacción del gato, había olvidado cuánto se divertía con ese animal... y con Melissa.

     Ante aquello, el semblante risueño que gracias a Aroa se había adueñado del rostro de Eric, cambió a uno significativamente inquieto. Su madre le había mencionado que le quedaban días antes de marcharse, lo cual significaba ocho años sin volver al pueblo; ocho años en que no volvería a ver a Melissa; ocho años antes del trágico accidente.

     Si había regresado en el tiempo, era específicamente para que ese doloroso suceso que calaba hondo en su ser no se volviera a repetir, y tendría los últimos días de febrero para ello. A cómo de lugar debía evitar prometer reencontrase en el futuro —aunque muy en el fondo le doliera hacerlo—, debía impedir que Melissa tuviera aquel infortunio.

     —No puedo relajarme —declaró para sí mismo—. Se me concedió esta nueva oportunidad de impedir el fallecimiento de Melissa, una que no puedo desperdiciar, no de nuevo. Por ello, debo evitar encontrarme con ella en... ¿Eh? ¿Dónde? ¿Dónde fue el accidente?

     Confundido, trató de unir todas sus memorias, sin embargo, no pudo llegar a ese fragmento en particular, como si tuviera una "cortina" que le impedía ver y recordar los detalles de ese día, una sensación que ya había sentido con anterioridad.

     —Maldición, por qué no puedo recordar.

     Mientras tanto, a unos cuantos metros de su casa, una joven muchacha de larga cabellera buscaba con empeño a un azabache escurridizo.

     —Aroa, ¿dónde estás?     

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