🕰 II ◦ Viaje

     Sumido en sus pensamientos, y un poco más calmado, Eric continuó conduciendo a toda velocidad que le era permitida.

     —¿Todo esto... será verdad? ¿Cómo es que pasó? No será que todo esto es un error y yo simplemente... —se cuestionaba inseguro, acrecentando sus pulsaciones tanto como aumentaba la velocidad.

     Eric no sabía si lo que estaba viviendo era parte de la realidad o la trama de una historia de ciencia ficción que tanto le llamaba la atención de niño.

     Una parte de sí razonaba que todo era una mentira; que el tiempo que llevaba sin tomar vacaciones le pasó la cuenta; que tanto deseaba viajar a su pueblo y reencontrase con sus padres, amigos y, en especial con Melissa, hizo que su mente creara esa desastrosa y angustiante ilusión para adelantar su viaje. Sin embargo, otra parte de sí le decía todo lo contrario; que todo lo que vio esa mañana era absolutamente cierto; que no se trataban de simples recuerdos oníricos; que lo que sintió fue una verdad vivida, una que causaría, no solo a él, sino que a muchos una pérdida indescriptible. 

     Por tanto, ¿a cuál de sus dos sensaciones creer? Aún tenía tiempo, por lo que adelantar su viaje en realidad no significaba nada extraordinario. Aun así, todo era un incierto.

     En su recorrido, Eric no se detuvo a hacer absolutamente nada. Como ya tenía programado viajar al día siguiente, el estanque de combustible estaba lleno, por lo que, si disminuyó la velocidad, solo fue por momentos en las estaciones de pago correspondiente a los derechos de tránsito. Ni siquiera deseos de ir a un baño causó las horas que llevaba conduciendo.

     Poco a poco, manchones verdosos comenzaron a adueñarse de los costados de su camino. Hasta hace unas horas todo era asfalto, ocres arbustos y escasa vegetación —propio del término del verano—, no obstante, mientras más se retiraba de las dependencias de su citadino hogar, se extendía el color que definía la geografía del sur de su país: un penetrante y denso verde que, sin importar el clima o lo cambiante de las estaciones, continuaba ahí, perenne.

     Seis horas habían pasado desde que Eric había iniciado su viaje.

     —¿Tanto puede cambiar un paisaje en ocho años? —verbalizó asombrado ante las variaciones que se mostraban en su camino.

     Desde que terminó de estudiar y de realizar su práctica, Eric decidió vivir en la capital de su país, lugar donde podía desenvolverse en su área, como a su vez donde encontró empleo; eso hizo que los únicos que viajaban a verlo —sobre todo en días festivos— fueran sus padres, por lo que Eric llevaba años sin visitar aquel pueblo.

     De pronto, un pequeño pórtico se vio de lejos, infraestructura que con cada metro transitado se ampliaba más. Poco a poco, las palabras que estaban inmersas en su centro se volvieron más nítidas, unas que daban la bienvenida a todos los visitantes del lugar.

     Después de ocho años, Eric volvió a pisar el lejano y tranquilo pueblo Perpetuo.

     Tras cruzar el gran pórtico de bienvenida, Eric aceleró un poco más con tal de llegar al único lugar donde podría encontrar la información que necesitaba.

     La casa de sus padres se encontraba retirada del área central del pueblo. Recordaba que debía girar hacia su derecha una vez pasada la plaza principal, pero, si la carretera le había parecido que había cambiado, cuánto más lo había hecho el pueblo.

     Dio vueltas en U en lugares que no correspondía; condujo en vías de sentido contrario; y qué decir de la congestión vehicular; en poco tiempo, Eric se encontró un sinfín de inconvenientes con las que no contaba. Era verdad que llevaba ocho años sin volver a ese lugar, pero ¿tan desconocido le fue como para demorar tanto en encontrar el camino? Sin lugar a dudas se sentía extraño, como si una fuerza contraria a sus deseos lo guiara hacia lugares en los que no debía ir. Finalmente, en el horizonte, vio la hilera de álamos que caracterizaban los predios cercanos a su antiguo hogar.

     Una sonrisa sincera se dibujó en el rostro de Eric al ver las bellas hortensias que tan hermosas se encontraban a la entrada de la vivienda, sin duda su madre se esmeró mucho en que, esas pequeñas plantas que compró el primer año de haber llegado al pueblo, se encontraran grandes y radiantes en el lugar en que sus padres habían decidido mudarse.

     Detuvo el vehículo a la entrada del predio, se bajó de él y rápidamente corrió a la puerta con tal de que alguien en su interior le abriera luego de tocar tres veces en ella, una señal que identificaba su llegada —un toque: papá; dos toques: mamá; tres toques: Eric—.

     Enseguida, y más rápido de lo que esperó, una señora de pelo castaño claro, con signos evidentes de la edad en sus ojos, salió del costado de la casa con un rostro sumamente sorpresivo. Era Lis, su madre. Vestía una jardinera verde y bototos floreados, además, tenía las manos ocupadas: en una mano llevaba una planta que desprendía pequeños terrones de tierra de sus raíces, y en la otra una pequeña pala. 

     —¿Hijo? Pero qué..., ¿qué estás...? ¡Adelantaste tu viaje! —expresó asombrada, parpadeando varias veces, pues se había preparado para verlo al día siguiente.

     —Madre, después te lo explico —respondió interrumpiéndola—. Por favor dime, ¿dónde puedo encontrar a Melissa?

     —¿Melissa?

     —Sí, por favor, sino... —evitó explicar el porqué de su adelantado viaje.

     —¿Sucede algo?

     —Espero que no —declaró con seriedad, sin perder de vista los ojos de su madre—. Así que por favor, ¿dónde la encuentro?

     —Uhm, hoy es miércoles. Debe estar en su trabajo.

     —¿Trabajo?

     ¿Cómo es que no se le ocurrió antes? Dio tantas vueltas por el centro del pueblo que no pasó por su mente buscarla donde, desde muy joven, sabía que podría estar.

     —La florería. Y si no la encuentras allí, debe estar...

     —Gracias madre.

     —Pero Eric...

     —No te preocupes, enseguida regreso.

     Ser florista era el sueño de Melissa desde muy pequeña. Su madre cultivaba flores en el gran predio que había heredado de su familia. Eran distribuidores, no solo de la región, sino también de otras zonas del país, por lo que a Melissa le fascinaba la idea abrir su propia tienda y entregar aquellas flores que con tanto cuidado y cariño le entregaba su madre.

     Tras unos minutos Eric llegó a la florería, sin embargo, la encontró cerrada. ¿Dónde podría encontrarla? En ese instante, un fuerte dolor a los costados de su cabeza hizo que una imagen se adueñara de su campo visual: un enorme y viejo árbol.

     Enseguida —sin dejar de ser una corazonada—, Eric retornó a las cercanías de su hogar donde se encontraba un terreno comunal. Nunca le perteneció a nadie, y de hacerlo, nunca se cercó, por lo cual los vecinos del área, y sobre todo los niños, lo utilizaban y cuidaban como un lugar de esparcimiento. Allí, en lo más profundo se encontraba la casa del árbol que Eric y Melissa habían construido como una base secreta de amistad.

     Estacionó su automóvil, se bajó de él y caminó por las cercanías buscando desesperado algún indicio del paradero de su amiga; de improviso, vio de lejos la silueta del árbol que aún mantenía la infraestructura de madera construida por su versión adolescente.

     Mientras se acercaba, un reflejo alcanzó su rostro, luz que lo cegó momentáneamente. De pronto, una audible y reconocible voz llegó a sus oídos, mas, no pudo escuchar ni entender bien pues, un sonido de madera quebrada y posterior ruido de caída de material se apoderó del ambiente, eliminando todo rastro de la voz femenina.

     Eric corrió lo más rápido que pudo para encontrarse con lo que había sido el motivo de su viaje. No obstante, aunque trató de prevenir una dolorosa tragedia, no pudo conseguirlo, ya que encontró el cuerpo de Melissa bajo un montón de escombros proveniente del lugar que tanto cariño y recuerdos tenía.

     —No, no, no, no Melissa, abre los ojos, por favor, ¡no te duermas!

     En ese momento, el reloj de Reconto estaba detenido a las doce en punto. 

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