cap 8 y 9
Cap 8
de todo lo que tus criaturas aman,
barriga llena dos veces al día; paja limpia donde revolcarse;
todo animal grande o pequeño
duerme en paz en su establo,
tú velas por todos,
camarada Napoleón!
Si tuviera un lechón,
antes de que creciera
y fuera como una botella o un rodillo,
aprendería a serte
leal y fiel,
sí, y su primer chillido sería:
¡«camarada Napoleón»!
Napoleón aprobó ese poema e hizo que se grabara en la pared del establo
principal, en el extremo opuesto a donde estaban los siete mandamientos. Se
remató con un retrato de Napoleón, de perfil, ejecutado por Chillón con
pintura blanca.
Entretanto, con la intervención de Whymper, Napoleón realizaba
complicadas negociaciones con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún
estaba sin vender. De los dos, Frederick era quien más interés mostraba por
comprarla, pero no ofrecía un precio razonable. Al mismo tiempo, circulaban
nuevos rumores según los cuales Frederick y sus hombres andaban
conspirando para atacar la Granja Animal y destruir el molino de viento, cuya
construcción había despertado en él una feroz envidia. Se sabía que Bola de
Nieve seguía escondido en la granja Campocorto. A mediados del verano los
animales se alarmaron al oír que tres gallinas se habían presentado y habían
confesado que, inspiradas por Bola de Nieve, se habían conjurado para
asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas de inmediato, y se tomaron nuevas
precauciones para proteger a Napoleón. Cuatro perros vigilaban su cama por la
noche, uno en cada esquina, y encargaron a un cerdo joven llamado Pitarroso
la tarea de probar todos sus alimentos antes de que él se los comiera, por si
estaban envenenados.
Por esa época se supo que Napoleón había dispuesto vender la pila de
madera al señor Pilkington, y que también formalizaría un acuerdo
permanente para el intercambio de ciertos productos entre la Granja Animal y
Monterraposo. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque canalizadas solo a través de Whymper, eran ahora casi amistosas. Los
animales desconfiaban de Pilkington como ser humano, pero lo preferían a
Frederick, a quien temían y odiaban. A medida que avanzaba el verano y se
acercaba la terminación del molino, había cada vez más rumores de un
inminente ataque a traición. Se decía que Frederick pensaba acometer con
veinte hombres armados y que ya había sobornado a los jueces y a la policía:
si lograba apoderarse de los títulos de propiedad de la Granja Animal, ellos no
intervendrían. Por otra parte, desde Campocorto se filtraban historias terribles
acerca de las crueldades que Frederick infligía a sus animales. Había azotado a
un viejo caballo hasta matarlo, había hecho pasar hambre a sus vacas, había
matado a un perro arrojándolo a un horno, por las tardes se divertía haciendo
pelear a gallos con trozos de hojas de afeitar atados a las espuelas. Los
animales sentían que les hervía de rabia la sangre al enterarse del trato que
recibían sus camaradas, y a veces pedían a gritos que se los dejara ir todos
juntos a atacar la granja Campocorto, a expulsar a los seres humanos y liberar
a los animales. Pero Chillón les aconsejaba que evitaran las maniobras
agresivas y confiaran en la estrategia del camarada Napoleón.
Sin embargo, el rechazo a Frederick iba en aumento. Un domingo por la
mañana, Napoleón apareció en el establo y explicó que en ningún momento
había pensado vender la pila de madera a Frederick; pensaba que no debía
rebajarse a tratar con sinvergüenzas de esa calaña. A las palomas que seguían
enviando para difundir la noticia de la rebelión les prohibieron pisar
Monterraposo, y también se les ordenó abandonar su anterior lema: «Muerte a
la humanidad», por «Muerte a Frederick». A finales del verano quedó al
descubierto otra de las maquinaciones de Bola de Nieve. La cosecha de trigo
estaba llena de maleza y se descubrió que en una de sus visitas nocturnas Bola
de Nieve había mezclado semillas de maleza con semillas de maíz. Un ganso
que estaba al tanto del complot había confesado su culpa a Chillón y se suicidó
de inmediato ingiriendo bayas de belladona. Los animales también se
enteraron de que Bola de Nieve nunca había recibido —como muchos de ellos
habían creído hasta ese momento— la orden de «Héroe animal de primera
clase». Eso no era más que una leyenda que el propio Bola de Nieve había
hecho circular poco después de la Batalla del Establo. Lejos de recibir una
condecoración, había sido censurado por mostrar cobardía en la batalla. De
nuevo, algunos de los animales oyeron eso con cierta perplejidad, pero Chillón
pronto logró convencerlos de que les había fallado la memoria.
En el otoño, con un esfuerzo tremendo y agotador —porque casi al mismo
tiempo tenían que recoger la cosecha—, acabaron de construir el molino de
viento. Todavía faltaba la instalación de la maquinaria, cuya compra negociaba
Whymper, pero la estructura estaba terminada. ¡A pesar de las numerosas
dificultades, a pesar de la inexperiencia, de las herramientas primitivas, de la
mala suerte y de la traición de Bola de Nieve, el trabajo se había terminado exactamente en fecha! Cansados pero orgullosos, los animales dieron vueltas y
vueltas alrededor de su obra maestra, que les parecía aún más bella que cuando
la habían construido por primera vez. Además, las paredes eran dos veces más
gruesas que antes. ¡Esta vez solo podrían demolerlas con explosivos! Y al
pensar en cómo habían trabajado, en los desánimos que habían superado y en
cómo cambiaría su vida cuando estuvieran girando las aspas y funcionando las
dinamos, al pensar en todo esto olvidaron el cansancio y empezaron a brincar
alrededor del molino, lanzando gritos de triunfo. El propio Napoleón,
acompañado por sus perros y su gallo, bajó a inspeccionar el trabajo
terminado; felicitó personalmente a los animales por su logro y anunció que el
molino se llamaría Molino Napoleón.
Dos días después convocaron a los animales para una reunión especial en
el establo. Quedaron mudos de sorpresa cuando Napoleón anunció que había
vendido la pila de madera a Frederick. Al día siguiente llegarían las carretas de
Frederick y empezarían a llevársela. Durante todo el período de supuesta
amistad con Pilkington, Napoleón había estado en realidad haciendo tratos
secretos con Frederick.
Se había roto toda relación con Monterraposo; se habían enviado mensajes
insultantes a Pilkington. Se había instruido a las palomas para que evitaran la
Granja Campocorto y cambiaran su lema de «Muerte a Frederick» por
«Muerte a Pilkington». Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales
que las historias de un inminente ataque a la Granja Animal eran
completamente falsas, y que los cuentos sobre la crueldad de Frederick con
sus propios animales se habían exagerado mucho. Quizá todos esos rumores
eran creación de Bola de Nieve y sus agentes. Ahora parecía que Bola de
Nieve no estaba, después de todo, escondido en la Granja Campocorto; de
hecho, nunca había andado por allí en su vida: vivía, aparentemente con
considerable lujo, en Monterraposo, y en realidad llevaba años viviendo a
costa de Pilkington.
Los cerdos estaban extasiados con la astucia de Napoleón. Aparentando
amistad con Pilkington, había obligado a Frederick a aumentar su precio en
doce libras. Pero la verdadera superioridad mental de Napoleón, dijo Chillón,
se demostraba en el hecho de que no confiaba en nadie, ni siquiera en
Frederick. Frederick había querido pagar la madera con algo llamado cheque,
que al parecer era un trozo de papel con una promesa de pago escrita en él.
Pero Napoleón era demasiado listo para aceptar esas cosas. Había exigido el
pago con billetes reales de cinco libras, que deberían entregarse antes de
retirar la madera. Frederick ya había pagado, y la suma recibida bastaba para
comprar la maquinaria que haría funcionar el molino de viento.
Mientras tanto se llevaban la madera a toda prisa. Cuando no quedó nada
se celebró otra reunión especial en el establo para que los animales examinaran los billetes de Frederick. Sonriendo beatíficamente y luciendo las
dos condecoraciones, Napoleón reposaba en un lecho de paja sobre la
plataforma, con el dinero al lado, cuidadosamente apilado en un plato de
porcelana de la cocina de la casa. Los animales desfilaron pasando despacio
por delante, mirando con atención. Boxeador acercó la nariz para oler los
billetes y su aliento hizo vibrar y crujir los delgados papeles blancos.
Tres días más tarde se produjo un revuelo terrible. Whymper, con el rostro
mortalmente pálido, apareció pedaleando a gran velocidad en la bicicleta, que
dejó en el patio antes de entrar precipitadamente en la casa. Un instante
después brotó de las habitaciones de Napoleón un rugido furioso. La noticia de
lo que había pasado corrió por la granja como un incendio descontrolado. ¡Los
billetes eran falsos! ¡Frederick había conseguido la madera por nada!
Napoleón reunió a los animales de inmediato y con voz terrible anunció la
sentencia a muerte de Frederick. Cuando se lo capturara, dijo, lo hervirían
vivo. Al mismo tiempo, les advirtió que después de esa traición se podía
esperar lo peor. Frederick y sus hombres podían lanzar su tan esperado ataque
en cualquier momento. Apostaron centinelas en todos los accesos a la finca.
Además, enviaron cuatro palomas a Monterraposo con un mensaje conciliador
que —esperaban— serviría para volver a establecer buenas relaciones con
Pilkington.
El ataque se produjo a la mañana siguiente. Los animales estaban
desayunando cuando los vigías llegaron corriendo con la noticia de que
Frederick y sus seguidores ya habían entrado por la puerta con barrotes de la
finca. Los animales salieron con valentía a su encuentro, pero esa vez no
lograron una victoria fácil como en la Batalla del Establo de las Vacas. Había
quince hombres con media docena de escopetas, que abrieron fuego en cuanto
estuvieron a unos cincuenta metros. Los animales no podían enfrentar las
explosiones terribles ni las picaduras de los perdigones, y a pesar de los
esfuerzos de Napoleón y Boxeador para animarlos, pronto tuvieron que
retroceder. Ya había unos cuantos heridos. Se refugiaron en los edificios de la
granja y miraron con cautela por las rendijas y los agujeros de los nudos. Toda
la enorme pradera, incluido el molino de viento, estaba en manos del enemigo.
Por el momento, hasta Napoleón parecía perdido. Iba y venía en silencio,
moviendo la cola rígida. Miradas tristes apuntaban hacia Monterraposo. Si
Pilkington y sus hombres los ayudaran, todavía podrían ganar la batalla. Pero
en ese momento regresaron las cuatro palomas que habían enviado el día
anterior; una de ellas traía un trozo de papel firmado por Pilkington. En él,
escritas a lápiz, había estas palabras: «Te lo mereces».
Mientras tanto, Frederick y sus hombres se habían detenido junto al
molino. Los animales los miraron y empezaron a murmurar, consternados. Dos
de los hombres habían sacado una palanca y un mazo. Iban a demoler el molino de viento.
—¡Imposible! —exclamó Napoleón—. Hemos construido paredes
demasiado gruesas. No podrían derribarlo ni en una semana. ¡Ánimo,
compañeros!
Pero Benjamín observaba con atención los movimientos de los hombres.
Los del martillo y la palanca estaban haciendo un agujero cerca de la base del
molino. Despacio, con aire casi de diversión, Benjamín movió
afirmativamente el largo hocico.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. ¿No veis lo que hacen? Dentro de un
instante llenarán de pólvora el agujero.
Los animales esperaron, aterrorizados. Ahora no podían buscar refugio en
los edificios. Unos minutos más tarde vieron cómo los hombres corrían en
todas direcciones. Entonces se produjo un rugido ensordecedor. Las palomas
se arremolinaron en el aire y todos los animales, salvo Napoleón, se arrojaron
al suelo y se taparon la cara. Cuando se levantaron, una enorme nube de humo
negro flotaba sobre el sitio donde había estado el molino de viento. Poco a
poco fue llevándosela la brisa. ¡El molino de viento había dejado de existir!
Al ver eso los animales recuperaron su valentía. La rabia contra un acto tan
vil y despreciable superó el miedo y la desesperación que habían sentido un
momento antes. Se oyó un potente grito de venganza y sin esperar nuevas
órdenes salieron todos juntos, dispuestos a atacar al enemigo. Esta vez no
cejaron ante los perdigones crueles que cayeron sobre ellos como granizo. Fue
una batalla salvaje y amarga. Los hombres disparaban una y otra vez, y
cuando los animales estuvieron cerca los atacaron con palos y con las pesadas
botas. Mataron una vaca, tres ovejas y dos gansos, y casi todo el mundo estaba
herido. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, tenía
la punta de la cola rasguñada por un perdigón. Pero tampoco los hombres
habían salido indemnes. Tres de ellos tenían la cabeza partida por los golpes
de los cascos de Boxeador, otro había sido corneado en el vientre por una vaca
y otro tenía los pantalones casi destrozados por Jésica y Campanilla. Y cuando
los nueve perros de la guardia personal de Napoleón, enviados a dar un rodeo
al amparo del seto, aparecieron de repente por un lado, ladrando con
ferocidad, el pánico se apoderó de ellos. Vieron que estaban en peligro de ser
rodeados. Frederick gritó a sus hombres que salieran de allí mientras tenían
escapatoria, y un instante después el cobarde enemigo corría tratando de salvar
la vida. Los animales persiguieron a los hombres hasta el final del campo y les
dieron unas últimas patadas mientras atravesaban como podían el espinoso
seto.
Habían ganado, pero estaban cansados y ensangrentados. Despacio,
cojeando, empezaron a regresar a la granja. Algunos, al ver a sus camaradas muertos, tendidos en la hierba, no pudieron contener las lágrimas. Y por un
rato se detuvieron en doloroso silencio junto al sitio donde alguna vez se había
levantado el molino de viento. Sí, ya no existía. ¡Casi el último rastro de su
trabajo había desaparecido! Hasta los cimientos estaban parcialmente
destruidos. Y ahora, para reconstruirlo, no podrían usar, como antes, las
piedras caídas. Esta vez también habían desaparecido las piedras. La fuerza de
la explosión las había lanzado a cientos de metros de distancia. Era como si el
molino no hubiera existido nunca.
Cuando se estaban acercando a la granja, Chillón, que inexplicablemente
había estado ausente durante el combate, se acercó saltando hacia ellos,
moviendo la cola radiante de satisfacción. Y del lado de los edificios de granja
llegó el solemne estampido de un arma de fuego.
—¿Para qué dispararon esa escopeta? —preguntó Boxeador.
—¡Para celebrar nuestra victoria! —exclamó Chillón.
—¿Qué victoria? —preguntó Boxeador. Le sangraban las rodillas, había
perdido una herradura y se le había partido el casco; en una pata trasera tenía
alojada una docena de perdigones.
—¿Qué victoria, camarada? ¿Acaso no hemos expulsado al enemigo de
nuestro suelo, el sagrado suelo de la Granja Animal?
—Pero ellos han destruido el molino de viento. ¡En el que hemos trabajado
durante dos años!
—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos
si nos da la gana. Tú no aprecias, camarada, la importancia de lo que
acabamos de lograr. El enemigo ocupaba el suelo que pisamos. ¡Y ahora,
gracias al liderazgo del camarada Napoleón, acabamos de recuperarlo hasta el
último centímetro!
—Así que volvemos a tener lo que ya teníamos —dijo Boxeador.
—Esa es nuestra victoria —dijo Chillón.
Cojearon hasta el corral. Los perdigones que Boxeador llevaba incrustados
en la pata le producían un intenso dolor. Veía por delante la pesada empresa de
reconstruir el molino desde los cimientos y mentalmente se preparó ya para la
tarea. Pero por primera vez advirtió que tenía once años y que quizá sus
enormes músculos ya no eran como antes.
Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y oyeron el
nuevo disparo de escopeta —la dispararon siete veces en total— y escucharon
el discurso de Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que
después de todo habían conseguido una gran victoria. Los animales muertos en
la batalla tuvieron un solemne entierro. Boxeador y Trébol tiraron del carro que servía de coche fúnebre y el propio Napoleón encabezó la procesión.
Dedicaron dos días enteros a las celebraciones. Hubo canciones, discursos y
más disparos de escopeta, y cada animal recibió como regalo especial una
manzana, dos onzas de maíz las aves y tres bizcochos cada perro. Se anunció
que la batalla se llamaría Batalla del Molino, y que Napoleón había creado una
nueva condecoración, la «Orden de la bandera verde», que se había otorgado a
sí mismo. En medio del júbilo general se olvidó el desgraciado asunto de los
billetes.
Unos días más tarde los cerdos encontraron una caja de whisky en los
sótanos de la casa. La habían pasado por alto en el momento de ocuparla. Esa
noche se oyó entonar en la casa ruidosas canciones en las que, para sorpresa
de todos, se mezclaban compases de «Bestias de Inglaterra». A eso de las
nueve y media se vio perfectamente que Napoleón, con un viejo sombrero
hongo del señor Jones, salía por la puerta trasera, daba unas vueltas rápidas
por el patio y desaparecía de nuevo en la casa. Pero por la mañana reinaba en
el lugar un profundo silencio. No se veía por allí ningún cerdo. Eran casi las
nueve cuando apareció Chillón, caminando despacio y abatido, la mirada
apagada, la cola fláccida y con apariencia de estar gravemente enfermo.
Reunió a los animales y les anunció que tenía una terrible noticia. ¡El
camarada Napoleón se estaba muriendo!
Se oyó un grito lastimero. Colocaron paja delante de la puerta de la casa y
los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos se preguntaban
unos a otros qué harían si les faltaba el líder. Empezó a circular el rumor de
que, después de todo, Bola de Nieve se las había ingeniado para introducir
veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Chillón para hacer otro
anuncio. Como último acto sobre la tierra, el camarada Napoleón había
pronunciado un solemne decreto: se castigaría con pena de muerte el consumo
de alcohol.
Por la noche pareció que Napoleón había mejorado un poco, y a la mañana
siguiente Chillón les contó que se estaba recuperando. Al atardecer, Napoleón
había vuelto a su trabajo, y un día después se supo que había dado
instrucciones a Whymper para que comprara en Willingdon algunos folletos
sobre fermentación y destilado. Una semana más tarde Napoleón ordenó arar
el pequeño prado situado detrás de la huerta, que antes habían pensado
reservar como sitio de pastoreo para los animales que ya no podían trabajar. Se
explicó que la tierra estaba agotada y había que renovarla, pero pronto se supo
que la intención de Napoleón era sembrar allí cebada.
Por esa época se produjo un extraño suceso que casi nadie logró entender.
Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estruendo en el patio y los
animales salieron corriendo de los establos. Era una noche de luna. Al pie de
la pared trasera del establo grande, donde estaban escritos los siete mandamientos, había una escalera partida en dos. Junto a ella, aturdido y en el
suelo, estaba Chillón; a su lado había un farol, un pincel y un bote de pintura
blanca volcado. Los perros rodearon inmediatamente a Chillón y lo
acompañaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los
animales sabía qué significaba esa situación, salvo el viejo Benjamín, que
asintió moviendo el hocico con aire sagaz y pareció entender, aunque no dijo
nada.
Pero unos días más tarde Muriel, leyendo los siete mandamientos en voz
baja, notó que había otro que los animales no recordaban bien. Creían que el
quinto mandamiento era «Ningún animal beberá alcohol», pero habían
olvidado dos palabras. En realidad, el mandamiento decía: «Ningún animal
beberá alcohol en exceso».
Cap 9
El casco partido de Boxeador tardó mucho tiempo en curarse. Al día
siguiente de terminar las celebraciones de la victoria habían empezado la
reconstrucción del molino de viento. Boxeador se negaba a tomar siquiera un
día libre y, por una cuestión de honor, ocultaba su sufrimiento. De noche
admitía en privado ante Trébol que el casco le molestaba mucho. Trébol se lo
curaba con emplastos de hierbas que preparaba masticándolas, y tanto ella
como Benjamín le pedían que trabajara menos. «Los pulmones de un caballo
no son eternos», le decía. Pero Boxeador no le prestaba atención. Explicaba
que solo tenía una verdadera ambición: ver muy avanzada la construcción del
molino de viento antes de tener que jubilarse.
Al principio, en el momento de formular por primera vez las leyes de la
Granja Animal, habían fijado en doce años la edad de jubilación para los
caballos y los cerdos, en catorce para las vacas, en nueve para los perros, en
siete para las ovejas y en cinco para las gallinas y los gansos. Se habían
acordado generosas pensiones. Hasta el momento no se había retirado ningún
animal, pero últimamente se hablaba cada vez más del tema. Ahora que el
pequeño campo detrás de la huerta se había reservado para la cebada, corría el
rumor de que se cercaría un rincón de la pradera grande para convertirlo en
sitio de pastoreo para animales jubilados. Se decía que para un caballo la
pensión sería de cinco libras de maíz por día y, en invierno, quince libras de
heno, además de una zanahoria o quizá una manzana los días festivos.
Boxeador cumpliría doce años a finales del verano del año siguiente.
Entretanto, la vida resultaba dura. El invierno era tan frío como el anterior
y la comida aún más escasa. Redujeron de nuevo las raciones, excepto las de los cerdos y los perros. Una igualdad demasiado rígida en las raciones —
explicó Chillón— habría ido en contra de los principios del animalismo. En
todo caso, no tenía ninguna dificultad para demostrar a los otros animales que
en realidad, a pesar de las apariencias, no carecían de alimentos. Por el
momento había sido necesario, sin duda, reajustar las raciones (Chillón
siempre hablaba de «reajuste», nunca de «reducción»), pero en comparación
con los tiempos de Jones la mejoría era enorme. Leyendo las cifras con voz
aguda y rápida, les demostró detalladamente que tenían más avena, más heno,
más nabos que en tiempos de Jones, que trabajaban menos horas, que el agua
era de mejor calidad, que vivían más tiempo, que una mayor proporción de sus
crías sobrevivían a la infancia, que tenían más paja en los establos y sufrían
menos las pulgas. Los animales creyeron todo al pie de la letra. A decir
verdad, Jones y todo lo que él representaba casi se les había borrado de la
memoria. Sabían que la vida ahora era dura y ajustada, que a menudo pasaban
hambre y frío y que por lo general trabajaban todo el tiempo que no dormían.
Pero en otras épocas seguramente había sido peor. Era lo que les gustaba creer.
Además, antes habían sido esclavos y ahora eran libres; como no dejaba de
señalar Chillón, esa era una diferencia enorme.
Ahora tenían muchas más bocas que alimentar. En el otoño las cuatro
cerdas habían parido casi al mismo tiempo, y había en total treinta y un
cerditos. Los cerditos tenían la piel manchada, y como Napoleón era el único
verraco de la granja, no costaba adivinar quién era el padre. Se anunció que
más adelante, cuando compraran ladrillos y madera, se construiría un aula en
el jardín. Por el momento, los cerditos recibían clases del propio Napoleón en
la cocina. Hacían ejercicio en el jardín y se les recomendaba no jugar con
otros animales jóvenes. También por esa época se estableció como regla que
cuando un cerdo y cualquier otro animal se encontraran en el camino, el otro
animal debería apartarse; y también que todos los cerdos, sin distinción de
rango, tendrían el privilegio de llevar cintas verdes en el rabo los domingos.
La granja había tenido un año bastante exitoso, pero todavía estaba escasa
de dinero. Faltaba comprar los ladrillos, la arena y la cal para el aula, y
también habría que empezar a ahorrar de nuevo para la maquinaria del molino
de viento. Después estaban las lámparas de aceite y las velas para la casa,
azúcar para la mesa de Napoleón (prohibió eso a los demás cerdos, alegando
que los hacía engordar) y otras cosas necesarias como herramientas, clavos,
hilo, carbón, alambre, hierro viejo y galletas para perros. Vendieron una pila
de heno y parte de la cosecha de patatas y aumentaron el contrato de los
huevos a seiscientos por semana, de modo que ese año las gallinas apenas
empollaron polluelos suficientes para mantener la población. Las raciones,
reducidas en diciembre, se redujeron de nuevo en febrero, y se prohibió el uso
de faroles en los corrales para ahorrar aceite. Pero los cerdos parecían bastante
cómodos y, además, se los veía cada vez más gordos. Una tarde de finales de febrero un aroma caliente, intenso y apetitoso, como nunca habían olido los
animales, flotó hasta el patio desde la pequeña fábrica de cerveza abandonada
en tiempos de Jones y que estaba situada al otro lado de la cocina. Alguien
dijo que era el olor que producía la cocción de la cebada. Los animales
olfatearon el aire con avidez y se preguntaron si les estarían preparando algún
revoltijo caliente para la cena. Pero no apareció nada de eso, y el domingo
siguiente se anunció que en adelante toda la cebada estaría reservada para los
cerdos. Cebada era lo que habían sembrado ya en el campo detrás de la huerta.
Y pronto se filtró la noticia de que cada cerdo estaba recibiendo una ración de
una pinta de cerveza diaria, excepto Napoleón, que recibía medio galón,
servido siempre en la sopera Crown Derby.
Pero aunque sufrían privaciones, tenían la compensación de una vida más
digna. Había más canciones, más discursos y más procesiones. Napoleón
había dado la orden de que una vez a la semana se realizara algo llamado
Manifestación Espontánea, cuyo objeto era celebrar las luchas y los triunfos de
los animales de la Granja Animal. A la hora indicada los animales
abandonaban el trabajo y recorrían la granja en formación militar con los
cerdos a la cabeza, seguidos por los caballos, las vacas, las ovejas y después
las aves de corral. Escoltaban la procesión los perros, y a la cabeza de todos
marchaba el gallo negro de Napoleón. Boxeador y Trébol siempre llevaban
entre los dos una bandera verde con la pezuña y el cuerno y la leyenda «¡Viva
el camarada Napoleón!». Después se recitaban poemas compuestos en honor
de Napoleón y Chillón ofrecía en un discurso los detalles de las últimas
subidas en la producción de alimentos y, a veces, hacía un disparo con la
escopeta. Nadie era más entusiasta de la Manifestación Espontánea que las
ovejas, y si alguien se quejaba (como hacían a veces algunos animales cuando
no había cerdos o perros cerca) de la pérdida de tiempo y de tener que pasar
tantas horas allí de pie, al frío, las ovejas se encargaban de silenciarlo balando
ruidosamente: «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!». Pero, en general, los
animales disfrutaban de esas celebraciones. Resultaba reconfortante recordar
que, después de todo, eran realmente sus propios amos, y que todo lo que
hacían era para su propio beneficio. Así, con las canciones, las procesiones, las
cifras de Chillón, el trueno de la escopeta, el canto del gallo y el ondeo de la
bandera podían, al menos parte del tiempo, olvidar que tenían la barriga vacía.
En abril, la Granja Animal fue proclamada república, y necesitaban elegir a
un presidente. Había un solo candidato, Napoleón, a quien eligieron por
unanimidad. El mismo día se anunció el descubrimiento de nuevos
documentos que revelaban más detalles sobre la complicidad de Bola de Nieve
con Jones. Ahora parecía que Bola de Nieve no solo había intentado perder la
Batalla del Establo mediante una estratagema —como imaginaban los
animales—, sino que había luchado abiertamente en el bando de Jones. De
hecho, era él quien había liderado las fuerzas humanas y entrado en la batalla con las palabras «¡Viva la humanidad!» en los labios. Las heridas en el lomo
de Bola de Nieve, que algunos de los animales aún recordaban haber visto, las
habían causado los dientes de Napoleón.
A mediados del verano Moisés, el cuervo, reapareció de repente en la
granja, después de una ausencia de varios años. Casi no había cambiado,
seguía sin trabajar y decía lo mismo de siempre acerca del Monte Caramelo.
Se posaba en un tocón, batía las alas negras y hablaba durante horas enteras
con quien quisiera escucharlo.
—Allá arriba, camaradas —decía muy serio, señalando al cielo con el
largo pico—, allá arriba, detrás de esa nube oscura, está el Monte Caramelo, el
país feliz en el que, pobres animales, descansaremos para siempre de nuestros
esfuerzos.
Hasta decía haber estado allí en uno de sus vuelos más altos, y haber visto
los eternos campos de trébol y el pastel de linaza y los terrones de azúcar que
crecían en los setos. Muchos de los animales le creían. Si tenían ahora una
vida de hambre y de trabajo, ¿no era acaso justo que existiera un mundo mejor
en algún otro sitio? Una cosa difícil de determinar era la actitud de los cerdos
hacia Moisés. Todos declaraban con desprecio que esas historias del Monte
Caramelo eran mentiras; sin embargo, se le permitía permanecer en la granja,
sin trabajar, con una ración diaria de media pinta de cerveza.
Con el casco curado, Boxeador trabajó más duro que nunca. De hecho, ese
año todos los animales trabajaron como esclavos. Aparte del trabajo normal de
la granja, y la reconstrucción del molino de viento, estaba la escuela para los
cerdos jóvenes, que empezaron a levantar en marzo. A veces costaba soportar
las largas horas con insuficiente comida, pero Boxeador nunca vacilaba. En
nada de lo que decía o hacía se veían señales de que hubieran menguado sus
fuerzas. Solo su apariencia había cambiado un poco; le brillaba menos la piel y
parecía que se le habían encogido las ancas. «Boxeador se repondrá cuando
salga la hierba de primavera», decían los demás, pero al llegar la primavera
Boxeador no engordó. A veces, en la ladera que llevaba a la parte superior de
la cantera, cuando empleaba los músculos para arrastrar alguna piedra enorme,
parecía que solo lo mantenía en pie la voluntad de continuar. A veces parecía
formar con los labios las palabras «Trabajaré más duro», pero había perdido la
voz. Trébol y Benjamín le pidieron de nuevo que cuidara su salud, pero
Boxeador no les hizo caso. Se acercaba su cumpleaños número doce. No le
importaba lo que pudiera pasar si lograba acumular una buena reserva de
piedras antes de jubilarse.
Un día de verano, al anochecer, un repentino rumor recorrió la granja: algo
le había sucedido a Boxeador. Había salido solo a arrastrar una carga de piedra
hasta el molino. Y, efectivamente, el rumor era cierto. Unos minutos más tarde llegaron dos palomas con la noticia:
—¡Boxeador se ha caído! ¡Está tendido en el suelo y no puede levantarse!
Más o menos la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia
la loma donde construían el molino de viento. Allí estaba Boxeador, en el
suelo, entre las varas del carro, con el cuello estirado, sin poder levantar la
cabeza. Tenía los ojos vidriosos, los flancos empapados en sudor. De la boca le
brotaba un hilo de sangre. Trébol se arrodilló a su lado.
—¡Boxeador! —exclamó—. ¿Cómo estás?
—Es el pulmón —dijo Boxeador con voz débil—. No importa. Creo que
podréis terminar el molino sin mí. Hay una buena cantidad de piedra
acumulada. De todos modos, solo me quedaba un mes. A decir verdad, había
estado esperando la jubilación. Y como Benjamín también está envejeciendo
quizá le permitan jubilarse al mismo tiempo y hacerme compañía.
—Tenemos que conseguir ayuda inmediatamente —dijo Trébol—. Que
alguien corra a contarle a Chillón lo que ha sucedido.
Los demás animales corrieron de inmediato a la casa a darle la noticia a
Chillón. Solo quedaron allí Trébol y Benjamín, que se echó al lado de
Boxeador y, sin decir nada, le ahuyentaba las moscas con la larga cola. Al
cuarto de hora apareció Chillón, muy preocupado y apenado. Dijo que el
camarada Napoleón se había enterado con mucho dolor de esa desgracia
sufrida por uno de los trabajadores más leales de la granja y que estaba
haciendo los preparativos para enviar a Boxeador al hospital de Willingdon,
donde sería tratado. Eso preocupó un poco a los animales. Con excepción de
Marieta y Bola de Nieve, ningún otro animal había salido jamás de la granja, y
no les gustaba la idea de que su camarada enfermo terminara en manos de los
seres humanos. Sin embargo, Chillón los convenció con facilidad de que el
veterinario de Willingdon trataría a Boxeador de manera más satisfactoria que
si lo dejaban en la granja. Una media hora más tarde, cuando Boxeador se
hubo recuperado un poco, lo ayudaron a ponerse con esfuerzo de pie, y logró
volver cojeando al establo, donde Trébol y Benjamín le habían preparado una
buena cama de paja.
Durante los dos días siguientes, Boxeador no salió de su establo. Los
cerdos habían enviado una botella grande de medicamento rosado encontrado
en el botiquín del baño, y Trébol se lo administraba a Boxeador dos veces al
día después de las comidas. Por la noche ella se echaba a su lado para
conversar, mientras que Benjamín le espantaba las moscas. Boxeador
declaraba no sentirse arrepentido de lo que había sucedido. Si se reponía bien,
podría llegar a vivir otros tres años, y esperaba con ilusión los tranquilos días
que pasaría en un rincón del prado. Sería la primera vez que tendría tiempo para estudiar y cultivar la mente. Decía que pensaba dedicar el resto de su vida
a aprender las veintidós letras restantes del alfabeto.
Sin embargo, Benjamín y Trébol solo podían acompañar a Boxeador
después de las horas de trabajo, y fue al mediodía cuando llegó el furgón para
llevárselo. Todos los animales estaban desherbando los nabos bajo la
supervisión de un cerdo cuando vieron con asombro que por el lado de los
edificios aparecía Benjamín al galope, rebuznando con todas sus fuerzas. Era
la primera vez que veían a Benjamín agitado; de hecho, era la primera vez que
lo veían galopar.
—¡Rápido, rápido! —gritó—. ¡Venid! ¡Se llevan a Boxeador!
Sin esperar órdenes del cerdo, los animales interrumpieron lo que estaban
haciendo y echaron a correr hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en
el patio había un furgón grande, cerrado, tirado por dos caballos, con un
letrero en el costado y un hombre de aspecto taimado, con bombín, sentado en
el pescante. Y el establo de Boxeador estaba vacío.
Los animales rodearon el furgón.
—¡Adiós, Boxeador! —dijeron a coro—. ¡Adiós!
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó Benjamín, corcoveando alrededor y
pateando el suelo con los pequeños cascos—. ¡Estúpidos! ¿No veis lo que está
escrito en el costado del furgón?
Eso hizo vacilar a los animales, que se quedaron callados. Muriel empezó a
deletrear las palabras. Pero Benjamín la apartó y en medio de un silencio
sepulcral leyó:
—«Alfred Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola,
Willingdon. Comerciante de cueros y harina de huesos. Servicio de perrera.»
¿No entendéis lo que significa? ¡Llevan a Boxeador al matadero!
Los animales soltaron al unísono un grito de horror. En ese momento el
hombre sentado en el pescante fustigó a los caballos y el furgón salió del patio
a trote rápido. Todos los animales lo siguieron, desgañitándose. Trébol se abrió
paso hasta la primera fila. El furgón empezó a acelerar. Trébol trató de obligar
sus robustos miembros a galopar, y logró un medio galope.
—¡Boxeador! —gritó—. ¡Boxeador! ¡Boxeador! ¡Boxeador!
Y en ese momento, como si hubiera oído el alboroto fuera del furgón, la
cara de Boxeador, con la raya blanca en la nariz, apareció en la ventanilla de la
parte trasera del vehículo.
—¡Boxeador! —gritó Trébol con terrible potencia—. ¡Boxeador! ¡Sal de
ahí! ¡Rápido! ¡Te llevan a la muerte!
Todos los animales repitieron el grito de «¡Boxeador, sal de ahí,
Boxeador!», pero el furgón avanzaba cada vez a mayor velocidad, alejándose
de ellos. No estaba claro si Boxeador había entendido las palabras de Trébol.
Pero un instante más tarde su rostro desapareció de la ventanilla y se oyó el
tremendo tamborileo de cascos dentro del furgón. Estaba tratando de salir de
allí a patadas. En otros tiempos los cascos de Boxeador habrían reducido a
astillas el vehículo. Pero, ¡ay!, las fuerzas lo habían abandonado, y en unos
instantes el sonido del tamborileo se fue debilitando hasta cesar. Desesperados,
los animales empezaron a pedir a los dos caballos que tiraban del furgón que
se detuvieran.
—¡Camaradas, camaradas! —gritaron—. ¡No llevéis a vuestro propio
hermano a la muerte!
Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo
que pasaba, no hicieron más que aplastar las orejas contra la cabeza y acelerar
el paso. La cara de Boxeador no volvió a aparecer en la ventanilla. Demasiado
tarde, a alguien se le ocurrió adelantarse al furgón y cerrar la puerta de la
granja, pero el vehículo la atravesó en un instante, antes de desaparecer con
rapidez en la carretera. Nunca más vieron a Boxeador.
Tres días después se anunció que había muerto en el hospital de
Willingdon, a pesar de recibir todas las atenciones a las que un caballo puede
aspirar. Chillón salió a dar la noticia a los demás. Según dijo, había estado con
Boxeador durante sus últimas horas.
—¡Fue la escena más conmovedora que he visto jamás! —dijo Chillón,
levantando la pezuña y enjugándose una lágrima—. Estuve a su lado en el
último momento. Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró al
oído que solo una cosa le producía dolor: tener que dejarnos antes de terminar
el molino. «¡Adelante, camaradas!», musitó. «Adelante en nombre de la
Rebelión. ¡Viva la Granja Animal! ¡Viva el camarada Napoleón! Napoleón
siempre tiene razón.» Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.
De repente, la actitud de Chillón cambió. Calló un instante, y antes de
continuar sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza a un lado y a otro.
Estaba enterado, dijo, de que había circulado un estúpido y malvado rumor
en el momento del traslado de Boxeador. Algunos animales habían notado que
en el furgón que llevaba a Boxeador había un letrero que decía «Matarife de
caballos», y habían llegado a la conclusión de que mandaban a Boxeador al
matadero. Casi resultaba increíble —dijo Chillón— que algún animal pudiera
ser tan estúpido. ¿Es que no conocéis, gritó indignado, moviendo la cola y
balanceándose, es que no conocéis a vuestro querido líder, el camarada
Napoleón? Había una explicación muy sencilla. El furgón, antes propiedad del
matarife, había sido comprado por el veterinario, que aún no había cambiado el letrero. Así surgió el error.
Esa noticia alivió mucho a los animales. Y cuando Chillón dio más detalles
de la agonía de Boxeador, de la admirable atención que había recibido y de los
caros medicamentos que Napoleón había pagado sin pensar en el costo,
desaparecieron sus últimas dudas, y la idea de que al menos había muerto
contento atenuó el dolor que sentían por la desaparición del camarada.
El propio Napoleón asistió a la reunión del siguiente domingo por la
mañana y pronunció un breve discurso en homenaje a Boxeador. Explicó que
no habían podido traer los restos de su llorado camarada para enterrarlos en la
granja, pero había ordenado que se preparara una gran corona con laureles del
jardín y se colocara sobre la tumba del caballo. Y los cerdos tenían previsto
celebrar en unos días un banquete conmemorativo en honor de Boxeador.
Napoleón terminó el discurso recordando las dos máximas favoritas de
Boxeador: «Trabajaré más duro» y «El camarada Napoleón siempre tiene
razón», máximas que, dijo, todo animal haría bien en adoptar como propias.
El día fijado para el banquete llegó desde Willingdon un vehículo de
reparto que dejó en la casa una gran caja de madera. Esa noche se oyeron
ruidosos cantos, seguidos por algo parecido a una violenta disputa que terminó
a eso de las once con un tremendo estruendo de cristales rotos. Nadie se movió
allí dentro hasta el mediodía siguiente, y se rumoreaba que de algún lado los
cerdos habían sacado el dinero para comprarse otra caja de whisky.
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