cap 10 final

abrevadero, trabajaban en los campos; en invierno les molestaba el frío y en
verano las moscas. A veces los más viejos buscaban entre los vagos recuerdos
tratando de determinar si en los primeros tiempos de la Rebelión, cuando la
expulsión de Jones era aún reciente, las cosas habían sido mejores o peores
que en ese momento. No recordaban. No tenían con qué comparar su vida
actual, fuera de las estadísticas de Chillón, según las cuales todo iba cada vez
mejor. Para los animales era un problema insoluble, pero ahora tenían poco
tiempo para pensar en esas cosas. Solo el viejo Benjamín afirmaba recordar
cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca habían sido ni
podrían ser mucho mejores o peores; el hambre, la miseria y la decepción
eran, decía, inalterables leyes de la vida.
Sin embargo, los animales nunca perdían la esperanza. Más aún, nunca
perdían, ni por un instante, la sensación de honor y privilegio de pertenecer a
la Granja Animal. La suya seguía siendo la única granja ¡en toda Inglaterra!
cuyos dueños y administradores eran animales. Ninguno de ellos, ni los más
jóvenes, ni los recién llegados, traídos de granjas a diez o veinte millas de
distancia, dejaban de asombrarse. Y cuando oían el estampido de la escopeta y
veían la bandera verde ondeando en el mástil, se les henchía el corazón de
imperecedero orgullo, y las conversaciones siempre volvían a los viejos y
heroicos tiempos, a la expulsión de Jones, a la escritura de los siete
mandamientos, a las grandes batallas en las que habían derrotado a los
invasores humanos. No habían renunciado a ninguno de los viejos sueños.
Todavía creían en la República de los Animales que el Comandante había
anunciado, cuando ningún pie humano hollaría los verdes campos de
Inglaterra. Llegaría algún día: quizá no pronto, quizá no en vida de ninguno de
los animales presentes, pero sí llegaría. Quizá hasta se tarareaba en secreto,
aquí y allá, la canción «Bestias de Inglaterra»: en cualquier caso, era un hecho
que todos los animales de la granja la conocían, aunque nadie se hubiera
atrevido a cantarla en voz alta. Su vida podía ser dura y no haberse cumplido
todas sus esperanzas, pero tenían conciencia de que no eran como otros
animales. Si pasaban hambre, no era por alimentar a seres humanos tiránicos;
si trabajaban duro, al menos lo hacían para su propio beneficio. Entre ellos,
nadie andaba sobre dos patas. Entre ellos nadie llamaba a otro «amo». Todos
los animales eran iguales.
Un día de principios de verano, Chillón ordenó a las ovejas que lo
siguieran y las condujo a un descampado en el otro extremo de la finca,
cubierto de brotes de abedul. Las ovejas pasaron allí todo el día alimentándose
con las hojas bajo la supervisión de Chillón. Al anochecer, el cerdo volvió a la
casa, pero como hacía calor pidió a las ovejas que se quedaran donde estaban.
Terminaron pasando allí toda una semana, durante la cual los demás animales
no las vieron. Chillón se quedaba con ellas la mayor parte del día. Decía que
les estaba enseñando a cantar una nueva canción, para lo cual se necesitaba privacidad.
Una tarde agradable, poco después del regreso de las ovejas, cuando los
animales habían terminado el trabajo y se dirigían a los edificios de la granja,
llegó desde el patio el aterrorizado relincho de un caballo. Asustados, los
animales se detuvieron. Era la voz de Trébol, que relinchó de nuevo, y
entonces todos los animales comenzaron a galopar y entraron a toda velocidad
en el patio. Allí vieron lo que había visto Trébol.
Un cerdo caminando sobre las patas traseras.
Sí, era Chillón. Con cierta torpeza, como si le faltara costumbre para
mantener su considerable corpulencia en esa posición, pero con perfecto
equilibrio, se paseaba por el patio. Un momento más tarde, por la puerta de la
casa, salió una larga fila de cerdos, todos caminando sobre las patas traseras.
Algunos lo hacían mejor que otros, a uno o dos se los veía todavía un poco
inestables y parecía como si les hubiera gustado apoyarse en un bastón, pero
todos recorrieron el patio con éxito.
Finalmente se oyó un tremendo aullido de perros y un agudo cacareo del
gallo negro; entonces salió el propio Napoleón, majestuosamente erguido,
lanzando miradas altivas a un lado y a otro, con los perros brincando
alrededor.
Llevaba un látigo en la pezuña.
Se produjo un silencio mortal. Asombrados, aterrorizados, apiñados, los
animales observaron cómo la larga fila de cerdos avanzaba lentamente por el
patio. Era como si el mundo se hubiera vuelto del revés. Al agotarse la primera
impresión, hubo un momento en el que, a pesar de todo —el terror a los perros
y la costumbre, perfeccionada durante largos años, de no quejarse, no criticar,
pasara lo que pasase—, podrían haber emitido alguna palabra de protesta. Pero
en ese momento, como obedeciendo a una señal, todas las ovejas se pusieron a
balar estentóreamente:
—¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor! ¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor!
¡Cuatro patas, sí; dos patas, mejor!
Los balidos se prolongaron durante cinco incesantes minutos. Y para
cuando se hubieron callado las ovejas, la posibilidad de expresar alguna
protesta había pasado, porque los cerdos ya habían vuelto a entrar en la casa.
Benjamín sintió que una nariz le acariciaba el hombro. Se volvió para
mirar. Era Trébol. Los viejos ojos de la yegua parecían más apagados que
nunca. Sin decir nada, ella le tiró con suavidad de la crin y lo llevó hasta el
extremo del establo principal, donde estaban escritos los siete mandamientos.
Durante un par de minutos se quedaron mirando la pared pintada con letras blancas.
—Estoy perdiendo la vista —dijo finalmente—. Ni siquiera de joven
hubiera podido leer lo que está escrito ahí. Pero me parece que esa pared se ve
diferente. Los siete mandamientos ¿son los mismos de antes, Benjamín?
Por una vez, Benjamín aceptó quebrantar sus normas y le leyó lo que
estaba escrito en la pared. Ahora no había allí más que un solo mandamiento,
que decía:
TODOS LOS ANIMALES
SON IGUALES,
PERO ALGUNOS ANIMALES
SON MÁS IGUALES
QUE OTROS.
Después de eso, al día siguiente no pareció nada extraño que todos los
cerdos que supervisaban el trabajo de la granja llevaran látigos en las pezuñas.
No pareció extraño descubrir que los cerdos se habían comprado un aparato de
radio, que se disponían a instalar un teléfono y que se habían suscrito a John
Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No pareció extraño ver a Napoleón paseando
por el jardín de la casa con una pipa en la boca; no, ni siquiera cuando los
cerdos sacaron de los armarios la ropa del señor Jones y se la pusieron, y el
propio Napoleón apareció con un abrigo negro, pantalones de caza y polainas
de cuero, mientras su cerda favorita aparecía con el vestido de muaré que la
señora Jones solía ponerse el domingo.
Una semana después, una tarde, llegaron a la granja una serie de carruajes
descubiertos. Habían invitado a una delegación de agricultores vecinos a hacer
una visita de inspección. Mientras recorrían la granja, esos agricultores
expresaron gran admiración por todo lo que veían, especialmente por el
molino de viento. Los animales estaban quitando las malas hierbas de los
campos de nabos. Trabajaban con diligencia, casi sin levantar la cara de la
tierra y sin saber a quiénes temer más, si a los cerdos o a los visitantes
humanos.
Esa noche resonaron en la casa ruidosas canciones y carcajadas. De
repente, al oír la mezcla de voces, los animales sintieron una gran curiosidad.
¿Qué podría estar sucediendo allí, ahora que por primera vez animales y seres
humanos se reunían en condiciones de igualdad? De común acuerdo,
empezaron a deslizarse lo más silenciosamente posible hasta el jardín.
Se detuvieron en la entrada, medio asustados, pero Trébol se puso al frente
y avanzaron de puntillas. Los animales más altos miraron por la ventana del
comedor. Allí, alrededor de la larga mesa, estaban sentados media docena de granjeros y media docena de los cerdos más eminentes; el propio Napoleón
ocupaba el puesto de honor en la cabecera. Los cerdos parecían
completamente a gusto. El grupo había estado disfrutando de una partida de
naipes, que acababan de interrumpir sin duda para hacer un brindis. Tenían
una jarra grande, de la que servían cerveza en los vasos. Nadie se fijaba en las
perplejas caras de los animales que miraban por la ventana.
El señor Pilkington, de Monterraposo, se había puesto de pie con el vaso
en la mano. En un momento, dijo, propondría un brindis. Pero sentía que antes
tenía que decir unas palabras.
Era para él motivo de gran satisfacción, compartida sin duda por todos los
presentes, dijo, advertir que un largo período de desconfianza y malentendidos
había llegado a su fin. No había faltado la época en la que los vecinos
humanos veían a los respetados propietarios de la Granja Animal no diría que
con hostilidad, pero sí quizá con cierto grado de recelo, sentimiento siempre
ajeno, por supuesto, a él y al resto de los presentes. Se habían producido
desafortunados incidentes y se habían sostenido ideas equivocadas. Se pensaba
que la existencia de una finca donde los dueños y administradores eran cerdos
constituía una anormalidad y podía tener un efecto perturbador en el
vecindario. Demasiados agricultores habían supuesto, sin informarse, que en
una finca de esas características predominaría un espíritu de libertinaje e
indisciplina. Les asustaban los posibles efectos sobre sus propios animales, o
incluso sobre sus empleados humanos. Pero ahora se habían disipado todas
esas dudas. Ahora él y sus amigos habían visitado la granja e inspeccionado
cada rincón con sus propios ojos, y ¿qué habían encontrado? No solo los
métodos más actualizados, sino una disciplina y un orden que debería ser
ejemplo para todos los granjeros de todas partes. Creía que no se equivocaba
al decir que los animales inferiores de la Granja Animal trabajaban más y
recibían menos comida que cualquier otro animal del condado. De hecho, él y
los demás visitantes habían observado muchas características que se proponían
introducir de inmediato en sus propias fincas.
Para terminar, añadió, quería hacer hincapié de nuevo en el sentimiento
amistoso que existía y debería seguir existiendo entre la Granja Animal y sus
vecinos. Entre los cerdos y los seres humanos no había, y no tenía que haber,
ningún conflicto de intereses. Sus luchas y sus dificultades eran las mismas.
¿Acaso el problema laboral no es el mismo en todas partes? Pareció que el
señor Pilkington estaba a punto de soltar alguna ocurrencia cuidadosamente
preparada, pero por un momento le produjo tanta hilaridad que no pudo
contarla. Después de mucho reír y toser, mientras se le enrojecían las diversas
papadas, logró por fin hablar:
—¡Usted tiene que lidiar con los animales inferiores —dijo—, y nosotros
con las clases inferiores!

Esa agudeza los hizo reír con ganas, y el señor Pilkington volvió a felicitar
a los cerdos por las bajas raciones, las largas horas de trabajo y la ausencia
general de mimos que había observado en la Granja Animal.
Y ahora, dijo por último, pediría a los invitados que se levantaran y se
aseguraran de tener los vasos llenos.
—Señores —concluyó el señor Pilkington—, señores, propongo un
brindis: ¡por la prosperidad de la Granja Animal!
Hubo vítores entusiastas y golpes en el suelo. Napoleón estaba tan
contento que dejó su lugar y caminó alrededor de la mesa para entrechocar el
vaso con el del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando terminaron los
aplausos, Napoleón, que se había quedado de pie, dio a entender que también
él quería decir unas palabras.
El discurso, como todos los suyos, fue breve y al grano. También él estaba
contento, dijo, de que hubiera llegado a su fin el período de incomprensión.
Durante mucho tiempo habían circulado rumores —difundidos, había que
pensar, por algún malvado enemigo— según los cuales su actitud y la de sus
colegas tenía algo de subversivo, incluso de revolucionario. Se les había
atribuido el intento de incitar a la rebelión a los animales de las granjas
vecinas. ¡Nada más lejos de la verdad! Su único deseo, ahora y en el pasado,
era vivir en paz y mantener relaciones comerciales normales con los vecinos.
Esa granja que tenía el honor de controlar, añadió, era una empresa
cooperativa. Compartían su propiedad —los títulos estaban en su poder—
todos los cerdos.
No creía, dijo, que aún persistieran las viejas sospechas, pero algunos
cambios introducidos últimamente en la rutina de la granja tendrían que
reforzar aún más la confianza. Hasta ese momento los animales de la granja
habían tenido la estúpida costumbre de tratarse entre ellos de «camarada». Se
prohibiría ese saludo. También había una costumbre muy rara, de origen
desconocido, que consistía en desfilar todos los domingos por la mañana ante
la calavera de un cerdo clavada en un poste del jardín. También eso se
prohibiría, y ya habían enterrado la calavera. Las visitas también se habrían
fijado en la bandera verde que ondeaba en lo alto del mástil. Si lo habían
hecho, quizá habrían notado que la pezuña y el cuerno blancos que antes la
adornaban habían sido eliminados. En adelante sería simplemente una bandera
verde. Solo tenía una crítica que hacer, dijo, a la excelente y amable
intervención del señor Pilkington. El señor Pilkington había hablado todo el
tiempo de la «Granja Animal». No podía, por supuesto, saberlo, porque él,
Napoleón, lo anunciaba ahora por primera vez: quedaba prohibido el nombre
«Granja Animal». En adelante la granja se conocería como la «Granja
Solariega», que según él era el nombre original y correcto.

—Señores —concluyó Napoleón—, propondré el mismo brindis de antes,
pero con una diferencia. Que cada uno llene el vaso hasta el borde. Señores,
este es mi brindis: ¡por la prosperidad de la Granja Solariega!
Se oyeron los mismos efusivos vítores y se vaciaron los vasos de un trago.
Pero a los animales que miraban la escena desde fuera les pareció que algo
raro pasaba. ¿Qué sería lo que había alterado los rostros de los cerdos? Los
ojos viejos y nublados de Trébol saltaban de uno a otro. Algunos tenían cinco
papadas, algunos cuatro, algunos tres. ¿Qué sería aquello que parecía
derretirse y transformarse? Al terminar los aplausos, los invitados recogieron
los naipes y continuaron la partida interrumpida, y los animales se alejaron en
silencio.
Pero apenas habían dado unos pasos cuando se detuvieron en seco. De la
casa salía un alboroto de voces. Volvieron corriendo y miraron de nuevo por la
ventana. Sí, todos se estaban peleando de manera violenta. Había gritos,
golpes en la mesa, miradas desconfiadas, negativas furiosas. El origen del
problema estaba, al parecer, en que Napoleón y el señor Pilkington habían
jugado al mismo tiempo un as de espadas.
Doce voces indignadas gritaban, y todas eran iguales. Lo que había
ocurrido en los rostros de los cerdos era ahora evidente. Los animales que
estaban fuera miraban a un cerdo y después a un hombre, a un hombre y
después a un cerdo y de nuevo a un cerdo y después a un hombre, y ya no
podían saber cuál era cuál.

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