𝐗𝐈𝐕: 𝐄𝐒𝐏𝐄𝐑𝐀𝐑Á𝐒 𝐌𝐈 𝐕𝐄𝐍𝐈𝐃𝐀


17 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———KIMBERLY JONES ESTABA LUCHANDO CONSIGO misma para no perder la cabeza ante los despilfarres eventuales de insania del marido.

Demasiado tolerante se había vuelto ante los despertares en la susceptibilidad de la madrugada, las oraciones que éste dejaba a medias como si el hilo del pensamiento se le hubiera cortado sin advertencia, los periodos de aplanamiento emocional que lo invadían de un momento a otro y lo llevaban a expresar los mismos sentimentalismos que un tronco, y de las ocasiones en que lo escuchaba pasar deambulando por la casa quejándose de que «todo huele a cal; como a aire de cementerio». Y en adición a estas adversidades en la sintomatología del hombre, por si no resultasen lo suficientemente enervantes, el mismo hubo de consagrarse como ermitaño al regresar aquella madrugada al hogar, muchas horas después del encuentro con el psicólogo, para encerrarse en el cobertizo con la caída del alba.

Entre el Todopoderoso y él habría de quedar lo que sea que haya hecho en aquel periodo de tiempo, pensó ella, pues intentar dialogar con él desde el otro lado de la puerta fue tiempo invertido en vano: lo único que obtuvo a cambio fue pescar un resfriado. Aún así, Kimberly no prescindió de dejarle el desayuno puesto en la entrada antes de partir para el cumplimiento de sus obligaciones laborales, pues interpretó la situación como un arrebato colérico ante alguna discordia con su compañero en referencia a la dimisión del cargo de detective, una hipótesis que reafirmó con la ausencia del anciano en el precinto 41 aquella mañana, en la que un par de detectives con placas de Hartford arribaron en busca de ambos, Roy y Clifford.

—García no se ha reportado aún —escuchó Kimberly a la oficial Renata Munch explicar a los recién llegados—, pero ha de estar por llegar en cualquier momento. El detective tiene una racha de asistencias impoluta. De parte de Cox, por otro lado, no podemos prometer nada: ayer solicitó el formulario para la dimisión del cargo al final de la jornada y dijo que lo llenaría en casa para «leerlo con detalle», así que si viene al precinto hoy será para entregarlo, lo más seguro.

Sin embargo, se alzó el sol de las nueve entre los resquicios de las nubes furibundas y la comisaría de Port Camelbury aún no veía rastro alguno de Roy García. Luego de numerosas ansiedades y cavilaciones, habiendo asumido la inasistencia absoluta del detective, los oficiales Pamela y Emmett decidieron iniciar por cuenta propia la redacción de los términos de la caza de lobos basándose en las condiciones establecidas en la carta de la AEVS; no obstante, cuando la secretaria de Roy les concedió el paso al despacho del mismo, encontró en la superficie de su escritorio un formulario lleno y firmado por Roy García. Kimberly observó la escena a través de las persianas venecianas, y una alarma se activó en su cerebro ante la reacción gesticular de la mujer al leer el papel entre sus manos.

—García no va a reportarse —anunció la secretaria al par de detectives—. Ni hoy, ni nunca. Ha renunciado al cargo.

§

—¿Está segura de que estamos cerca, Vita? —cuestionó Ulric, persiguiendo a la bruja al cernirse entre las coronas de los abedules de Salt Creek con sus alas imperiales, de izquierda a derecha y viceversa, pero nunca en retroceso.

—¡Sólo siga el canto de los ruiseñores! —le indicaba ella desde abajo, arreglándoselas para correr con una jaula de cobre dentro de una bolsa de lienzo en las manos— ¡Sus instintos nunca dejan mal!

Los ruiseñores azules eran conocidos en la comunidad oscura por su labor de guías predilectos; de instigadores que buscaban almas perdidas en tumbas recién cavadas, y en su canto la bruja estableció el camino que los llevaría al paradero definitivo de los huesos sin gloria de Kenny Cox, pues Ulric hubo de encontrar el modo la noche anterior para malversar la sesión de emergencia hasta el punto de convencer al portador de los huesos a enterrarlos bajo la excusa de darle al fallecido una despedida digna, así como de establecer un cierre a la agonía que le suscitaba la incertidumbre del destino del hijo.

Perdieron la cuenta de los metros recorridos, pero Vita se supo en lado noroeste del bosque cuando rebasaron la hilera de avellanos de bruja. Mientras más cercano se hacía la melodía de los ruiseñores, y más imperiosos se escuchaban las pisadas sobre el lodazal, y más opresoras se hacían las ráfagas de brisa que le rozaban las mejillas, más consciente se hacía ella del revoloteo de su corazón, pues la imagen que resguardaba su destino era un asunto casi celestial: los ruiseñores volitaban formando una corona y armonizaban un canto de invocación al espíritu de nadie sobre un punto concreto del suelo, junto al único arce en medio de los abedules.

—Seguramente escogió este lugar para tener una referencia a la hora de regresar —observó Ulric, en cierta medida hiperventilado, y con el cabello llorando lluvia al igual que el de Vita. Los ruiseñores advirtieron la llegada de los invasores al ritual de invocación, y su instinto primordial fue picotear las alas del mestizo, quien intentaba sacudírselos de encima como si de cucarachas voladoras se tratase—; pero ¡¿qué demonios haremos para deshacernos de esta plaga?!

—Hay que desenterrar los huesos —le dijo Vita, conteniendo una risotada al verlo inerme al fastidio de las aves—, y permitirles buscar cualquier rescoldo de espíritu que bien sabemos que no poseen. Cuando entiendan que se trata de un montón de huesos inánimes, irán en busca de otro espíritu para guiar al plano fantasmal; pero necesitaremos al menos uno, así que procure no dejarlos ir a todos y cerrar la jaula con el pasador. Del trabajo sucio me encargo yo.

Su palabra fue ley. La bruja sacó la jaula de la bolsa y la cedió al mestizo, para luego dejarse caer de rodillas en el lodazal. Se le estremeció el alma al mirar con detalle la cruz de ramas que el detective hubo de hacer al momento del sepulcro, pero ejerció una imperturbabilidad colosal en pos de que ésto no le fuera impedimento para embutir las manos y comenzar la excavación.

El acto por sí mismo fue una absoluta revelación de parsimonia. La bruja se aseguró de lavar con rocío del cielo cada hueso que encontraba para meterlo a la bolsa de lienzo que le pendía del hombro, mientras Ulric luchaba con los obstinados ruiseñores a sus espaldas.

Vaciló un instante cuando encontró, al final de la fosa, un suéter de franjas verdes que rompió en fragmentos de un cristal tajante su estoicismo, y sólo entonces en sus más de veinte años conviviendo con él, entendió a Billy el hijo de alguien.

§

Con la intención de entablar una huelga contra el marido confinado para que éste siquiera se dejara ver el rostro, Kimberly Jones hubo de arreglárselas para atar un paraguas a la entrada del cobertizo cuando llegó del trabajo. Lo primero que atisbó fue el plato del desayuno en el suelo: vacío, con los vestigios del pan habiendo sido arrastrado por la crema de aguacates. Lo hizo a un lado empujándolo con el costado del tacón, y se dejó caer bajo el techo que improvisó. Apoyó la espalda en la puerta y dio tres toques con los nudillos.

—¡No me moveré de aquí hasta que me abras la puerta, Clifford!

Tuvo que esforzarse para hacerse escuchar por sobre el escándalo de la lluvia en reiteradas ocasiones; no obstante, si bien de ningún modo recibió respuesta alguna, no desistió en el intento.

—Mi libro —le dijo— no está donde lo dejé la última vez. ¿Debo asumir que lo tienes contigo?

Nada.

—Bien —continuó—. Hagamos lo siguiente: iré por la cena, me dejarás pasar y lo leeremos juntos. ¿Trato?

Pero era inútil. Kimberly propuso más de diez tratos estériles que recibieron respuestas silenciosas como confirmaciones de la indisposición del marido, hasta que recurrió a su último recurso como una medida desesperada.

Entró de vuelta a la casa para buscar el formulario de la dimisión del cargo y un bolígrafo, y los introdujo por el resquicio entre el suelo y la puerta por donde pasaban las cucarachas buscando refugio durante las noches del verano.

—Si no vas a salir —sugirió—, firma el formulario y yo me encargaré de llevarlo mañana a la comisaría por ti, ¿de acuerdo?

Quince segundos. Quince segundos contó la mujer antes de que el marido regresara los folios mediante la misma vía por la que entraron. Kimberly los tomó sólo para soltar la pesadumbre en un suspiro al notar que en lugar de firmar, Clifford llenó cada página de garabatos tan vehementes que arañaron el papel en la mayoría de los trazos.

§

Cinco días antes de que las autoridades del Distrito Judicial de New Haven tocaran las puertas de la residencia Berrycloth, Vita y Ulric se vieron victoriosos en la tarea de recuperar los huesos y atrapar a un ruiseñor del grupo que le perturbaba los hábitos de la paciencia al mestizo. Pero ahora, en el refugio de la residencia, libres de la borrasca que sólo daba indicios de desarrollarse con mayor imperiosidad, una sensación de ardor no paraba de atormentarle el pecho a la bruja desde el camino de regreso. Era una encrucijada de hieles; de culpas, revelaciones agridulces y hesitaciones, cuyos caminos adversos culminaban en un destino común: Billy.

La calavera reposaba sobre el tocador de Vita cuando ésta entró a la habitación, y parecía leer un libro de Edgar Allan Poe cuyas páginas un par de arañas patilargas se encargaban de pasar ante los comandos del lector.

—Siguiente —dijo. La araña de la página derecha empujó la hoja y la de la izquierda la atajó y ajustó a su extremo correspondiente.

Vita se vio obligada a interrumpir la sesión de lectura para poder ganar la atención absoluta del hermano.

—Billy, hay algo de lo que debo hablar contigo.

No obstante, la calavera se aterró por motivos adversos al intencionado.

—¡Juro que no soy yo el que usa tu crema de colágeno!

—¿Qué?

Vita, habiendo tomado asiento, abrió el cajón designado a los artilugios de cuidado de la piel para encontrar el frasco casi vacío.

—¿Para qué demonios necesitas tú mi crema de colágeno? —inquirió, obligándose a sonar severa— ¡Peor aún! ¿Cómo es que te la aplicas? Ahora tiene sentido el blanqueamiento de tu hueso...

—¡Te dije que no fui yo, Vita!

La bruja respiró hondo.

—Olvídalo, Billy. Eso no es de lo que necesito hablarte.

—Ah... ¿No?

Ella negó con la cabeza.

—Si pudieras regresar a tu forma natural —le dijo—, ¿querrías ir de vuelta con tu familia?

—¿Mi familia? ¡Como si pudiera recordarla, siquiera! —respondió el otro, sin embargo, resignado a la hipotetización del hecho— Son patrañas, nada más que patrañas. No sé dónde demonios están mis huesos, pero sí tengo bastante claro dónde está mi familia, y es aquí: en la residencia Berrycloth.

Vita sintió su corazón hervir en conmoción.

—Pero, hermano —insistió—, si tuvieras la oportunidad de conocer a tus padres, de hablar con ellos...

—¡Hablar, dices! Ahora que lo mencionas, sí que se me ocurren un par de cosas para decirles, pero dudo mucho que gusten escucharlas.

—Billy...

—¡Bien! —cedió éste— Supongo que sí, sería aliviador hasta cierto punto entablar una conversación; pero ¿qué cosas insinúas? ¿Es que ya han muerto y pasado al plano espectral?

Vita no podía, por más que lo intentara, encontrar una explicación sustentada en la lógica acerca del brillo que nació con fulgor en las cuencas de los ojos de la calavera.

—No —le dijo—. No han muerto. Sin embargo, es posible que exista una manera de que éste encuentro tenga lugar antes de que lo hagan.

—No lo comprendo, Vita. ¿Es...?

—Hemos encontrado tus huesos, hermano.

La calavera, de otro modo aún más inexplicable, palideció; y esta vez no se debía al uso de la crema de colágeno. Fue así como, en medio de un estupor livideciente, preguntó:

—¿Cuándo es la próxima luna nueva?

—Mañana —confirmó la bruja—. Mañana inicia el ritual.

§

Sólo cuando la despertó una punzada en la espalda frente a un albor que premoniciaba el término de la madrugada, Kimberly aceptó la derrota y vislumbró el regreso a la casa como su mejor alternativa.

La humedad del exterior le había vuelto un nido de arañas el cabello y multiplicado el resfriado por tres, pero prescindió de ambos detonantes de estrés y malestar para conducir al precinto, aunque no para trabajar, sino para solicitar un nuevo formulario.

Ni siquiera se hizo un cambio completo de atuendo. Llegó con las mismas ropas de ayer, pero sin el saco; con olor a perro remojado y una que otra mancha de tierra que simulaba la forma de sus dedos en el pantalón corporativo. Antes de bajar del auto, sin embargo, tuvo la decencia de recogerse los rizos alborotados en un moño lo más apretado que le fue posible, y de limpiarse el rostro con una toalla húmeda de la guantera.

Exhaló. Tomó dos pastillas para el malestar sin agua y esperó a la llegada de Regina, la agente de Relaciones Laborales del precinto 41. Tan pronto el auto de la empleada arribó al sitio, Kimberly se bajó del suyo y la siguió a la entrada.

—Kimberly Jones —descubrió ésta, habiéndose girado en reacción al toque en el hombro—, pero ¿qué...?

—Cox —le corrigió—. Kimberly Cox. Necesito una copia del formulario R-1190. Por favor.

La agente no disimuló la vista inspeccionadora que le dio a la secretaria. Le dijo:

—Pase conmigo. No querrá mojarse... más, supongo.

Kimberly siguió su estela, sintiéndose una intrusa en su propio cuerpo, en su propio uniforme, en su propio lugar de trabajo. No había tomado en cuenta aquella sensación de desnudez antes de partir al precinto 41, por el simple hecho de que nunca antes se había visto atacada por la misma.

—Creo que se equivoca —dijo la agente, cerrando la puerta detrás de Kim—. Ese formulario es para detectives. El suyo corresponde al código R-1184.

—No me equivoco. Sé perfectamente a qué formulario corresponde el código que le di. Es para mi marido, el detective Clifford Cox.

—Me temo que su marido, el detective Cox, ya solicitó el formulario ayer. Y, de cualquier modo, el único que puede solicitar dicho formulario es el detective a dimitir.

—O su secretaria —añadió la otra. Había tomado asiento frente al escritorio de Regina y ahora la miraba servirse una taza de café, pensando en la injusticia de que la agente de Recursos Humanos poseyera una cafetera personal y los demás empleados se vieran en la obligación de compartir una entre todos.

La mujer, no obstante, escudriñó la mirada de Kimberly, y pudo encontrar en ella la certidumbre de los rumores que volitaban alrededor del cargo de Clifford, de modo que, más por pena que por benevolencia, le preguntó:

—¿Puedo sugerirle algo, señora Cox?

Ésta asintió. Aceptó también la taza que se le estaba ofreciendo.

—Primero que nada: que no vuelva a mirar mi cafetera con esos ojos juzgadores, ya que la compré yo misma con mi salario y puedo llevármela a casa cuando quiera. Si quiere una cafetera personal, pues cómprela. Segundo: que no pierda el tiempo tratando de convencerlo. No hace falta ser cercano al detective para darse cuenta del trastorno en sus rutinas laborales, así que es fácil asumir que lo mismo sucede con las personales. El formulario de dimisión no requiere sólo la firma del detective, sino también una serie de respuestas que deben ser llenadas a mano, incluida una narrativa de los motivos. ¿Considera usted que Clifford Cox está en condiciones de hacerlo?

—¿Y por qué no habría de estarlo, Regina?

—Si dispone tiempo, tengo en mi posesión una compilación de informes redactados a mano por el detective donde se aprecia con claridad el deterioro en sus habilidades motrices de escritura.

Kimberly negó con la cabeza. Hizo un ademán para hablar, pero Regina le arrebató el turno:

—Tercero: si bien Clifford no está apto para llenar un formulario de esa índole, usted sí lo está. Le correspondería, entonces, el O-04.

—¿O-04? —repitió Kimberly, dejando la taza de vuelta al escritorio— Eso corresponde a una...

—Una queja oficial, sí —completó la agente—. Presente usted una en su contra y los fiscales del condado se encargarán del resto.

No obstante, al regresar a casa, Kimberly hubo de recurrir al método más grotesco en pos de verle la cara al detective cuando puso el oído en la puerta del cobertizo y escuchó un sonido que le heló los nervios: grrrrs... grrrrs... grrrrs...

Rasguños. Papel. El libro.

—Clifford —lo llamó. Los vellos de punta y la respiración paralizada. Al no recibir respuesta, alzó la voz—: ¡Clifford!

Se las arregló para encontrar una barreta en el ático del hogar, y no advirtió siquiera antes de clavarla en el resquicio entre la puerta del cobertizo y la pared. Al abrirla, su bilis tardó más de lo esperado en concebir la escena: su libro, Crónicas de una maternidad interrumpida, desglosado en páginas dispersas con el orden cronológico disgregado; extendido por todo el suelo, unos retazos por aquí, otros por allá; las hojas completas formando una cuadrícula, abigarradas de anotaciones sobrepuestas a las letras de la máquina de escribir, y, en el rincón, con un semblante de náufrago en una isla de penurias, el detective Clifford Cox.

O, bien...: lo que quedaba de él.

A Kimberly se le escapó por la boca la primera palabra de una oración que no había terminado de articular en la mente: «...». Le salió rumiada, arrastrada; exánime como el humo que se disuelve a manotazos. Clifford Cox no levantó la vista un segundo.

—Vincent —dijo, pero Kimberly no pudo comprender que aquella voz tenue como el crepúsculo fuera producto de las cuerdas vocales del marido—. Fue Vincent Bailey-Reed.

Ella negó con la cabeza. Él, perseveró:

—Él asesinó a nuestro Kenny —tosió, como si las palabras fueran espinas atravesándole la garganta al salir—. Siempre estuve en lo correcto.

Pero la mujer no lo escuchó, pues la tinta con la que él cometió el sacrilegio de masacrar su libro le dijo todo lo que aquella trastornada mente alcanzó a modular desde la insania: el tiempo en el exilio fue invertido en una investigación basada en cavilaciones del caso cerrado del asesino con ojos de águila calva, como lo había etiquetado la población. Había perdido incluso la facultad de humano a sus ojos; no podía verlo como otra cosa que no fuera un desquiciado demonio de las penumbras y sintió un indomable deseo de castigarse a sí misma por permitirse esa índole de pensamiento en contra del único ser en la tierra que le despertaba un sentido de algo más fuerte que simple romanticismo, y sólo entonces retrocedió un paso, entendiendo la posición que ella misma se impuso en la vida de Clifford Cox, no como su esposa, sino como su madre.


Extracto de las anotaciones dispersas de Clifford Cox sobre las páginas del Capítulo 02: «¿Qué pasó con Kenny?» del libro Crónicas de una maternidad interrumpida por Kimberly Jones, el día 18 de noviembre de 1971:

KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY W. COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY W. COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE. KENNY COX DECAPITADO. BAILEY-REED CULPABLE.

§

Los oficiales Quentin y Renata se habían entregado con tal esmero al patrullaje en pos de hacer respetar las normativas del toque de queda ante los despropósitos del clima de noviembre, que su presencia en la comisaría se hubo de limitar a intervalos desprolijos de tiempo; no obstante, con el inminente despido de Clifford y la súbita renuncia de Roy, a éstos les aguardaba un posible ascenso al cargo de detectives oficiales, pues la presencia de Pamela y Emmett en el precinto 41 era transitoria: una vez que se diera por culminada la caza del bosque de Salt Creek, el par regresaría a donde pertenecía: el precinto 16 de Hartford.

—Es una maldita locura —decía Quentin a su compañera, habiendo entrado a la patrulla y ofreciéndole un sándwich—. El personal es cada vez más limitado y las circunstancias cada vez más turbias.

Renata Munch aceptó el desayuno. Dijo, después del primer bocado:

—Hablaré con el capitán del 44: que transfieran detectives de otros precintos del condado. Ascendernos a nosotros no resolverá la falta de personal, pero Roy García no tuvo la sensatez de considerarlo y conversar su renuncia con antelación.

—García —repitió Quentin, masticando; como si su mente no pudiera concebir la imagen del anciano—. Desde que notificaron su renuncia, todo me sabe a soya. Irse sin notificar luego de más de cuarenta años de servicio suena bastante impropio del viejo.

Renata se tornó hacia él.

—¿Qué sugieres? —preguntó.

Quentin no respondió de inmediato. Terminó de masticar en primera instancia, tiró el envoltorio del sándwich al asiento trasero, pisó el embrague y tiró de la palanca de cambios para pasar de neutro a primera velocidad. Dijo, entonces:

—Vamos a ver qué le pasó al viejo.


Extracto del artículo «DETECTIVE DEL PRECINTO 41 DE NEW HAVEN (PORT CAMELBURY) ES HALLADO MUERTO EN SU HOGAR», del periódico Hartford Día a Día, el día 19 de noviembre de 1971:

..., de modo que se reportó el fallecimiento de Roy García, detective del precinto 41 de New Haven al mando de la investigación del caso de Salt Creek en Port Camelbury.

Los restos fueron hallados por los oficiales Quentin B. Peterson y Renata Munch en la vivienda del detective, aproximadamente 48 horas después del deceso, en condiciones de suicidio acorde a lo expreso por la unidad forense encargada. (...)

§

«Mañana inicia el ritual» hizo eco, no sólo entre las paredes del cráneo de Billy, sino también en la conciencia de Vita al comprender la inutilidad de Ulric ante la llegada de la luna nueva de noviembre. Con los huesos en su posesión y el inicio inaplazable del proceso de ensamblaje espiritual con su dueño por naturaleza, la Unión Suprema la obligaba a encarar la perpetración de un paso preliminar en pos de atizar las intimidades del rito: deshacerse de los escollos, como el británico que salía por la puerta de su aposento de huésped, por ejemplo, y la observaba con una connivencia unidireccional.

Se fijaron en su conciencia las imágenes del puente y la llave al fondo de las tazas, al tiempo que llevaba en la mano derecha la estaca arropada de menta y romero que preparó la misma noche que le fue solicitado. Le dio una última mirada indulgente, habiendo aceptado su renuncia a los despropósitos de la rebeldía del corazón, pues sólo así se primaciaría a sí misma como la última bruja de Sol Duc, consagrándose a un destino promisorio en la oscuridad. Luego sentenció, mientras bajaba por las escaleras habiéndose deshecho del vestigio de la lluvia en su piel, una traición terminante, no a la sangre como había previsto, sino al corazón:

—El inicio del ritual se aproxima, y, por ende, también lo hace la ejecución del acuerdo explícito en nuestros términos de complicidad.

Ulric, que hacía un paralelismo del camino descendiente de Vita desde la escalera opuesta, tragó saliva. Por algún recóndito motivo enterrado en las tinieblas de su corazón, el fulgor en su mirada se debía al orgullo más que al horror.

—Es que usted genuinamente aún no cae en cuenta de la realidad en las circunstancias, ¿no es así? —inquirió éste, terminando de abotonarse la camisa seca que recién se había puesto.

Vita se detuvo a punto de terminar la bajada. El habla del hombre había adaptado unos modos que, si bien conservaban los hábitos de Inglaterra, le resultaban en cierta medida babélicos y le inducían nada menos que un pánico acezante, de modo que, pavorosa ante la idea de haber sido víctima de una alevosía, preguntó titubeante:

—¿A qué se refiere, Ulric?

Él, que ya había culminado tanto el trayecto hasta la primera planta como el abotonamiento total de la camisa, emprendió camino a pasos diáfanos y mansos hacia el pie de la escalera derecha, en la que ella permanecía sujetando la barandilla con una mano. Respondió:

—La realidad es que usted no habrá de clavarme esa estaca en el pecho por las voluntades de la moral, como piensa.

En reacción, la bruja retrocedió un peldaño, pues el argumento de sus motivos le ofuscó la sensopercepción. El mestizo, entonces, le extendió la mano con una donosura angelical para solicitar la suya, como un duque a una doncella en un baile de debutantes.

—No estoy seguro de cómo sean las normas de urbanidad aquí —añadió él—, pero dejarle la mano extendida a un caballero es de muy mal gusto en Inglaterra.

La mano de Vita había soltado la estaca del mismo modo que soltó el cuchillo cuando entendió a Ulric un augurio de hogar; no obstante, esta vez, la bruja lo miraba sin entender aún si lo que quería consumar era una sonrisa o un escupitajo. No obstante, al concebir la descomunal fuerza física que la naturaleza oscura de Ulric le propiciaba en comparación a la suya, equivalente a la de una mundana cualquiera, Vita optó por jugar la carta de la candidez, en pos de cometer una argucia capaz de incitarlo a bajar las guardias y, por ende, lograr su cometido mediante una deshonra a la confianza. Le dijo:

—Pues gracias a Belcebú que estamos en Norteamérica.

Rieron, y aquel solaz marcó una tregua tácita entre las intenciones de ambas partes. Vita, entonces, cedió a los propósitos de Ulric entregando su mano a un tacto glacial al tiempo que descendía al pie de la escalera para quedar a su altura.

Éste la aceptó marcando los primeros pasos de una pista que hasta el momento existía sólo en su imaginación. Besó la mano de la bruja sembrándole corrientazos de gelidez en la epidermis, y levantó la mirada para encontrarse con unos enormes ojos de salvia cuyos párpados albergaban una tristeza que contrastaba con su naturaleza de jovialidades libertinas. Por una fracción de segundo, que se sintió más como una traición al delirio, despegó la vista de Vita para dirigirla al tocadiscos a sus espaldas. Le bastó con un movimiento de pupilas para mover la aguja del mismo a la primera hendidura al borde del vinilo. Luego, accionó el botón de encendido, y una pista de The Righteous Brothers que le derretía el alma a la compañera de baile comenzó a emerger con el volumen suficiente para opacar la lluvia reverberante, y sonar en sintonía con los relámpagos vehementes de la promisoria luna nueva.

Moldeó una mano a la cintura de Vita, y atrajo el mundano calor de ésta a su frialdad espectral, sin soltar en el proceso la mano concedida. Entonces ella, luego de intentar establecer una distancia prudente entre ambos y fallar, entendió que forcejear por la liberación de su agarre era inútil: estaba a merced de sus habilidades de manipulación oscura.

Querida mía —Ulric permitió que las letras de la canción se le resbalaran desde el corazón hasta el pabellón auricular de la acompañante, afianzando la intimidad del momento mediante un canto mascullado—, he estado hambriento de tu tacto durante un solitario y largo tiempo...

Vita, por un instante de desaliento, palideció. El espacio entre ambos era un insulto despojado de la vergüenza al dueño, y fue cuando despegó la vista del hombro de Ulric que se percató del descenso en la iluminación del estar.

... y el tiempo pasa tan lentamente; y el tiempo puede hacer tanto...

Vita reprimió un escalofrío ante la calidez del aliento de Ulric profanándole la clavícula, hasta que éste le incitó una vuelta que le devolvió a ella el porte grácil de presa silvestre que tanta hambre le despertó al amparar su camino por el bosque. Cuando ésta retornó a él y se dejó envolver por su brazo, Ulric la observó con una mirada clemente que no le dejó más opción a Vita que correspondérsela.

¿Eres mía todavía? —cantó por lo bajo, desenvolviéndola del agarre con movimientos magistrales para recuperar aquella cercanía insólita de un principio, al tiempo que una miel ambárica le revestía ambos iris y le reafirmaba a ella su posición de subordinada— Necesito tu amor...

Fue entonces cuando Vita entendió en una revelación divina los requiebros impertinentes, las intenciones subrepticias, los impulsos inmorales de su propio corazón; los buenos días, buenas tardes y buenas noches, Madame; las cavilaciones concupiscentes durante el desayuno, el almuerzo, la cena, y a veces durante la merienda, también; el ni con un ojo tuerto, Madame; el qué es para usted la conciencia, Madame; el así lo hacemos en Inglaterra, Madame; y se fundió su consciencia en un mar de etcéteras como los estragos de una epifanía de horror y amor cuyas premoniciones nunca contempló.

—Mi venida —dijo el mestizo, para ultimar— es la consumación de una promesa sacramental, Vita mía.

Vita intentó deshacerse del agarre al sentirse desfallecer, y se supo genuinamente ilusa al entender que la intención de su engaño no estaba alejada de la realidad: Ulric no consintió la segregación de sus masas, y aquella mirada bestial le pudo pasmar más que los músculos, el razonamiento, pues se sentía malabareando entre hipótesis con cada paso que él guiaba al ritmo de un estribillo estremecedor hasta los huesos.

—La verdad —le dijo él, en un instante excepcional en que sus labios se separaron, pero aún con los vestigios de los alientos del otro asentándose entre sus narices— es que aquí el subordinado soy yo, más que usted. En tanto mi padre, el Todopoderoso, hizo llegar a mis hermanos y a mí la profecía de que la última bruja de un linaje prodigioso se rebelaría contra la jerarquía, encontré un sentido a la inmortalidad a la que mi naturaleza me hubo de condenarme: fui yo quien aceptó la responsabilidad de convertirla en mi aprendiz y esclava sanguinaria, no sólo en motivo de mantenerme alimentado mientras sea un mestizo, sino también de promover su rebeldía haciéndola consciente de las calamidades que acarrean la vida en la oscuridad, contrario a los propósitos que juré a mi progenitor. He hecho a su madre la promesa de cumplir sus voluntades más mundanas, de modo que estoy aquí para eximirla, Vita mía, y al clavarme esa estaca en la plena luna nueva antes de la consumación del ritual de la calavera, me eximirá usted a mí, también.

Ulric Bissett se separó de ella al término de la pista para depositarle un beso en el dorso de la mano, habiéndose inclinado a modo de reverencia, y dejó implícita así su omnímoda devoción.

—Ulric —atinó ella a decir, dispuesta a contraponer la inversión de sus deseos; el hallazgo de su propósito vital en la comunidad oscura—, yo...

—Envejeceré con usted —irrumpió éste—. Lo que sabe de mis propósitos no alberga mentira alguna, pues todo en lo que me he diplomado a provecho de la inmortalidad ha sido por y para sustentar una vida en la mundanez de su mano: lo que precise, yo seré su proveedor.

«¿Por qué lo hizo?», era la pregunta germen de un sinnúmero de variables que emanaban como bichos en la mente de Vita: «¿Por qué no llegar a las puertas de la residencia y presentarse como el vástago?».

Ulric, no obstante, respondió habiéndole leído las interrogantes de los ojos.

—Vine aquí con el objetivo excepcional de ganarme su querer por lo que soy —le dijo—, y no por los principios que le han sido impuestos bajo mi nombre. Ese, Vita mía, es el quid de esta emboscada: serle todo, como usted lo es para mí con sólo respirar.

La bruja, con el desazón invadiéndole el semblante, se dejó asediar por los labios gélidos del mestizo que ahora le sostenía ambas mejillas con una diligencia desprovista de perversidades. Manejó consolar aquellas reticencias entregándose al impulso; entendiéndose destinada a ceder con un beso febril a cualquiera que fuera aquella promesa confidencial que Ulric llegó a cumplir en honor a su linaje, y, por un insano segundo, aquel nexo de intimidad aunado a la idealización del bonancible porvenir que él prometía, casi le fue suficiente para cambiar de opinión. Era el mismo. Lo sabía: el mismo ser al que los delirios del querer le impregnaban el alma de celos pasionales, posesivos.

—La luna nueva —observó él, bajando el tacto con mansedumbre a lo largo de los brazos de la bruja, hasta llegar a sus manos y sostenerlas sobre las suyas. El apodo filtrado por aquella entonación obscena que sólo los británicos tenían le tensó toda la espina dorsal, mientras ambos admiraban el ventanal por un segundo de maravilla—...; ya está en su apogeo.

Ulric regresó la mirada a Vita para encontrarse con una visión insólita de su rostro; una particularidad que no le inspiró menos que una sonrisa y una férvida sensación de melancolía en el pecho al observar su propia obra de corrupción a la naturaleza de la bruja: aquel ojo blanco iluminándose con las incandescencias de la noche como la nieve bajo la luz de los faroles.

Sus siluetas danzantes se convirtieron en una sola, sobreponiéndose a la tenuidad de un claro de luna debilitado por la fase más oculta del astro, cuyos lánguidos reflejos invadían a la residencia a través del ventanal. Afuera hacía una velada borrascosa que reflejaba no sólo las penas de un pueblo sumido en un diluvio incesante, sino también la vorágine en el interior de Vita mientras más se adentraba ésta a aquellos iris inyectados de ocre: el horror le escapaba del espíritu para darle paso a la proliferación de un delirio cuyas semillas creía muertas entre las hieles de la resignación a la deshonra de la sangre. Y aún sin precisarse perdidamente ofuscada por el embeleso o vilmente manipulada por un prodigio de la oscuridad, sucumbió al acto impúdico de maneras erráticas; con la conciencia vacilante pero el alma escapándosele por los poros en llamas tan fulgorosas, que tenía la convicción de que si levantaba la mirada podría atisbar el techo mancillado de hollín.

La calidez de la bruja y la frialdad del mestizo hubieron de convergir en tal instante de misticismo, hasta encontrar un convenio en las miradas pecaminosas, en los toques punzantes, en los vahos tibios que desprendían sus bocas durante los interludios de un amor inherente a los mundanos, pero tan rebelde que los postraría, entonces, de otros malestares más tenebrosos como la proliferación de una estirpe mestiza nunca antes vista, augurio de la hecatombe que desnudaría a la comunidad oscura frente a la mundanez en una noche de revelaciones contra natura.

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NOTA DE LA AUTORA:

No puedo creer que hayamos llegado a la recta final a tiempo para los Wattys ('= Quiero agradecer a las personas que se han tomado el tiempo y dedicación de leer esta historia y hacerme saber sus opiniones y teorías. Si bien el número de lectores es bastante bajo, créanme que me hacen el día con sus mensajes relativos a Rebel Vita y las hipótesis que contemplan para el desenlace de las tramas, simplemente ¡GRACIAS!

En fin, ¡nos leemos en el epílogo! 🎉 Para cerrar, me gustaría añadir también esta fotografía de Evan Peters como Kit Walker en AHS: Asylum como referencia de la última escena entre Ulric y Vita 💗🔪

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