𝐗𝐈𝐈𝐈: 𝐓𝐔 𝐈𝐍𝐒𝐓𝐈𝐍𝐓𝐎 𝐒𝐄𝐑Á 𝐄𝐋 𝐌Í𝐎
15 de noviembre, 1971
Port Camelbury, Connecticut
———LA NOCHE DEL DIECISÉIS DE NOVIEMBRE, luego de determinadas circunstancias que la condujeron a verse encerrada en la planta superior, Vita hubo de someterse a sí misma a una purificación del quicio, no sólo por el hecho de haberse permitido sopesar sus alternativas, sino por el de haber considerado la traición a la sangre una opción en primer lugar, más como una metodología de castigo que como una veneración a una epifanía de remordimiento.
Concilió el recuerdo esa noche, pues, del trasfondo del sigilo que creó a los quince años bajo las tutorías de Ello, y que acabó esbozando en su clavícula como símbolo de manifestación con la sangre de sus sacrificados; pero, más que eso, comprendió además el motivo por el que el nombre de Ulric Bissett reverberó con tal ímpetu en su consciencia cuando éste llegó a sus puertas con las manos ensangrentadas.
El Libro de las Sombras de la madre bruja estaba abigarrado de sigilos, todos con objetivos adversos, cuyos símbolos resguardaban codificaciones de frases que sólo ella conocía. «Un sigilo es más poderoso si lo dejas reposar hasta olvidar su significado», solía decirle a Vita, y aquella frase era todo lo que podía oír mientras rebuscaba la página donde diseñó el primero en su Libro de las Sombras.
Extracto del Libro de las Sombras de Vita Berrycloth; sección «Sigilos»; #1:
ULRIC VIENE A MÍ → U̷LRI̷C VI̷E̷NE̷ A̷ MÍ̷ → LRCVNM
Se comió un terrón de azúcar disuelto en té de hibisco, y vomitó en el baño las cuatro bilis: la de la culpa acumulada, la de la ética estocada, la de la insania del juicio y la del adulterio reprimido. El cóctel de perversidades era negro, viscoso y con la misma estructura filamentosa de un alga marina, tan resistente a la tensión que incluso cuando Vita tuvo que meterse el puño a la boca y sacárselo a jalones, la única hebra de bilis salió en una sola pieza y el retrete se la tragó con la misma gracia con que uno succiona el espagueti para comérselo.
No obstante, a las once y veintitrés, cuando al fondo de la taza se dejó ver una llave de hojas, Vita decidió que su destino de muerte más honorable no sería el de haber obrado toda una vida al margen de los barrotes de una moral ajena, sino que habría de sucumbir a la muerte por un delirio del amor, pues prefería traicionar a su profeta de las tinieblas que al propio juicio. Igualmente, tenía la certidumbre de que a un secreto de esa índole, por sobre todas las cosas, debía protegerlo resguardándoselo bajo la lengua hasta que las condiciones reunieran cualidades de oportunidad, ya que haber aceptado su estado sentimental formalizó también una tregua con el corazón, que sólo entonces se dispuso a desembarazarse de impertinencias pasionales para mantenerse alerta a un traspié en las intenciones del mestizo con quien venía compartiendo un concubinato inconsciente.
—Siéntese, Madame —le dijo éste horas más temprano, cuando la bruja se detuvo al pie de las escaleras y lo descubrió sentado en el sofá mirando fijamente el reloj sobre la chimenea—. Acompáñeme en la espera.
Vita le dedicó una mirada teñida en destemple, y quiso saber lo evidente:
—¿Esperar? —preguntó— ¿Qué se supone que esperamos?
Un aura de contubernio perfiló la sonrisa a dientes cubiertos de Ulric, que, aunado al atildado traje negro de líneas grisáseas, las notas de bergamota, almizcle y lima en el perfume; y la austeridad en el peine de sus cabellos, dejó en evidencia la parsimonia con la que hubo de llevar a cabo el ritual del arreglo.
—Sólo espere conmigo —insistió—. Ya está por llegar.
§
Esa noche, cuando el chispeteo de la lluvia contra el techo ya había suplido al silencio en las costumbres del oído, los malestares de Clifford Cox se volvieron los de Kimberly Jones cuando la mujer recibió la presencia de Roy García en la puerta de su hogar.
—García —descubrió ella—. Por favor, pase...
—No —contrapuso el anciano, al que se le hacían ríos diminutos de lluvia que le rellenaban las arrugas de la calva—. No, Kim. No vine a quedarme. Vine a traer algo que le debo a Cox. ¿Está él aquí?
—Clifford no ha llegado a casa, pero debe estar por hacerlo. Si quiere esperarlo...
—Quiero que le des esto —la interrumpió, de nuevo— y le indiques que, por favor, lo abra en privado y decida si compartirlo contigo o conservarlo para sí mismo.
Kim bajó la mirada hacia el saco de harina que pendía del puño del detective, y lo recibió para cargarlo entre sus brazos cual bebé, descubriendo que el peso era menos del estimado. Luego devolvió la vista a él.
—¿Está seguro de que no quiere esperarlo, si es tan confidencial?
Roy la miró con un semblante casi convaleciente, como si la lengua se le pusiera en contra a las órdenes del cerebro.
—Sí —le dijo—, lo estoy. Sólo prométeme, Kimberly, que por ningún motivo violarás la confidencialidad del asunto.
La mujer asintió, sin ser consciente de la mueca que le trastornaba las costumbres de los labios. Preguntó:
—¿Algo más, detective?
—De hecho, sí —respondió Roy, y metió la mano derecha en un bolsillo de la chaqueta para sacar lo que parecía una carta de tres folios doblada a la mitad repetidas veces—. Las indicaciones son las mismas.
Kimberly asintió, y fue breve la despedida en la noche que el anillo de bodas relució libre de las rémoras que lo revestían en la comisaría, de un modo que fue imposible para Roy no atisbarlo; mucho más no sentir el remordimiento haciéndole estragos en la conciencia.
—Es una pena, por cierto —dijo, antes de darse la media vuelta y marcharse—. Ya nos habíamos acostumbrado a volver a llamarte Kimberly Jones, señora Cox.
Kimberly sonrió, permitiéndose compartir el humor de Roy, y cerró la puerta tan pronto como el auto del detective desapareció del parámetro. No obstante, una vez que dejó el saco en el pasillo, la curiosidad no tardó en provocarle hormigueos en la nuca.
¿Qué podía ser eso que le debía Roy García a su marido y por qué decidió dejárselo con tal premura como si el propósito no fuera entregárselo, sino quitárselo de encima? No podía siquiera aproximarlo a la simple vista: era un vasto saco de cinco kilos de harina de trigo, pero que no alcanzaba siquiera los tres. Abrirlo sin dejar en evidencia las acciones era imposible: estaba sellado por un nudo de fibra de cáñamo que sólo podía ser deshecho con un corte irreversible. Lo que sí podía cotillear sin dejar vestigio, no obstante, seguía en sus manos doblado en cuatro mitades, y aún así lo cuestionó. La primera interrogante no era tan grande como la de si realmente le convenía saber lo que fuera que implicara la deuda del detective; pero, prescindiendo de que una lluvia de noes le hacía goteras en la mente como respuesta, Kimberly desdobló la carta.
—«Querido Clifford —leyó en murmullos—, me dirijo a ti con el corazón en la mano y el amargo sabor del perdón bajo la lengua por haber cometido una traición, no sólo a mi ética, sino a lo más cercano a un hijo que un viejo cascarrabias como yo podría desear tener. Este es de los tipo de cosa que me hace pensar que merezco el dolor de un hogar solitario, con la misma intensidad con la que merezco tu desprecio también».
Paró de leer. Las llaves de Clifford resonaron desde el portal, y el sonido advertidor le hizo doblar la carta de vuelta a su forma original en un pestañeo.
—Cliffy —dijo, emprendiendo camino desde la cocina a recibir al marido—, tardaste más de lo que esperaba.
Cox apretó los labios. Se dejó envolver por los brazos cálidos de Kim y soltó un suspiro ardiente en su nuca.
—Roy faltó hoy al trabajo —le hizo saber él, excusándose por la llegada tardía—. No estamos en los mejores términos, tal vez nunca estuvimos en peores, pero hoy solicité el formulario para la dimisión del cargo y quería discutir con él ciertos asuntos.
Kimberly apretó el agarre cuando escuchó la palabra «dimisión». Había quedado tácito el acuerdo mutuo de no hablar al respecto luego de la charla en la que le comunicó la repentina decisión, y aunque la mujer no paraba de rumiar los posibles motivos que lo llevaron a la conclusión terminante luego de haber mostrado tal intransigencia con respecto a esperar dos años más, logró controlar las intrusiones de la conciencia para prolongar la retención de las inquisiciones. Aunado a ésto, bien sabía que ahondar en el tema sería desatar una vorágine de reflexiones que prefería no alborotar, pues se mantenía firme en la idea de que lo mejor para el marido era no regresar al precinto 41, a menos que fuera para presentar el mencionado formulario.
—Así que el detective no fue hoy —repitió Kim, habiendo plantado un beso en el hombro de Clifford.
—Pasé a su casa al salir —añadió éste, acariciando el nacimiento de los pronunciados rizos de la mujer—. Tampoco estaba ahí.
Kimberly despegó el rostro de su pecho, y lo miró a los ojos con el entrecejo fruncido.
—Es extraño —dijo—. Hace sólo un rato pasó por acá. Te dejó algo, de hecho.
—¿Me dejó algo?
Ella asintió.
—Dijo que se trataba de una deuda, y fue muy explícito con las indicaciones de confidencialidad: queda a tu discreción con quién compartirlo. Está en un saco de harina. Lo puse en el suelo del pasillo.
Clifford levantó la mirada con la consternación arrugándole la frente. Entonces echó un vistazo al pasillo, y luego a ella una vez más, que había extendido entre los pechos de ambos la carta doblada.
—Dijo también que leas esto primero.
—Kimmy, ¿te importa si...?
—Para nada. Adelante.
El detective asintió, y desdobló la carta con cuatro movimientos.
Extracto de la carta de Roy García para Clifford Cox, el día 16 de noviembre de 1971:
(...)
Lo que te entrego esta noche es la evidencia que no fui capaz de destruir, hallada el 12/27/1957, a un costado del río Salt Creek alrededor de dos metros bajo tierra. Más allá del hecho de que esto no me pertenece a mí, te lo hago llegar con la esperanza de que sirva como un cierre terminante para las heridas abiertas que día tras día te consumen con más violencia. (...)
Del mismo modo, mereces también saber que el motivo por el que no presenté esta evidencia al hallarla, fue la ignorante creencia de que con ocultarla estaba haciéndote un favor; sin embargo, más pronto que tarde, la convicción de que esto implicaba tu esperanza y por ende tu ruina me empujó como una ola imperiosa por la espalda. Y cuando entendí la crueldad de mi error, ya era demasiado tarde para remediarlo sin verme significativamente afectado. No obstante, dado a que esto es también una despedida, me libro de las consecuencias así como te libro a ti de una esperanza estocada por la mentira.
(...)
Firma con todo el cariño y el dolor,
Roy García, el colega.
Clifford Cox caminó con las manos trémulas y el semblante derretido en una curiosidad umbrosa hasta el pasillo, y, al igual que Kimberly, se sorprendió con la ligereza del saco al cargarlo. Cortó la cuerda de cáñamo con una tijera de cocina y le dio una mirada clemente a su mujer antes de desaparecer con el objeto en dirección al cobertizo del patio. Al entrar, cerró la puerta con la aldaba.
Perpetró un movimiento impetuoso con el brazo, que despojó la mesa de trabajo en la que construyó la casa de madera donde el perro de la familia durmió cada noche hasta ser dado en adopción; y puso en la superficie el saco que, al abrirlo, desprendió un olor a amoníaco y brisa de cementerio que borró de su mente cualquier rescoldo de esperanza de estar a punto de descubrir un hallazgo de bien.
Lo primero que salió del saco fue un cúmulo de paja enmarañada con hilos verdes que se desprendían de una prenda. Clifford ahogó un gimoteo cuando se hizo ver el suéter de franjas que el hijo vistió el día de su desaparición, y las manos le fallaron para seguir sacando el contenido, pues sintió que se le adormeció la red completa de nervios.
Respiró. Luego de exhalar, no lo pensó una vez más antes de llevarse el suéter a la nariz y oler el perfume corrompido por las depravaciones del tiempo y la traición mientras las insinuaciones malignas del saco de harina se asentaban frente a él. Se lamió los labios, y lo volvió a hacer sólo para corroborar que seguían ahí, pues la primera vez no los había sentido. Luego cogió el saco, más por impulso del desespero que por genuina intención, y lo alzó boca abajo por las esquinas inferiores. Se sintió desfallecer cuando un cúmulo de huesos y paja se regó sobre la mesa.
Dejó ir un lamento trepidante entonado por la primera vocal. Las rodillas lo traicionaron y sucumbió a la caída, conservando los brazos sobre la mesa, en una posición de alabanza que sólo pudo inspirarle a orar en unos modos verbales tan sollozantes que distorsionaban el mensaje y ningún posible dios podía descifrar. Una curiosidad masoquista en determinado instante lo incentivó a levantar de nuevo la mirada hacia los huesos, con la piel pirética y el llanto fusionándose con el moco, y fue entonces cuando la agonía paralizante que pintaba el semblante de Clifford Cox se concentró en lo que no podía leerse como otra cosa que no fuera un enorme signo de interrogación.
La bilis del detective rechazó la hipótesis.
Faltaba la calavera.
§
Pero la verdad era que Norma Grace, al enfermar, hubo de claudicar a la fe cristiana en la búsqueda de la vida eterna más allá de las promesas bíblicas. En pos de sus objetivos de curación, se sometió a toda práctica medicinal y espiritual que le fue sugerida e ingirió todo tratamiento que prometía una cura inmediata al tumor que tenía atravesado en la tiroides. Al entenderse víctima de publicidades engañosas, sin embargo, aceptó su presagio de muerte bordando zapatillas de lienzo, del mismo modo que había sucumbido a la muerte su madre. Roy García no concebía aquella postración sin precedentes en Norma, y cuando la encontró una tarde de junio desempolvando la canastilla y desarmando los zapatos sólo por la ociosidad de sentir que los fabricaba de cero, supo que la parca había visitado y dejado admoniciones en sus aposentos como vestigio.
Años más tarde, en el apogeo del hábito, las lesiones de la memoria del detective lo traicionaban a la hora de recordar la cotidianidad con la esposa antes del renacimiento espectral, pues vivía para su muerte y moriría para su otra vida, de modo que el quince de diciembre de 1971, luego de saldar la deuda de un secreto fatal que venía atormentándolo desde sus cimientos, se entendió y aceptó inerme al deseo único en el momento terminante en que encaró a Norma Grace esperándolo con una hojilla en la mano diestra.
Roy dejó las llaves sobre la mesa del comedor y pereció como las últimas flores de la primavera que languidecen en agosto. No soltó lamento alguno durante el acto mortal, pues a tales alturas poco era lo que tenía para lamentar en comparación con las celebraciones de un reposo eterno como porvenir; del desembarazo de los escollos entre especímenes; de las ansias del alma por consumarse en una libertad fantasmagórica, por y para siempre, envueltos en una condena de amores invisibles para los mundanos, descansarían en paz Roy García y Norma Grace Blanchard.
§
En medio de la espera de lo ignoto, Vita observaba a Ulric por el rabillo del ojo mientras éste se servía otra taza de la tetera que yacía en la mesita en medio de la sala. Entonces, cuando se sentó a su lado, se atrevió a desafiar sus ademanes:
—La verdad es que pensé que lo de las infusiones era una patraña para conservar la calidez del cuerpo y perpetrar el engaño.
Ulric alzó el mentón sólo para concederle la mirada.
—Naturalmente, Madame —dijo—; pero, además, la frialdad de mi sangre se debe a la carencia de glóbulos rojos. ¿De qué otro modo podría un ser de sangre fría evitar la anemia si no es con infusiones de hibisco?
Vita acabó por tomar asiento, y soltó una respuesta por establecer un instante de solaz, más que por seguir cuestionándolo a él.
—Con infusiones de té negro, tal vez.
—Ninguna infusión compite contra el alimento en cuestiones de hierro, a decir verdad. La ventaja de éstas, sin embargo, es que no requieren ensuciarse las manos con sangre ni tierra.
Vita se vio tentada a echar un vistazo a la taza de Ulric, notando que estaba pronta al término, y entonces le devolvió la mirada a él.
—¿Puedo leerle las hojas durante la espera, Ulric?
El mestizo sonrió. Dijo:
—No soy quien para despreciar un presagio de la última bruja de Sol Duc.
Bebió el resto de la infusión en un solo trago, y cedió a Vita la taza vacía. Ésta la puso boca abajo sobre el plato para deshacerse de las remanencias del líquido, y escudriñó el fondo de la taza buscando en él la forma del destino del mestizo, para encontrarse con una imagen que ya había descifrado con anterioridad como la revelación de un destino indoblegable.
—¿Y? —inquirió Ulric— ¿Qué figuras hacen las hojas para mí?
—Un puente —respondió ella, hasta cierto punto azorada, alzando la vista hacia él—. Es un puente, Ulric. Sus significados son ambiguos, en realidad. Puede significar la dificultad en la transición entre una etapa de la vida y la otra; la necesidad de encontrar una conexión más profunda con el mundo natural o con fuerzas superiores, o, bien, el anhelo de establecer una conexión más fuerte con alguien en concreto...; un puente.
Los labios de Ulric se entreabrieron durante la caída de una máscara de superficialidades; no obstante, tuvo que tragarse las palabras cuando el timbre de la residencia resonó en sintonía con la alarma del reloj a su izquierda.
El psicólogo se puso de pie ante el término de la espera, e indicó a Vita que por favor subiera y no volviera a bajar hasta que le fuera indicado. Sólo entonces, abrió la puerta de nogal para recibir al paciente.
—Detective —dijo, posando una mano en el hombro de éste para incitarle la invitación al interior—, pase adelante. Nuestra próxima cita está pautada para el martes. ¿Se encuentra usted bien?
Clifford Cox tenía los párpados hinchados como vestigio de una sesión de llanto acezante, y el rocío destilaba desde todo punto en su presencia del que pudiera pender un hilo de lluvia, de modo que no existía manera alguna para distinguir dónde terminaban las lágrimas. Ulric le ofreció una toalla, y el detective no cuestionó la anticipación de la misma en el perchero. Sólo al sentirse recibido, aunque aún con los sentidos ofuscados, respondió, con la voz trémula del frío y el horror:
—¿Cuáles...? ¿Qué tan determinantes son los términos de confidencialidad entre usted y yo, doctor?
Ulric Bissett reprimió una sonrisa de triunfo.
—Son absolutos e inquebrantables, detective.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top