𝐈𝐗: 𝐍𝐎 𝐌𝐄 𝐓𝐄𝐌𝐄𝐑Á𝐒


07 de noviembre, 1971

Port Camelbury, Connecticut

———ULRIC TENÍA LA MIRADA AVASALLADORA DE una bestia que horrorizaba a Vita con un deseo inadmisible y le hacía justicia al dicho popular que días antes osó aludir: «los ojos comen primero que la boca».

Las máscaras habían caído y se desmoronaron a sus pies en polvo de mentiras: aquel ente de apariencia fantasmal y porte encantador ya no era su huésped, sino su adversario con una mirada que irradiaba un hambre indómita de lo que podía ser una de sólo dos cosas: sangre o carne. Y por el honor de cualquiera que fuera la acertada, Vita huyó de su presencia en la dirección opuesta del corredor y bajó las escaleras con afán.

Ulric, inmutado, la dejó ir hasta que la escuchó encerrarse en el cuarto de lavado de la primera planta, y sólo entonces movió un pie para alcanzarla con una velocidad sobrenatural.

—¡Abra la puerta, Madame! —vociferaba, forcejeando el pomo y con un canturreo risueño inyectado en cinismo— ¡Sólo preciso una charla con usted!

Vita afrontó una ansiedad insólita al encontrarse a sí misma inerme ante la bestialidad que hacía resonar la cerradura de la puerta con una vehemencia atroz; y antes de que pudiera hacer pedazos la madera y se abriera paso al cuarto, ella se las arregló para tirar de la cortina hacia abajo hasta hacerla caer. Cogió la barra de metal que la sostenía y pegó la espalda a la pared del flanco derecho de la puerta.

Un golpe. El pecho de Vita subía y bajaba como boyas en la marea. Dos golpes. Concentró todo el ímpetu en las manos que apretujaban la barra. Tres golpes y el hombre brutal destrozó la cerradura.

Vita se cargó de la valentía necesaria para intencionar plantarle la barra en la cabeza una vez entró, pero Ulric atinó a cogerla con una precisión que sólo podía atribuírsele a la agudeza de unos sentidos divinizados por la oscuridad.

La bruja implementó un esfuerzo titánico en empujar el objeto con la esperanza de hacerlo retroceder a él, también, pero Ulric se mantuvo pétreo en la postura.

—Mi pregunta sigue en pie, Madame —dijo—. ¿Qué es usted?

La mirada y los labios de Ulric irradiaban una apetencia que tenía las mismas apariencias de estar direccionada al deseo de clavarle los colmillos en la yugular como del de profanar la pureza de los labios de Vita y hacerla hiperventilar de lo opuesto al horror; y por una o por la otra, al hacerse consciente de la libertad respirándole en la nuca, ésta cedió la barra a la fuerza descomunal de Ulric para girarse y emprender camino a donde fuera, pero lejos de él.

Atravesó la sala de estar con la intención de seguir de largo hacia el portal, y falló al tratar de coger el cenicero de cristal de la mesa de té en el camino. No obstante, cuando Ulric se adelantó a ella moviéndole el cabello como una brisa borrascosa al pasarle por al lado, y culminó su trayecto al posarse en la puerta con la barra en la mano para bloquear la salida, Vita supo que no tenía escapatoria ante las subestimadas habilidades de él.

Permaneció pétrea, palideciente y al borde de la hiperventilación apretando la alfombra de la sala de estar con los dedos de los pies.

—No se confunda, Madame —Ulric irrumpió el silencio—. Me da la impresión de que está malversando mis intenciones.

—¿Cuál sería la forma acertada de interpretar sus actos entonces, Ulric?

Vita pestañeó, y al abrir los ojos se vio engullida por una oscuridad desarmante, pero no fue hasta que Ulric encendió las velas y se dejó ver a centímetros de ella que dejó ir un suspiro.

—No somos tan diferentes como lo imagina —musitó él, avanzando y por ende obligándola a retroceder. La gelidez de la barra metálica entumecía el cuello de Vita y el aliento de Ulric le rozaba los contornos de los labios—. Ambos vivimos a merced de una oscuridad impuesta y haríamos toda clase de sacrilegios fatales con tal de eximirnos de ella. Es eso lo que nos trajo a este callejón fantasma que nos ofrece a duras penas dos vías de escape: que sólo uno salga con vida y ascienda en la jerarquía, o, bien, que cometamos una traición capaz de desterrarnos de la comunidad oscura y salgamos como un par de mortales.

La espalda de Vita chocó contra la pared. Ulric ejerció una presión diligente en su cuello con la barra.

—No tengo interés alguno en traicionar a mi dueño a favor de usted, Ulric —masculló ella, lo que incitó al hombre a restar más centímetros entre ambos.

—¿Por qué no me ha sacrificado ya y servido mi corazón a él, entonces? ¿O la obstinación se debe al miedo a sus oídos?

Vita tragó saliva.

—Ya veo —añadió—. Le concedo entonces el placer de darme el beneficio de la duda; pero he de hacerle saber de cualquier modo que tengo conocimiento de algo que es de su bravo interés, y yo estoy dispuesto a revelarlo como muestra de que puede darme su voto de confianza.

—¿Algo? —repitió ella— ¿Algo como qué podría inspirarme a confiar en usted?

—Algo como un costal de huesos sin gloria. ¿Le inspira eso algún recuerdo?

Billy.

—Es imposible —negó Vita—. Mi madre...

—Su madre le hizo creer que los restos reposaban junto al río Salt Creek, ¿no es así? Eso condiciona sus frecuentes visitas al bosque: el propósito de encontrarlos, enterrarlos y llevar a cabo el rito que liberaría al espíritu de la calavera de las cadenas de la dependencia —Ulric dejó escapar aire por la nariz en una risa reprimida ante el desconcierto en el semblante de Vita. Su mano delineó los bordes de la bata de baño, palpando con la yema de los dedos el pecho desnudo de la mujer e inyectándole algidez en la epidermis en el proceso—. Considérelo. Podríamos ser aliados excepcionales; pero mis conocimientos no son lo único que tengo para ofrecerle, Madame, y ceder a sus impulsos carnales es traición suficiente para eximirse de un destino que usted y yo sabemos que aborrece.

—Miente —contrapuso Vita—. Con todo el respeto que bien merece, Ulric, es usted ignorante de los términos que condicionan los principios en mi unión y los respectivos castigos que acarrean el quebrantamiento de los mismos, los cuales son, en su mayoría, fatales. Soy devota a mi dueño, y un acto infausto sería la causa de mi cabeza rodando por el suelo.

—«Cuarto principio: Serás fiel a mí en pensamiento, cuerpo y alma». Si lo que dice fuera del todo cierto, su cabeza habría rodado por el suelo el día que puse un pie en esta casa a juzgar por sus pensamientos. Y eso me lleva a la verdadera pregunta: ¿conoce usted realmente los términos de sus principios?

Vita sintió como si toda la sangre del cuerpo se le hubiera concentrado en el rostro y comenzado a hervir. Sin darse cuenta, el espacio entre el pecho del adversario y el suyo eran nulos, y aquella descarada cercanía le hizo desear que las respiraciones ardientes de Ulric fueran su único aire vital. Sus músculos dejaron escapar la tensión en un hálito intangible; augurio del sahumerio emergente de la lumbre del deseo. No obstante, se dispuso a luchar por negarse a la idea de condescender a sus habilidades de manipulación oscura.

—¿Dónde están, Ulric? —quiso saber, renuente a las indecencias, pero no apartó la mirada de sus labios para mirarle a los ojos hasta que repitió:— Los huesos de Billy. ¿Dónde los tiene?

La bestia sonrió.

—¿Lo que quiere decir es que tenemos un trato?

—Lo que quiero decir es que amerito conocer el paradero de los huesos de mi hermano. Usted lo dijo: sólo así se ganaría mi voto de confianza.

—Tendrá que prestarme su ayuda en el proceso, pero estaré más que complacido de traer los huesos hasta usted al final. Sin embargo, ¿cómo presume usted ganar el mío?

Vita tragó saliva, y dejó salir la argucia magistral.

—Entrégueme los huesos, y yo me entregaré a usted, Ulric.

—No —contrapuso él—. No estoy seguro de cómo pretende que son mis modos de cortejar, pero ofrecerle a una bruja primorosa un costal de huesos no es parte de ellos. Si va a entregarse a mí, Vita, que no sea por miedo; que sea por honor a mis méritos.

—Si así lo desea, entonces requeriré una cosa más.

Ulric entrecerró los ojos.

—Usted pida y yo proveeré.

—Tiempo, Ulric. Necesito tiempo.

§

No eran más de las siete de la noche cuando Clifford Cox llegó a su departamento. La finalización de su jornada laboral fue temprana, condicionada por la irritación. Hace unos minutos estaba comparando huellas, y ahora estaba encendiendo la estufa para montar la sartén y rociar una base de aceite de girasol. Pasados diez segundos, extendió cuatro rebanadas de mortadela sobre el aceite sin cuidado alguno. Las chipas que burbujeaban bajo el embutido amenazaban con salpicarle la piel, así que bajó la llama, se sentó en el sofá y sacó del maletín un bolígrafo, pega en barra y la libreta común, como solía llamarle a la libreta donde tenía todas sus ideas contiguas en la mismo agrupación de folios.

Comenzó por saltar las páginas hasta encontrar la primera en blanco, e hizo lo que se inhibió de hacer en el despacho ante riesgo de exposición: sacó del maletín las fotocopias que hizo de las huellas de los cinco pulgares y las recortó con un par de tijeras de cocina. Luego, las pegó con la goma en barra y plasmó con el bolígrafo sus pensamientos concernientes a la situación. Cuando terminó, echó un vistazo a las páginas anteriores y encaró el dibujo del ciervo que casi choca días atrás, lo que lo llevó a ojear también el de la rata negra de la papelera y el del cúmulo de ojos que lo rodearon en el bosque y de pronto Clifford Cox deseó morir.

Se echó a llorar como un alma en pena hasta que percibió un olor a embutido achicharrado. El humo de la cocina le provocó una tos cerril; cogió la sartén con un guante de cocina, la dejó caer en el fregadero y abrió la llave. En medio del estupor, el sonido calcinante del contraste de temperaturas le fue satisfactorio. Espantó el humo a trapazos, y cuando olió su propia ropa impregnada por el hedor a chamuscado, decidió que necesitaba darse un baño después de resolver la cena y no causar un incendio en el intento.

Eran las doce de la noche. Los ojos le palpitaban y podía sentir el hemisferio izquierdo reclamándole unas horas de sueño. Echó un último vistazo a la fotografía de Kenny en la pared luego de comer, y la única decisión terminante que pudo concluir su fatigada mente fue que debía buscar a un retratista y solicitar una recreación extracurricular de lo que se supondría como la imagen actual del hijo.

No se molestó en acomodar la mesa. Los papeles, tanto como el plato grasiento y el vaso con un cuarto de agua, permanecieron en la superficie de cristal cuando Clifford se rindió al deseo de tomar una ducha antes de dormir.

No era un secreto que departamentos policiales tan pequeños como el de Port Camelbury no pagaban más de lo necesario a sus empleados. Y los detectives no eran una excepción, a pesar de que Cox y García en aquel momento fueran los encargados de toda investigación dada en el pueblo. De tal modo, ni siquiera en una temporada tan gélida como la que atravesaban, Clifford se disponía a pagar la reparación del calentador de agua.

Al desnudo, envuelto en una toalla de la cintura para abajo, abrió la llave de agua fría de la bañera y salió para sentarse frente al televisor a esperar que se llenara.

Pasó un considerable rato mirando la repetición de una carrera de caballos al sur de Texas; y luego decidió descansar los ojos. «Cinco segundos, nada más», pensó; pero sólo un escandaloso trueno fue capaz de suscitarle a abrir los ojos y pegar un respingo. Gruñó cuando se encontró en medio de la oscuridad y, si bien ésta se había vuelto su peor enemiga en aquellos días, algo más trascendental opacó el miedo: darse cuenta de que estaba desnudo, y de que seguramente la bañera estaba desbordándose e inundando el pasillo.

Antes de llegar al baño pudo sentirlo en los pies: el agua corría por la alfombra del estrecho pasillo y se le filtraba por las ranuras entre los dedos, casi induciéndole arcadas de frío y algo de repugnancia por la viscosa textura. Como pudo, guiándose por nada más que la memoria, entró al baño y se las arregló para cerrar la llave.

Drenar el baño iba a ser tarea fácil. Lo difícil sería que el suelo alfombrado del exterior no quedara maloliente a podredumbre al secarse.

Ignoraba qué horas hacían en aquel punto. Sólo quería darse el baño, tumbarse en la cama y conciliar el sueño hasta el día siguiente para retomar la impertinencia de la monotonía. La bañera estaba tan llena que con cada centímetro de su cuerpo que se adentraba al interior, podía oír e incluso sentir el agua derramarse por un costado de la misma. Se extrañó. El agua no estaba igual de fría a como era lo esperado, pero la pesadez era tanta que se negó a cuestionárselo demasiado.

Hundió los hombros bajo el agua y suspiró. La temperatura era lo de menos ahora: se volvió imposible ignorar el olor.

Olía a salado, pero no como el sudor de su cuerpo. A hierro, pero no como la llave a centímetros de su rostro. Frunció el entrecejo y la puerta del baño, de súbito, se cerró. De golpe y sin vacile.

«Es la brisa, Cliffy. Es la brisa», se decía a sí mismo a sabiendas de que no entraba corriente de aire alguna al pequeño apartamento, pero en suspiros que anhelaban recordar la única voz capaz de traerle el sosiego, y entonces lo recordó: al Tommy's a las nueve.

—Carajo... —masculló. La sensación, aquella inmunda sensación, le entumecía las venas de nuevo; como si toda la sangre dejara de correrle.

Los vellos del pecho se le erizaron. Un pitido audible sólo en su cabeza se volvía cada vez más agudo. De pronto quería salir de la bañera, pero un horror más imperioso que la voluntad no le permitía mover un dedo, de modo que mantenerse pétreo y esperar a que pasara el amargo momento parecía ser su mejor alternativa.

Apretó los puños y tomó una bocanada de aire en un intento por evitar el fétido olor. Quería llorar, y podía sentirlo a la mitad de la garganta cuando un bote plástico cayó al suelo. De champú, asumió. Luego otro. Y otro. Y muchos más. Y «Padre nuestro que estás en los cielos...».

El pavor que le dominaba el cuerpo era tan potente que hacía vibrar el líquido en la bañera, e incluso si él mismo no pudiera presenciarlo, era consciente de la vehemencia en su agonía. No pudo contenerlo: de un momento a otro, estaba saboreando la sal de sus propias lágrimas, con los ojos cerrados tan fuerte que casi dolía y abrazándose a sí mismo como una cría en el vientre.

«... Venga a nosotros tu reino...».

El cabello se le adhería al rostro, y le molestaba. Le molestaba, carajo. Tanto, que juntó lo que le restaba de voluntad para levantar las palmas mojadas y peinárselo hacia atrás. Unió ambas manos al final del camino, ejerciendo presión en la nuca.

«... Perdona nuestras ofensas...».

El pitido fue reemplazado por el sonido angustiante de sus lágrimas gotear; impactar y unirse al líquido de la bañera en un constante plop... plop... plop... que guiaba el ritmo de sus plegarias y se sentían más como una cuenta regresiva mortífera que como un tempo esperanzador.

No abrió los ojos. Los mantuvo bien cerrados cuando escuchó la bombilla chispear. No iba a abrirlos hasta que la iluminación se estabilizara; pero los segundos se prolongaban y sus deseos eran ignorados.

«Amén». Abrió los ojos.

Si hubiera ahogado el grito, no se habría desgarrado así la garganta y los vecinos no se habrían quejado después, pero ¿qué importaba aquello al verse a sí mismo sumergido en un lago sanguinario?

Se puso de pie sin pensarlo más, y el líquido cayó a chorros de su desnudo cuerpo a la bañera. Tenía que estar soñando, pensaba él, pero la sensación bajo su piel era tan frívola que tenía que ser real.

La posición era tan humillante que le hacía sentir patético: gimoteando, en totalidad despojado como un recién nacido que afronta la violencia de la brutal exposición cuando, una vez más, quedó a oscuras por lo que pareció un milisegundo. Sin embargo, cuando la bombilla se encendió una vez más, no quedó evidencia alguna de lo que sus ojos habían presenciado.

Fue cuando miró el entorno, con el rostro hinchado en consecuencia al persistente llanto y el cuerpo tembloroso de frío y pavor; fue cuando notó el baño en las mismas condiciones de hacía unas horas atrás, con el agua limpia hasta las pantorrillas y los estantes ordenados con diligencia, que supo que no quedaban más que migajas de cordura en su ser.

Se dejó caer en la bañera, en posición fetal, y lloró. Nunca volvería a sentirse limpio.

«Tommy's a las nueve», recordó una vez más cuando declaró imposible pasar el resto de la noche en su propio apartamento. No podía llamarlo hogar, pero era su lugar seguro, y ahora incluso esa cualidad había perdido; así que Clifford Cox hizo lo que predominaba en su corta lista de alternativas: se vistió, empacó ropa para un par de noches en un bolso y partió en el auto a la casa de quien merecía un perdón suyo.

En la avenida Broomsticks había una casa blanca, de puertas marrones, y un patio al borde del abandono que descuadraba la estética de la zona por el minimalismo que adquirió tras la partida de Clifford.

Se lo pensó demasiado antes de tocar el timbre. Sin embargo, no contaba con que Kim ya había oído llegar al auto, mucho menos con que ya estaba asomada por la mirilla observándolo dudar.

Entonces se retractó. Cayó en cuenta de lo impulsivo y descarado que fue acudir a esa casa; a ella, y del peligro que acarreaba consigo, porque lo que fuera que lo perturbaba no vivía en su departamento, sino que lo perseguía en cada paso que daba.

No fue hasta que dio la media vuelta y avanzó dos pasos que escuchó la puerta de la casa abrirse, y Clifford se detuvo en seco. Eso era todo. La tranquilidad tenía la piel cocida a fuego lento y el cabello como el follaje llorón de un sauce cayéndole hasta las caderas. Y no sólo la quería; la necesitaba. Suplicaba por ella desde el rincón más recóndito y agonizante de su mente, de modo que regresó el camino hasta la puerta y se rindió.

Se rindió ante sus miedos y ante su verdadero hogar. Ante Kimberly Jones, a quien se le apretujaba el corazón al verlo caer de rodillas a sus pies, con el rostro escondido entre las manos y gimoteando palabras inentendibles.

—Perdón, Kim —dijo, con un hilo de voz a punto de romperse—. No sé qué carajo está pasando conmigo. Creo que estoy volviéndome loco.

Kim se agachó para quedar a su altura y mirarle a los ojos. Lo abrazó, con el sentido maternal que le sobró para Kenny.

—Todo estará bien, Cliffy —susurraba, habiéndose sentado con él en el escalón de la entrada—. Ha sido una semana extenuante. Es hora de descansar.

§

Vita luchaba contra los nudos del cabello con un peine de bambú mientras Billy escuchaba la anécdota de cómo casi pierde la vida o la castidad la noche pasada desde el tocador.

—No creo que tu mejor alternativa sea correr el riesgo, Vita. Deberías clavarle una estaca y ponerle fin a tu tormento de una vez por todas.

—Lo haces sonar tan fácil...

—Tienes que encontrar su punto débil: ofuscar sus sentidos y, por ende, sus habilidades. Sólo entonces, en tal momento de vulnerabilidad, habrás de clavarle la estaca en el pecho.

—No soy una asesina, Billy. No tengo estómago para hacer tal atrocidad.

—¡Bien! Entonces haz justicia a tu palabra: ve en contra del principio supremo, y entonces, ¿qué? Ello vendrá a cortarte la cabeza. Ninguna recompensa que ese hombre pretenda ofrecerte hará valer una sentencia así.

El estómago de Vita la castigó por mentir a su hermano con una punzada fulminante; pero el sentimiento no era tan imperioso como la vorágine de horror y anhelo que la imagen de Ulric Bissett y el recuerdo de sus gélidos dedos rozándole la piel le incitaban.

No podía acabar con él. No aún, hasta que le diera al menos indicio alguno del paradero de los huesos de Billy; así que, a la hora de la cena, Vita bajó las escaleras para encontrarse con Ulric sentado en el comedor frente a la mesa ornamentada de lirios, velas y un par de platos servidos.

El rostro del hombre se iluminó ante el arribo de la bruja como si no hubiera atentado a atacarla con una barra de metal horas atrás.

—Así que hemos regresado al comienzo —soltó Vita, posando ambas manos sobre el borde del espaldar de la silla, al extremo opuesto a Ulric—. ¿No se siente solo estando tan lejos?

—Tiempo, Madame. Pidió tiempo, y su palabra es ley.

—Y crema de champiñones con bruschettas a la caprese, por lo que veo.

—A la panzanella, de hecho, con tomates cherry: los coseché de su huerto, si no le molesta.

—No lo hace, Ulric, y si me molestara, ya está hecho de cualquier forma.

Ulric, con una sonrisa iluminándole las ojeras, hizo un ademán con la mano para incitarla a tomar asiento, al cual Vita le hizo justicia, aunque con un malestar persistente haciéndole estragos en la conciencia. Ella se sabía a sí misma una bruja herborista, si bien no una de alto poder y sapiencias más allá de las pertinentes, pero la incertidumbre que arraigaba la identidad de Bissett en la comunidad oscura le hizo picar tanto los oídos que se negó a desistir en la búsqueda de una respuesta, por más imprudencias que denotaran los intentos.

—Un mestizo —respondió Ulric al fin—, y espero que eso responda su pregunta, porque es más de lo que necesita saber.

La velada perdió por un instante la facultad de familiaridad, como si el consuelo por conocer a un coterráneo de la oscuridad hubiera sido guillotinado por los filos de aquella desdeñosa respuesta, hasta que Ulric Bissett le devolvió la mirada a Vita Berrycloth a través de los resquicios del candelabro

—¿Ha leído a Oakeshott, Madame? —preguntó, cogiendo la servilleta de tela que reposaba a un costado del plato para acomodársela sobre la pierna derecha. Ella negó con la cabeza— Filósofo inglés, de Chelsfield. Conservador, también, con buen argumento para serlo. Dice que el conservadurismo no es una serie estricta de principios o programas políticos, sino un estado mental e influencia conductual: una actitud ante la vida y la política; y que el cambio social y político debe ser gradual, así como tener base en la experiencia adquirida con el paso del tiempo. Es decir, es un creyente empedernido de la trascendencia de la tradición y la continuidad histórica.

—Ciertamente, tiene en la pluma un buen argumento, Ulric.

—¿Le interesaría leerlo?

—Si es tan bueno como promete, por supuesto: me interesaría; aunque su boca tiene la tendencia a hacer que cualquier cosa suene prometedora.

—Asombroso, ¿no es así? —con una mirada del hombre, las llamas en medio de ambos se atizaron— Dejaré el libro Racionalismo en la política en su biblioteca, donde Oakeshott habla al respecto. Sin embargo, lo que me inspira su rostro, Madame, está en la obra La experiencia y sus modos, de su misma autoría. Más específicamente, cuando compara los niveles del pensamiento humano con las capas de una cebolla; pues el acto implica hurtar a la experiencia las superficialidades en pos de dar con el núcleo sine qua non de los patrones de pensamiento.

—Dijo antes que no se dedica a la psicoterapia, Ulric; pero asumo que no admite que eso imponga un margen en su proceso de aprendizaje. Es admirable, de ser cierto. Por otro lado, mi ignorancia me impide entender cómo podría recordarle mi rostro a eso.

—La versatilidad, Madame. A veces me inspira una transparencia entrañable, y de pronto sólo puedo ver una barrera de trivialidad, como si tuviera todas sus capas entreveradas.

Vita tragó y pausó la cena por un momento.

—¿Y qué es lo que le inspiro hoy, Ulric?

—¿Hoy? —Ulric rió para sus adentros— Hoy sólo me inspira una serie de preguntas que se me atraviesan en la garganta, a decir verdad.

—Pues, bien, pregunte: la cara que ve es la única que tengo.

—¿La única, dice? No debería desestimar así sus profundidades. Estoy seguro de que mucho tiene para contar descendiendo de semejante linaje de brujas.

—Lo único que puedo dar por seguro acerca de mi linaje —dijo—, es que el mismo termina conmigo.

—¿Con usted, dice?

—Naturalmente, no soy parte del linaje porque así lo haya querido mi madre. Verá: fui concebida nueve meses después de la época por la que las brujas herboristas como ella eran engañadas por nativos americanos malévolos con la promesa de venerarlas como curanderas, sólo para acabar despojándolas de la dignidad. La verdad es que era muy joven para entenderlo, pero ahora me consta que lo que motivó a mi madre a adentrarse a la misión de Sol Duc con el aquelarre nombrado en honor al lugar, fue la sed de venganza más que las promesas de Azazel. Tanto mi madre como las demás brujas de Sol Duc fueron degolladas por traicionar los objetivos de la misión y asesinar al clan de nativos que hubo de deshonrarlas tiempo atrás, en lugar de curarlos.

Ulric dejó el cubierto a un lado en el plato. Se limpió la boca con la servilleta de tela, pero siguió rumiando un bocado, más que masticandolo, antes de contribuir a la conversación:

—De modo que es esa la versión definitiva. ¿Eso quiere decir que...?

—Quiere decir que ya sabían que la misión estaba destinada al fallo —interrumpió Vita—. Sabían que la venta de nuestras voluntades como hijas serían, en efecto, finiquitadas.

Ulric se permitió darle a Vita un gusto de incertidumbre, hasta que bebió un trago de agua y le devolvió la mirada para disparar:

—¿Así que es usted una virgen, Madame?

La cucharilla de Vita resonó contra el tazón de porcelana. Luego de una embarazosa conjunción de balbuceos que no consumaron respuesta alguna, preguntó, con la indignación frunciéndole el ceño:

—¿Qué tanto sabe realmente, Ulric?

—No mucho más de lo que usted imagina, pero no mucho menos de lo necesario.

—Responda usted primero, entonces.

Ulric sonrió, tamborileando con los dedos.

—Le sorprenderían más las cosas que no he hecho que las que sí; pero no se equivoque: no admito que eso imponga un margen en mi proceso de aprendizaje.

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