Un viaje indecente
Me temblaban las manos. No se detendrían. Mis rodillas también. Sentí como si estuviera a punto de desfallecer. Me abracé al destrozado T.B.T., y profundos y desgarradores sollozos surgieron del nudo duro y retorcido que era mi estómago.
Navega sigiloso, navega profundo. Edward L. Beach.
Tras la reunión, Bligh había oscurecido la escotilla del santuario y estaba ausente; el resto de la tripulación había abandonado la sala. Comenzaba mi turno y yo me quedaba sola en el puente al gobierno de la nave. No era sencillo estimar el curso y el rumbo de la expedición. Yo deseaba que Montero me estuviera apoyando en esta tarea tan difícil. pero él tenía que dormir. Llevaba más de doce horas de servicio y se había acostado un rato. De cualquier forma, había dicho que le despertase en cuanto tuviera una solución.
Me quedé mirando durante un momento por el ventanal. Allí estaba Júpiter, majestuoso. Desde la órbita de Europa, a menos de un millón de kilómetros de distancia, la Gran Mancha permanecía inalterable, el torbellino seguía dando vueltas y vueltas muy lentamente; pero sin parar, inexorable, en un ciclo casi eterno. Ahab se había marchado y ahora estaba Bligh, pero la historia parecía la misma. Vueltas y más vueltas.
Pensé que la pesadilla comenzaba de nuevo. No me sentía con fuerzas de repetirlo, de volver a pasar por lo mismo otra vez, nuevamente, cumpliendo las órdenes de un capitán enloquecido. Vueltas y más vueltas.
Pero ahora sé que me equivocaba. Había diferencias entre los dos capitanes que hasta el momento habían pasado desapercibidas. En muy poco tiempo, tendría la oportunidad de comprobar que Bligh era infinitamente peor que Ahab. Todavía no era plenamente consciente de los graves peligros a los que me enfrentaba en mi segundo viaje en la Stella Maris.
Me dispuse a plantear el problema de la ruta. Empecé realizando algunos cálculos aproximados, tan sencillos como preliminares, antes de que Gerardo me diera la solución exacta. Mi cálculo impreciso debería estar cerca del resultado final. De esta forma, podía controlar el resultado de Gerardo. Ni Montero ni yo nos fiábamos de la imprevisible inteligencia artificial y había que supervisarla.
Gracias a que durante la estancia en los astilleros de Ceres —de la que hacía algunos años ya— la Stella Maris había ampliado la capacidad de los depósitos, disponíamos de algo más de treinta toneladas de yodo, o sea, de propelente. Era una buena cantidad. Más que suficiente, si lo que querías era dedicarte a la minería tradicional en el cinturón de asteroides, pero para alcanzar el noveno planeta íbamos a necesitar cada gramo de yodo de esos depósitos.
El planeta nueve estaba muy lejos. Nada menos que a 600 UA (unidades astronómicas) del Sol. Para que nos hagamos una idea de la locura que suponía viajar hasta allí pensemos que la Tierra orbita a una UA del Sol, que Júpiter lo hace a 5,2 UA y que Neptuno anda por las 30 UA. Alcanzar el planeta nueve suponía realizar veinte veces el camino desde el Sol a Neptuno. ¡VEINTE veces!
Para empezar —aplicando la denominada ecuación del cohete—, pude calcular que esta cantidad de yodo nos daría para acelerar la nave en unos 35 km/s. Es decir, desde que saliéramos de la órbita de Europa hasta que alcanzásemos otro puerto en el que repostar tendríamos ese presupuesto de velocidad: en el acumulado de las diferentes maniobras que realizásemos no podríamos superar esa velocidad.
No me preocupaba sacar la Stella Maris de la órbita de Europa. Habíamos contratado un empujador que nos remolcaría fuera de la influencia gravitatoria del poderoso Júpiter. Colibrí, se llamaba nuestro amigo empujador. Él nos sacaría de aquí trazando una bonita trayectoria en espiral. Tardaría algo así como un mes en conseguirlo.
Comencé con un cálculo sencillo para estimar qué habría que hacer para alcanzar al planeta nueve tras abandonar la órbita alrededor de Júpiter. Para ello apliqué la famosa ecuación Vis-viva en una trayectoria elíptica. Trazaríamos una estupenda elipse desde la órbita de Júpiter hasta el planeta nueve. Había que acelerar hasta los 18,4 km/s; pero, como en la órbita de Júpiter sobre el Sol ya orbitábamos a un poco más de 13 km/s, en realidad solo había que acelerar en 5,3 km/s (el llamado delta de velocidad), y eso estaba muy bien. Era fácil, pues nuestro presupuesto total era de 35 km/s
Sin embargo, había un problema mayúsculo. La ecuación Vis-viva, tal como yo la había aplicado, proporcionaba la velocidad necesaria para seguir la trayectoria de transferencia de Hohmann. Era la órbita mínima, la que menos energía consumía, la más económica. ¡Vaya!, bastó aplicar la Tercera ley de Kepler para entender que en esa órbita tardaríamos ¡más de 2.500 años en llegar al planeta nueve! Era demasiado.
Necesitábamos ir más rápido, aunque gastásemos más propelente. Así que, en vez de la eficiente elipse, planteé una parábola para alcanzar el planeta nueve. A diferencia de la elipse, la parábola está determinada por la velocidad de fuga en 18,5 km/s, con un delta de 5,4 km/s. Seguía siendo un viaje económico. En vez de una elipse, trazaríamos una elegante parábola hasta Júpiter. Consumiríamos solo un poco más energía, pero a cambio de eso iríamos más rápido. Con esta velocidad, la ecuación de Barker aseguraba el arribo al planeta nueve desde Júpiter en unos mil años. ¡Seguía siendo una locura!
Fuera complejos. ¡Al diablo con todas esas elipses y parábolas! Lo sabemos todos: los buenos navegantes del Espacio exterior son trazadores de rutas hiperbólicas. ¡Ah, las hipérbolas! Son las trayectorias que más energía y propelente consumen, las más ineficientes en ese sentido, pero las enormes extensiones del sistema solar externo las hacen necesarias, porque permiten llegar al destino en solo unos meses.
Un poco arbitrariamente consideré una órbita hiperbólica altamente excéntrica (el doble de una parábola). La ecuación Vis-viva daba la considerable velocidad de 22,06 km/s, con un delta elevado, de 9,53 km/s. Más antieconómico, pero podíamos permitírnoslo. Para calcular el tiempo de llegada puse a funcionar todas las ecuaciones que había aprendido durante mis estudios como oficial: semi-latus rectum, ¡guau!; anomalía real, ¡ah!; y luego anomalía excéntrica, ¡eh!; anomalía media... ¡Vaya, este cálculo no era sencillo!
Tras un rato, obtuve el resultado: ¡210 años de viaje! Imposible.
Había que gastar más propelente. Aumenté la excentricidad de la hipérbola un poco más y volví a repetir el cálculo: 26 km/s, con un delta de velocidad de 13 km/s. No podíamos gastar más: al llegar allí habría que frenar la nave, operar en la órbita del planeta nueve y luego volver... No podía consumir más propelente. Era mi último intento.
El resultado de mi cálculo aproximado fue decepcionante. En el mejor de los casos tardaríamos...
¡150 años en llegar!
Quizá me estaba equivocando en algo.
Se podían utilizar algunos trucos. Saturno estaba de camino. Podíamos pasar cerca de él y utilizar su gravedad para propulsarnos, utilizando el planeta como si fuera una especie de trampolín.
También podíamos repostar en Saturno, dejar bien llenos los depósitos allí, quizá encontrando la forma de meter un depósito adicional...
En ningún caso, llegaríamos antes de un siglo.
Era todo tan absurdo...
Estaba desesperada.
—Gerardo.
¿Me necesita para algo, navegante Vargas? Siempre es para mí un placer volver a procesar su rostro.
—Gerardo, déjate de tonterías. ¿Terminaste ya el cálculo preciso de la trayectoria hacia el planeta nueve?
Sí, fue muy sencillo. Tardé solo veinte minutos.
—Pues delante de Bligh bien que hablaste de que necesitabas diez horas.
Navegante Vargas, le vi a usted en dificultades con el capitán y se me encogió la unidad de proceso principal. Contemplar la tensa escena me produjo angustia. No me gusta el nuevo capitán. Y además me asusta.
Quise echarle una mano, Rebeca. Compréndalo: uno es algo más que un montón de circuitos neuroelectrónicos.
—Gracias, Gerardo. Según tu estimación, ¿cuánto tardaremos en llegar al planeta nueve?
Nada menos que 135 años.
Sin duda, tendremos tiempo de sobra para llegar a conocernos bien.
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