Serafín, Maraña y Plutón no es un planeta
—Señor —irrumpió el teniente primero en el camarote del capitán—, el barco se está yendo a pique.
—Muy bien, míster Spoker —dijo el capitán—; pero esa no es razón para andar a medio afeitarse.
Fábulas, de Robert Louis Stevenson.
Manuel Maraña y Serafín Trinidad formaban una extraña pareja. Ellos se turnaban en el Módulo de Recicladores. Así, cuando no estaba uno, estaba el otro. Siempre había alguien allí, por si ocurría algo.
Lo cierto es que solo se veían dos veces al día, cuando hacían el relevo del turno, momento en el que charlaban durante un rato; un rato que podía alargarse durante más de una hora, o dos. Entonces, había que verlos porque siempre discutían acaloradamente, y es que nunca estaban de acuerdo en nada:
—Es absurdo que lo denominen el planeta nueve —sentenciaba Serafín—. Carece de sentido.
—Cuatro planetas rocosos: Mercurio, Venus, Tierra y Marte. Cuatro planetas gigantes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Así que, cuando encontraron otro más, lo llamaron el nueve. ¿Dónde está el problema? —argumentaba Maraña.
—El problema está en que ya existe un noveno planeta y se llama Plutón. Si acaso podrían haberlo llamado el planeta diez.
Entonces, Maraña se echaba la mano derecha a la cara, con un claro gesto de hastío:
—Válgame el Espacio. Ya estamos como siempre, Serafín.
—Porque Plutón es un planeta —insistía el doctor Serafín Trinidad.
Y moviendo una mano activaba un colorido holograma tridimensional de Plutón de un metro de diámetro que era digno de ser visto. Se mostraba así un mundo vivo con una geología activa operando en una superficie formada por hielos de metano en algunas partes, hielos de nitrógeno o monóxido de carbono en otras...
—Admira las altivas montañas de hielo de agua de los montes Elcano o los montes Pigafetta, las blanquecinas llanuras de nitrógeno fluido de Sputnik Planitia, sus glaciares, sus valles, su riscos... contempla la salvaje belleza cubierta por oscurísimos hidrocarburos de Cthulhu Macula y repite conmigo: Plutón es un planeta.
—No. No estoy de acuerdo.
—¿Por qué?
—¡Por el Espacio, Serafín! ¡Hay lunas mucho más grandes que ese planeta enano! La propia luna de la Tierra sin ir más lejos; pero también Titán, en Saturno; Ganímedes, Calisto, Ío y Europa en Júpiter, incluso Tritón, la luna de Neptuno. Todas estas lunas son más grandes que Plutón.
—Tengo que reconocer que hay algo de verdad en lo que dices, pero sigamos hablando de lunas. Como sabes, Plutón tiene muchas, alguna de ellas muy grande, como la llamada Caronte. Y esa es la pregunta: ¿por qué tiene lunas? Pues porque es un planeta.
—Vamos a ver, Serafín. —Maraña se echaba las manos a la cara—. Hay numerosos pedruscos del cinturón de asteroides con lunas. Incluso los hay que tienen anillos, eso sí, más pequeños que los de Saturno. Tu argumento no prueba nada.
Ante el silencio de Serafín, Maraña comenzó a describir la definición de planeta:
—Nos vamos a centrar un poco —dijo—. Un planeta se define como un cuerpo celeste que órbita alrededor del Sol...
—De acuerdo. Si orbita alrededor de otro planeta, no es planeta sino satélite o luna; y si orbita en torno a otra estrella es exoplaneta.
—... además, debe estar diferenciado internamente y en su interior se ha tenido que alcanzar lo que se denomina equilibrio hidrostático; externamente esto se manifiesta en que ha sido «redondeado» por su propia gravedad, adquiriendo una forma más o menos esférica.
—Nuevamente de acuerdo. Si tiene forma de patata, no es planeta sino asteroide, pedrusco o directamente patata.
—Bien. Por último, gracias a su poderosa masa ha sido capaz de despejar su órbita, limpiándola de otros objetos. Pero Plutón es un cuerpo del cinturón de Kuiper y no ha sido capaz de eliminar los numerosos asteroides que pueblan su órbita. Plutón no es un planeta, por tanto.
—Aquí no hay acuerdo. Según este criterio absurdo y sabiendo que Plutón a veces entra en la órbita de Neptuno, deberíamos deducir que Neptuno no es un planeta... ya que tampoco ha despejado su órbita. —Serafín sonreía, triunfante—. Acéptalo: Plutón es un planeta.
—No, Serafín, no.
—¿Por qué?
—Pero vamos a ver. Hay otro planeta enano llamado Eris, con un tamaño similar a Plutón, e incluso más masivo que el propio Plutón. Me concederás que si Plutón es un planeta, Eris también es un planeta.
—Hum, de acuerdo. Eris es un planeta.
—Pero hay otro cuerpo muy similar llamado Haumea, solo un poco más pequeño que Plutón y Eris. También debería ser un planeta.
—De acuerdo, Haumea es un planeta.
—Pero es que también está Makemake,
—De acuerdo, Makemake es un planeta.
—Pero, además, están Quaoar, Sedna, Orcus, Gonggong, Salacia, Varda, Ixion, incluso el propio Ceres y otros muchos más. En el siglo XXI no se conocían demasiados, pero hoy se conocen más de doscientos cuerpos similares en tamaño a Plutón... ¿Lo ves?
—No, ¿cuál es el problema?
Maraña estaba a punto de perder los nervios.
—Pues que, si todos estos son planetas, el planeta nueve debería ser llamado el planeta doscientos treinta y siete.
—Bien. Para mí eso no es un problema...
—¡Serafín, eres imposible!
Maraña se enfadaba más y más y, cuanto más lo hacía, más parecía divertir a Serafín. Las disputas eran muy habituales. Estaban siempre así. Nunca estaban de acuerdo en nada. De esta manera, cuando les expliqué mi problema, yo sabía que uno me iba a dar la razón y el otro no.
—El origen del planeta nueve es muy claro —me comentó Serafín—. Hoy el sistema solar parece estable, simétrico y pacífico, pero sabemos que no siempre fue así. Durante su violenta juventud, hace miles de millones de años, cuando el poderoso planeta Júpiter comenzó a cambiar su órbita, alteró la estructura misma del sistema solar. Junto a Saturno, Urano y Neptuno había otro planeta un poco más pequeño, que sufrió con toda crudeza las convulsiones originadas por Júpiter y estuvo a punto de ser expulsado del sistema solar, hacia el espacio interestelar. Por suerte, consiguió permanecer con nosotros, pero a una distancia enorme, convirtiéndose en el hoy mal llamado planeta nueve.
—No, Serafín, no. Hay otra explicación para el origen del planeta nueve. Los acercamientos entre estrellas no son infrecuentes en la galaxia, y el Sol no es una excepción. En esos encuentros a menudo ocurre que un sistema planetario puede arrancar alguno de los planetas más externos del otro sistema. Es así, que se especula con que el planeta nueve en realidad sea un exoplaneta, un mundo extrasolar nacido a la luz de otra estrella que el Sol robó hace mucho tiempo.
—Eso es absurdo.
—El planeta nueve es un mundo extraordinario: una supertierra de unas diez masas terrestres. Es mucho más grande que todos los planetas terrestres, es mucho más pequeño que los planetas gaseosos. ¿Comprendes? No encaja aquí, y no encaja aquí porque no nació aquí.
—Absurdo.
—Y te diré otra cosa. Estudiar el planeta nueve es estudiar un cuerpo extrasolar, es estudiar un exoplaneta. No podemos desaprovechar la oportunidad. Hay que ir allá, aunque no vivamos para verlo, aunque tardemos ciento treinta y cinco años en llegar.
Y volviéndose hacia mí, Maraña continuó hablando:
—Lo siento, Rebeca, sabes que te aprecio, pero no puedo estar de acuerdo en boicotear un viaje tan interesante desde el punto de vista científico, aunque nos cueste la vida. Os denunciaré si lo intentáis.
Pero Serafín no pensaba darle la razón:
—¿Ciento treinta y cinco años? —argumentó, no queriendo desaprovechar la oportunidad de fastidiar a Maraña—. Nunca haría ese viaje hacia el planeta nueve. ¿No podríamos convencer al capitán Bligh de ir a Plutón? Después de todo, Plutón es el verdadero planeta nueve y está mucho más cerca...
—Entonces —Maraña resopló, agotado—, si no estás de acuerdo con esta expedición, ¿por qué diantres te uniste a ella?, ¿por qué no continuaste en Nueva Colombia estudiando tus fumarolas?
—Muy sencillo. Cuando me hablaron de viajar al planeta nueve asumí que se referían al planeta Plutón.
—¡Pero si Plutón no es un planeta!
—¡Ya creo que sí lo es!
—Serafín —interrumpí, viendo que ya llegaban a las manos—, se me ocurre pensar que, cuando lleguemos a la órbita de Saturno, si se produjera algún problema importante en el sistema de hábitat o en el aparato motor mismo, no podríamos partir hacia el planeta nueve.
—Interesante apreciación —comentó Serafín pensativo.
—¡Ah, canallas! —Maraña, el jefe de máquinas de la nave, se sintió herido—. Apartaos de mis máquinas. Ni se os ocurra a ninguno de los dos pasar cerca de mi generador nuclear o de mis queridísimos motores iónicos. ¡No lo penséis ni por un segundo, ratas espaciales! Ahí habéis colmado mi paciencia. Hablaré con el capitán si tengo la más mínima sospecha de que algo ocurre.
Serafín no respondió, pero esbozó una sonrisilla perversa. Había cambiado mucho desde que lo conocí en las profundidades de los mares de Europa. No me cansaré de repetirlo: el Espacio cambia a las personas, y muchas se descubren a sí mismas cuando se embarcan.
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