Padres Fundadores

El 20 de agosto de 1917, yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Marina Imperial Alemana y Comandante del submarino U-29, deposito esta botella con este informe en el Océano Atlántico, en un punto que desconozco (...)

El templo, de H. P. Lovecraft.

Diez kilómetros más abajo, el ascensor se abrió para mostrarnos un amplio hangar excavado en el hielo donde había decenas de trajes de buceo y naves de inmersión profunda. La plataforma con el batiscafo comenzó a moverse y se dirigió a una estancia aneja, algo más pequeña. Era la esclusa. Por allí se accedía al mar.

La grua de la plataforma dejó allí el batiscafo, preparado para la inmersión. Aunque no superaba en mucho la altura de una persona, de eslora alcanzaba los cuatro metros. A popa estaba la maltrecha maquinaria. La chapa del casco de color amarillo estaba abollada y sucia. Rebeca rogó al Espacio que estuviera en condiciones, aunque mucho se temía que ese vehículo llevaba tiempo inactivo. A proa había una especie de esfera transparente y resistente a la presión dentro de la que viajaba la tripulación. La esfera/habitáculo no permitía permanecer de pie, había que ir sentado. En ese angosto lugar estaríamos recluidos durante las siguientes decenas de horas.

Primero se introdujo Elvis por la escotilla superior de la esfera y se puso en la zona más a proa, donde estaban los controles. Luego entró Serafín, al que se le veía torpe, pero con mi ayuda desde afuera pudo subir a la escotilla superior de entrada. Después, Elvis le asistió por dentro para acomodarlo.

—Comprenderán que, siendo mi primera inmersión, me sienta un poco nervioso —dijo.

Yo fui la última en introducirme en la esfera. Me aseguré de que la escotilla quedara bien cerrada.

—No se preocupe, Serafín. Todo irá bien. Elvis es un piloto muy experimentado.

—Es una suerte estar en manos de profesionales, pero permítame una pregunta —dijo, volviéndose hacia mí y dando la espalda a Elvis que estaba manejando los controles.

—Las que necesite, Serafín —dije.

—He visto la suciedad y las abolladuras del casco del batiscafo. Me atemoriza este aparato. ¿Usted cree que tendremos problemas?

—En absoluto —respondí, intentando disimular mi inquietud. Sin embargo, no había dudas:  el doctor Trinidad tenía toda la razón. Este cacharro era un peligro.

Ya dentro del batiscafo, la esclusa comenzó a llenarse de agua para permitirnos el acceso al mar interno. Cuando estuvo llena, se abrió la compuerta que permitía el acceso al mar europano.

—Avante un tercio —dijo Elvis, moviendo un mando. Salían al mar abierto.

—Verá que no hay peligro —dije—. Sumergirse en las profundidades será lo más parecido a un viaje de placer...

Yiiiiiiii. ¡Bump!  ¡Bump!

Yiiiiiiii. ¡Bump!  ¡Bump!

Serafín abrió los ojos desmesuradamente. Yo miré de reojo a Elvis.

—Es la bomba reguladora —dijo el piloto del batiscafo—. Es la que mantiene la estabilidad del batiscafo, distribuyendo el agua en los lastres para balancear el submarino y que tenga buen trimado. Ya saben, para que no nos hundamos más de proa que de popa y esas cosas...

Serafín estaba aterrado, con los ojos fuera de sus órbitas.

—No debe preocuparse, Serafín —intenté consolarle—. Esto es algo muy habitual. Créame.

Y pensé que yo podía consolar a Serafín, ¿pero quién me consolaba a mí?

—¿Cree que podremos sumergirnos con este aparato?

Elvis respondió a sus espaldas:

—Sumergirnos hasta el fondo, lo que es sumergirnos; pues sí, sin problema. Ahora, cuando haya que emerger... Eso ya...

—¿De verdad? —Serafín seguía inquieto.

—No se preocupe, Serafín, que todo va a salir bien. Esto es normal.

Yiiiiiiii. ¡Bump!  ¡Bump!

Al lado de Serafín, por una válvula conectada a una tubería algo herrumbrosa comenzó a salir un chorrillo de agua. Era pequeño, pero salía con fuerza, formando una parábola perfecta que caía en el suelo, entre Serafín y yo, con un sonoro chisporroteo.

Elvis se movió de su lugar de asiento y, empujando un poco a Serafín dentro de la angosta esfera, tomó una llave inglesa y comenzó a ajustar la válvula hasta cerrar la vía de agua.

—¿No lo ve, Serafín? No ve que no hay ningún problema... —dije, intentando no entrar en pánico.

Lentamente, el terror de Serafín se adormeció, dando paso a la curiosidad del científico. Llevó un dedo al charquito formado por la vía de agua.

—¿Esto es agua europana? —preguntó.

—Claro que sí. Agua extraterrestre, Serafín.

Y con el dedo humedecido se lo llevó a la boca para saborear esa agua tan extraordinaria.

—¡Hum! Lo noto. Es más salina que la de los mares de la Tierra. Tiene burbujitas de dióxido de carbono. ¡Hum! ¿Ese sabor es metano?

Las horas pasaron durante los muchos kilómetros que faltaban de descenso. En la reducida esfera, al final Serafín se relajó, quedando plácidamente dormido en postura fetal. Aproveché entonces el momento para acercarme durante unos breves segundos a Elvis y hablarle con tranquilidad, en voz muy bajita al oído:

—Elvis —le dije—, cuando salgamos de aquí, si sobrevivimos, yo te mato. Te lo juro.

Más de diez horas después llegábamos al fondo. Le puse una mano sobre el hombro a Serafín y lo zarandeé para que se desperezase. Por la esfera transparente, podía contemplarse una magnífica panorámica de la ciudad de Padres Fundadores. Allí vivían cientos de miles de cefalópodos europanos.

—Deje ya de dormir, Serafín. ¡Ya está bien, hombre! No se pierda este magnífico paisaje.

El científico abrió los ojos para contemplar la magnífica ciudad submarina. Estaba formada por muchísimas fumarolas como la que él quería traerse, que eran algo así como elevadas chimeneas blancas de diversos tamaños —algunas altísimas—, por las que escapaban los fluidos hidrotermales calientes de las profundidades geológicas de Europa. Alrededor de ellas se divisaban pequeñas viviendas; una o dos en las fumarolas más pequeñas, decenas alrededor de las más grandes.

Las viviendas europanas podían estar construidas con conchas marinas colosales, piedras o por materiales similares al coral en las más ostentosas. Estaban rodeadas por huertecillos en los que se cultivaba la roja riftia. En las calles que unían las fumarolas se veía deambular a algún cefalópodo colosal. La mayoría iban arrastrándose pesadamente con sus tentáculos, salvo los que tenían prisa, que utilizaban el sifón.

A algunos cientos de metros sobre la ciudad flotaban, al albur de las corrientes marinas, algunos rebaños de mansas medusas.

—Acercándonos al área de fondeo... —susurró Elvis al manejo de los mandos.

Era una zona despejada que se solía utilizar para estacionar los batiscafos.

Allí nos esperaba [Silbido suspirado], el contacto de Elvis en Padres Fundadores. A medida que descendíamos, su imagen parecía más grande y más nítida. A su lado, el cefalópodo sostenía con varios tentáculos la pequeña porción de fumarola que Serafín tanto ansiaba poseer para sus estudios científicos.

Unos minutos después, el batiscafo se estremeció levemente.

—Hemos tocado fondo —dijo finalmente Elvis.

Habíamos tocado fondo... «y seguimos vivos», pensé para mí.

Después de unos minutos en los que el cefalópodo estuvo asegurando la carga a nuestro casco, dio un par de golpes con sus ventosas sobre la esfera. Señal de emerger. Volvíamos para Nueva Colombia. Elvis comenzó a manipular unas palancas en la nave.

Burp, burp, Grumf. Grrrrrrr.

Una nube de algo negro que ascendía alrededor del batiscafo fue perfectamente visible. Algo se había roto. Y es que hundirse en el mar siempre es fácil, pero emerger... eso ya es más complicado.

Elvis miraba con los ojos muy abiertos y con un aspecto de absoluto desconcierto que no auguraba nada bueno. Por suerte, estaba detrás de Serafín, a sus espaldas, y él no le veía como yo.

—¿No será peligroso esto, oficial Rebeca? —preguntó.

Las bombas debían encargarse de llenar de aire comprimido los lastres inundables del batiscafo, desalojando el agua, para que el cacharro adquiriese flotabilidad positiva y comenzase a emerger. Pero las bombas tenían que vencer las mil atmósferas de presión de las profundidades europanas y estaban fallando.

—No, en absoluto. No se preocupe —dije intentando disimular mi angustia—. Es algo normal. Este vehículo presenta numerosos sistemas de seguridad. En el peor de los casos soltaríamos los lastres de plomo para adquirir flotabilidad.

Por detrás de Serafín, Elvis negaba con la cabeza. Al parecer el batiscafo no llevaba el reglamentario lastre de plomo de emergencia. Conservaba la navaja eléctrica en un bolsillo. Si hubiera podido, habría matado a Elvis en ese momento, pero no era posible. Tenía que disimular.

—Serafín, no pierda el tiempo preocupándose con aspectos técnicos, por favor. Emplee esta oportunidad única para admirar el precioso panorama de la llanura europana. Pocas veces tendrá la posibilidad de volverlo a disfrutar. Es tan hermoso... Disfrútelo, por favor.

El área de fondeo estaba rodeado de rojas y bucólicas praderas que habrían inspirado a muchos poetas. La riftia carmesí se mecía al compás de las corrientes mientras servía de alimento a algunos voraces cangrejillos que pastaban allí. 

El doctor Trinidad tuvo que reconocer que se sentía embelesado por la preciosa panorámica hasta que...

—¡¿Qué es eso?!

En un primer plano en el ventanal de la esfera aparecieron los ojos de un cefalópodo colosal. Era [Silbido suspirado], el contacto de Elvis en Padres Fundadores, que había vuelto para echar una mano. Portaba un contenedor metálico de gas con un compresor eléctrico para intentar reflotar el batiscafo.

—Es el técnico oficial de Padres Fundadores —mintió Elvis—, que viene a autorizarnos la ascensión. Viene a supervisar la operación. Ya sabe. La seguridad es lo primero.

Serafín sonrió plácidamente y suspiró.

El cefalópodo europano comenzó a meter unos tubos en los lastres inundables para llenarlos de algún gas que desalojase el agua y permitiese que el batiscafo adquiriese flotabilidad positiva. Luego, le dio a tope al compresor.

Grrrrrrr. Bump, bump.

Grrrrrrr. Bump, bump.

Algunas pequeñas burbujas de gas fueron visibles ascendiendo por la superficie de la esfera transparente.

Con un traqueteo, el batiscafo comenzó a ascender. Emergíamos.

—Bueno, ya estamos en marcha. Se acabó esta agradable espera. Debo reconocer que me apena marcharme —mentí—. Admire la panorámica mientras pueda, Serafín.

El científico me sonrió. Estaba feliz.

Por detrás de Serafín, sin que le viera, Elvis dibujó con el dedo un semicírculo en el aire, luego algo así como una H, para después mostrarme cuatro dedos de la mano: CH4. El muy canalla de [Silbido suspirado] había llenado los lastres con el gas metano adquirido en las minas de clatratos. Podían haber utilizado el dióxido de carbono que obtienen de las fumarolas hidrotermales, pero no. Tenía que ser metano. Los lastres habían estado llenos de aire y todavía podían quedar algunas burbujas con oxígeno. Mezclar aire y metano no suele ser buena idea, porque es una mezcla explosiva. Bastaría con que un circuito electroneuronal soltase una pequeña chispa y adiós...

Pensé que si aquello estallaba no pensaba perdonárselo a Elvis jamás. Luego, comprendí que eso era una tontería, que si aquello explotaba ya no habría Serafín, no habría Rebeca, no habría Elvis y lo de que se lo perdonase o no ya no sería relevante...

Discretamente, metí mi mano en el bolsillo donde guardaba la navaja eléctrica y la acaricié con el dedo índice. Si sobrevivíamos, mataría a Elvis. Lo había jurado.

—La noto pensativa. ¿Ocurre algo? —preguntó Serafín.

—Me entristece abandonar un panorama tan sugerente —mentí otra vez—. Para mí, es un auténtico privilegio viajar con un científico como usted.

Con lo a gusto que estaba yo viajando por el Espacio peligroso...

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