Nueva Colombia

Sergi era un buen chico, que pagaba casi todas las copas desde que Coy se había visto en tierra y sin dinero (...)

La carta esférica. Arturo Pérez Reverte.

Cuando desembarcamos en el puerto espacial, comprendí de inmediato por qué Nueva Colombia no era muy popular entre los nautas. En Europa, la gravedad es el triple de la de Ceres. Acostumbrados además a la ingravidez de la nave, era difícil caminar, salvo para Ben Conrad que, siendo norteño, había nacido en la Tierra. César, por su parte, tenía que realizar un gran esfuerzo soportando su pesado corpachón.

Los pocos habitantes que encontrábamos por las calles —en su mayoría estudiosos de los mares de Europa, sesudos científicos del hielo, ictiólogos y otros sabelotodos por el estilo— nos miraban extrañados. Íbamos con el pelo largo, greñudos, desaliñados y caminando con torpeza. César, con su descuidada y poblada barba negra y Ben con esa pelusilla pelirroja en la cara.

Después de todo, Nueva Colombia no llegaba a ser una ciudad, solo era una base espacial.

La base espacial de Europa fue fundada cuando los latinos quisieron colonizar el sistema solar externo. Excavada en la corteza de hielo de la luna, allí apenas vivían unos cientos de habitantes. Pronto comprendieron que el ser humano no era adecuado para poblar los mundos de hielo y entendieron que su labor era prestar asistencia a los verdaderos colonos. Esta base tenía el objeto de servir de comunicación con las ciudades que medraban en las profundidades del océano de agua líquida existente bajo la corteza de hielo. Allí, en el fondo del mar interno, vivían cientos de miles de personas no humanas, los llamados europanos, cefalópodos colosales semejantes al capitán Ahab, aunque —a diferencia de Ahab— la mayoría solían ser gente razonable.

Caminábamos contemplando con extrañeza las calles de Nueva Colombia. Se me antojaban poco familiares, ajenas, demasiado angostas y desiertas, sin ese bullicio multicultural de Bengaluru que tanto me apasionaba.

De cualquier forma, las maravillas de las lunas de hielo del sistema solar externo siempre sorprendían. La proximidad al mar y el ambiente marinero se palpaban por doquier. Nos detuvimos unos minutos para curiosear en uno de los muchos puestos ambulantes en los que vendían conchas marinas de muy diversas formas y colores. Para el que no lo sepa, las conchas marinas son esos caparazones que utilizan muchos animales para protegerse de sus depredadores. Eran fascinantes. También me parecían muy bonitas las caracolas. El vendedor aseguraba que en algunas de ellas se podían realizar agujeros en zonas precisas por los que, si soplabas con fuerza, la caracola se transformaba en un instrumento musical maravilloso. Nos hizo una demostración, haciendo sonar una particularmente grande con un sonido muy grave y profundo. Era la primera vez en mi vida que contemplaba objetos tan extraordinarios. Me hubiera gustado comprar alguna de recuerdo, pero no era posible: no llevábamos dinero.

Normalmente, cuando los nautas arriban a algún puerto, lo primero que hacen es  afeitarse y cortarse el pelo; luego, buscan un sitio animado donde divertirse, beber un poco y pasar un buen rato para olvidar los sinsabores del viaje, también las penas y la nostalgia del hogar. Había siempre tanto que olvidar...

Sin embargo —y esto no era habitual—, nosotros no teníamos paga. No llevábamos ni un peso. Yo, lo poco que tenía, me lo había gastado pagando el curso de oficial. De hecho, le debía algo de dinero a Montero.

—Conozco un sitio de nautas —dijo César.

—No llevar dinero —dijo Ben—. Dormir en la calle.

—Un sitio de nautas siempre es un sitio de nautas, llevemos dinero o no.

César nos fue guiando por la pequeña aldea espacial.

—Ayer desembarcaron a Ahab en su contenedor de agua presurizada —dijo—. A esta hora, ya estará buceando en su casa en el fondo de estos mares europanos.

El contramaestre Montero y el ingeniero Maraña —el jefe de máquinas— en cambio se habían quedado en la Stella Maris para asistir a los del astillero en las reparaciones. Los demás habíamos desembarcado. La ingeniera Beatriz y la navegante Irene no sabíamos dónde estaban.

—Aquí es —dijo César al doblar una esquina.

El «Batiscafo» era el raro nombre del garito que César conocía. Aunque de estilo indudablemente europano, tenía un aspecto muy nauta; un sitio confortable, uno de esos que los navegantes del Espacio solían visitar cuando arribaban a Europa.

El dueño nos esperaba en la barra del bar, limpiaba unos vasos. Su aspecto y su rudo carácter hacían que pareciese mucho peor persona de lo que era en realidad. Se llamaba Elvis y era un extraño nauta que nunca había salido al Espacio. Él había pasado gran parte de su juventud sumergiéndose en las profundidades del océano de agua europano.

—Os plantáis aquí los tres y no tenéis ni un peso —refunfuñó—. No me haré rico con este negocio, desde luego.

—Por los viejos tiempos, Elvis. Necesitamos pasar la noche en algún lugar. ¿Preferirías que durmiéramos en la calle?

—Por los viejos tiempos, César —concedió—. Cuando suban a sus habitaciones a dormir los clientes que sí pagan, limpiáis y barréis bien la sala y os podéis acostar en los bancos, encima de las mesas, en el suelo o donde sea. Pasaréis la noche aquí.

—Gracias, amigo.

La decoración del garito era exuberante. En mitad de la sala había un aparatoso e insólito artefacto rodeado por las mesas de los clientes. Era un viejo y abollado batiscafo amarillo con el que alguna vez Elvis se había sumergido hasta los más de ochenta kilómetros de profundidad del fondo del océano, donde estaba la importante ciudad Padres fundadores, el primer asentamiento establecido por los cefslópodos europanos, cerca de un rico campo hidrotermal.

En las paredes se observaban numerosas especies de las que poblaban los fondos marinos: cangrejos y erizos, rojos corales, conchas de bivalvos de diversos colores y formas... un sinfín de especies del océano nos sorprendían en cada rincón de la sala. Especialmente llamativa era una estrella de mar de un metro de diámetro que cubría una de las paredes.

Un par de chicos jóvenes tocaban blues en directo desde un pequeño escenario. Más tarde conocería a los dos hijos de Elvis. Se llamaban Miguel y Pablo y eran majos. Pablo tocaba un modulador neuroelectrónico convencional, pero Miguel se empleaba con un extraño instrumento, como una especie de tubo de metal verticalmente dispuesto, con una boquilla arriba por la que soplaba mientras apretaba con los dedos unas llaves; en el extremo inferior el tubo hacía como un codo en el que se torcía para volver a subir un poco, terminando en la amplia abertura acampanada por donde salía el aire. Miguel lo llamaba saxofón y era extraordinario escuchar sus emotivos sonidos; aquel sorprendente aparato musical funcionaba sin neurocircuitos integrados, solo con la fuerza de los pulmones de Miguel.

—Por cierto —dijo Elvis mientras limpiaba a conciencia otro vaso con un paño—, fijáos en ése que hay ahí bebiendo solo en un rincón. Está haciendo negocios. Es posible que os pueda ofrecer algo decente para ganar unos pesos. Cuando menos, creo que podréis conseguir que os invite a tomar algo.

—Te debo una, Elvis.

—¿Solo una? —preguntó con una sonrisa.

En Nueva Colombia siempre hacían falta nautas, y allí había un individuo que parecía adinerado. César se adelantó para saludarle:

—Me han dicho que busca usted nautas.

—Efectivamente, le han informado bien. Siéntese conmigo, por favor. Mi nombre es Cristiano Pérez y represento a un grupo de inversores. Lo cierto es que...

Ben, César y yo nos sentamos a la mesa.

—Suena interesante —continuó César.

—Antes que nada, ¿me permiten invitarles a un poco de ron?

Los tres tragamos saliva. Estábamos deseando tomar algo.

—También comer algo —dijo Ben, que no quería desaprovechar la oportunidad—. Arroz de caldero nauta ser bueno.

Pérez frunció el ceño.

—Usted es norteño, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. —Pérez le hizo una señal a Elvis que, como buen barman nauta, había escuchado toda la conversación y no necesitaba que le dijeran qué tenía que llevar a la mesa. En unos minutos, César, Ben y yo comíamos y bebíamos copiosamente. En comparación con el que se servía en la Stella Maris, aquel delicioso alimento sabía muy bien. Comíamos rápido y sin cuidar demasiado los modales mientras escuchábamos, porque no sabíamos cuánto iba a durar la conversación con el cliente.

—¿Cuánto paga? —comenzó César.

—No les he dicho qué tienen que hacer —dijo Pérez.

—Es verdad. ¿Cuánto paga? —insistió César.

—Tengo un presupuesto de 50.000 pesos: 20.000 pesos para usted y 30.000 para la oficial. Perdón, ¿cómo se llama usted, oficial?

—Me llamo Rebeca. ¿Y para Ben no hay nada? —pregunté.

—Si se refiere al norteño, a él no lo contrato. Quiero una tripulación decente.

—Ben viene con nosotros o no vamos ninguno —le dije a Pérez—. Cobrará lo mismo que César.

—Está bien, está bien. Tengo un presupuesto de 50.000 pesos: 20.000 pesos para usted, oficial y 15.000 para los demás.

—De acuerdo. Venga, cuéntenos de qué se trata —continué.

—Es muy sencillo. Trasladar a unos científicos a La Ciudad de la Luna con el objetivo de asistir a un congreso en la universidad.

—Muy bien —dije—. ¿Cómo se llama su nave?

—Cameroceras.

Pensé que era un nombre demasiado horrible para ser una nave de porte decente. Además, ese nombre tan largo no iba a caber tatuado en mi pequeño hombro.

—¿Qué clase de nombre de mierda es ése? —pregunté extrañada.

—Mis inversores se sienten muy identificados con los Cameroceras, para ellos son algo parecido a nuestros Australopitecos. Cameroceras es un fósil del Ordovícico, el periodo geológico en el que los cefalópodos dominaban los mares de la Tierra...

—No me diga que sus científicos viajeros son pulpos europanos.

—Yo no tengo problemas con los norteños. ¿Suponen los europanos algún problema para usted?

—No, realmente no —concedí—. ¿Cuándo zarpan?

—En una semana.

—En verdad —sonrió César—, los tres estaríamos encantados de formar parte de la tripulación de su nave Cameroceras. ¿Cuándo firmamos?

—Estamos de acuerdo, entonces. Mañana volveré por aquí con los contratos para firmarlos. Espero que traigan toda la documentación. —Pérez parecía satisfecho.

—¿Qué documentación?

—Lo habitual, y no olviden la rescisión del contrato con su nave actual. —Pérez sonrió amablemente.

—¿Qué?

—La marinería suele firmar una cláusula en sus contratos por la que se comprometen a permanecer en la tripulación de la nave hasta desembarcar en su puerto de origen. Supongo que ustedes vienen de Bengaluru. Para dejar sin efecto la cláusula en Nueva Colombia, el capitán tiene que firmar la rescisión. ¿Quién es su capitán actual?

César quedó perplejo mirando fijamente a Pérez:

—Ahab —respondió de forma escueta.

Decepcionado, Pérez se mordió el labio inferior. Conocía al maldito Ahab, sin duda.

Viendo que la negociación iba a fracasar de un momento a otro, Ben empezó a comer un poco más rápido...

***

Cuando llegó la noche, nos quedamos solos en la cantina con Miguel y Pablo. Los chicos seguían tocando su música blues. Ahora estaban con Déjame llorar. Entonces fue cuando saqué mi vieja navaja eléctrica, corté de un tajo mi larga coleta de pelo negro y la tiré al suelo. Luego, los miré a los dos:

—Os voy a cortar el pelo. Tú primero, Ben. Siéntate aquí.

Y empecé a cortar mechones de su pelo cobrizo como si no hubiera mañana. Es increíble lo mucho que puede crecer el pelo en solo unos años.

—Las patillas no, por favor.

—Las patillas sí, Ben.

Después, le tocó a César. Mientras le rasuraba la barba y mi navaja eléctrica volvía a su garganta, recordé que hacía solo unos pocos años, en un lugar similar a éste, estuve a punto de cortarles el cuello a los dos. Les pude cortar el cuello, pero ahora les cortaba el pelo. La vida nauta era extraña.

Miguel y Pablo iniciaron los primeros acordes de Beber para olvidar, una conocida y popular canción.

César no podía disimular su decepción. Perdió el aplomo que había intentado mantener frente a Pérez. Su plan «infalible» para volver a Bengaluru se desmoronaba ante sus ojos:

—La maldita rescisión del contrato... Ahab nunca me autorizará y jamás llegaré a Ceres. Al menos tú eres oficial y quizá sí lo consigas. Rebeca, si arribas a Bengaluru antes que yo, si lo logras, visita a mi familia en la calle del Níquel. Lleva tu gorra negra de nauta y deja a la vista los tatuajes de tu hombro. Se entusiasmarán cuando descubran que les visita una oficial... Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Te encantarán, serán muy cariñosos contigo, Rebeca. ¡Ah!, y te harán mil preguntas. Diles entonces que estoy bien y que volveré pronto, en solo unos pocos meses...

—César —dije—, ahora soy oficial, pero el contrato que firmé en Ceres fue el de un marinero nauta. Entonces yo era una grumete y tampoco podré volver a...

No pude terminar la frase, fui incapaz, mi voz se quebró.

Los lamentos del saxofón de Miguel sonaban desgarradores y, a la vez y sin contradicción, acariciaban suavemente la cargada atmósfera del local.

César intentó animarme:

—Al menos me consuela saber que El Ophir está cruzando la órbita de Saturno, demasiado lejos. El Ophir ya es historia, Rebeca. Espero que Ahab prefiera hacer minería en los asteroides troyanos de Júpiter. Sería lo más razonable.

Creo que hice un buen trabajo y los dejé bien rasurados a los dos. Estaban visibles, decentes, ya no asustaban tanto.

Después de que los músicos se marchasen a dormir y termináramos de limpiar la sala, saqué mi saco de dormir del petate y me tumbé sobre un espacioso banco. Ben me imitó. César, en cambio, eligió tumbarse sobre una mesa grande: en un banco no cabía.

Estaba agotada. Me quedé dormida enseguida.

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