Motín a bordo

To death, my lads, we sail;
and it's death that blows the gale
and death that holds the tiller as we ride.
For he's king of all
in the tempest and the squall,
and the ruler of the Ocean wild and wide!

New Poems, Robert Louis Stevenson.

(Hacia la muerte, camaradas, navegamos;
y es la muerte quien envía la ventisca
y quien mantiene el timón que gobernamos.
¡Porque es la reina de todo
en la galerna y la borrasca,
y la soberana del océano salvaje y vasto!)

Aquella mañana del día 15, idus de marzo, César me sustituyó al terminar mi turno en los recicladores. Me fui a acostar a mi camarote. Necesitaba descansar, lo necesitaba realmente, pero fue inútil. Me desperté muy sobresaltada en menos de un hora. Sonaba un ruido atronador e inquietante.

Blam, blam, blam.

La cabeza de Maraña había dormido en mi camarote. Pensé que podía venirle bien salir de la enfermería para despejarse. Estaba cerca de mí. Él también se había despertado por el estruendo. Esto no podía ser nada bueno. La cabeza quería hablar, así que encendí su ventilador.

¡César! ¡César!

Su grito desgarrador, áspero y quebrado me alteró aún más:

¡César, César, cuídate de los idus de marzo!

Blam, blam, blam.

¡César! ¡César!

Apagué el ventilador de Maraña y bajé corriendo a la proa de la nave con la cabeza bajo el brazo. En el santuario vi a Montero y a César que se turnaban para golpear con un pesado mazo la escotilla, es decir, la entrada al camarote de Bligh. Realizar ese trabajo en ingravidez suponía un gran esfuerzo.

El tac tac tac de Bligh sonaba amenazante:

Malditos seáis. Os habéis amotinado para robarme. ¡Ay de vosotros, humanos, especie egoísta y codiciosa!

Montero y César no hablaban, se limitaban a golpear con el mazo.

Blam, blam, blam.

Entonces, Gerardo entró en escena:

Estimado contramaestre Montero, el motín es un delito muy grave que en algunos casos está castigado con la pena de muerte. Debería usted dejar de golpear el hábitat del capitán Bligh.

—No es lo que parece, Gerardo —dijo Montero escuetamente entre golpe y golpe de mazo—. No es lo que parece.

Estimado contramaestre Montero, si persisten en su intento de motín me veré obligado a sellar el Módulo de Atraque (es decir, la parte donde están ahora ustedes, entre el santuario y el Puente de mando) y lo vaciaré de oxígeno.

—No lo entiendes, Gerardo —seguía Montero negando lo evidente—. Los goznes de la puerta del santuario están estropeados y vamos a cambiarlos para poner otros en perfecto estado. ¿No ves que están deformados?

Es verdad, contramaestre Montero, pero quizá estén deformados debido a que el minero Mas los está golpeando con un mazo en este momento.

—Estaban ya en mal estado antes.

Ah.

—Gerardo, ¿qué es lo que te decimos siempre? ¿Lo recuerdas?

Perfectamente, contramaestre Montero. Me dicen que sea obediente.

—Gerardo, obedéceme. Es una orden. Quiero que hagas parada de mantenimiento y que te desconectes durante cinco horas.

Ah.

Pero Bligh estaba atento a los trucos de Montero.

¡Es mentira! ¡Esto es un motín!  Mátalos, Gerardo. ¡Mátalos! Mata a esos humanos tramposos que así, con esta traición, responden a mi mando comprensivo y generoso. ¡Mátalos!

Gerardo no sabía qué hacer. Tenía un conflicto en sus algoritmos.

Ah.

—Gerardo —intervine yo—, quiero pedirte un favor. Te lo pido por nuestra amistad: haz parada de mantenimiento. Desconéctate durante cinco horas.

Sí, navegante Vargas, querida mía, será un placer. Inicio desconexión para mantenimiento durante la que aprovecharé para meditar sobre todo lo ocurrido. Vuelvo en unas horas.

Blam, blam, blam.

—La escotilla está a punto de ceder, Rebeca —dijo César—. Vete a popa y activa los recicladores a la máxima potencia para absorber el agua que nos inundará.

Salí hacia el Módulo de Recicladores para activarlos. Encendí el ventilador de la cabeza de Maraña para que me orientase con los dispositivos, pero no hacía otra cosa que decir cosas raras:

El príncipe, él es el principe.

Así que la desconecté otra vez. Fue justo después de activar los recicladores cuando ocurrió. Sonó como un violento estruendo y, al volverme, vi entrar por la escotilla de la sala una gran ola de agua, que me empujó con tal violencia que me estampó contra una de las máquinas. Noté en mi brazo izquierdo el crujido de un hueso al romperse. Al incorporarme, escuché el profundo silencio y sentí un punzante dolor en mis oídos: mis tímpanos habían estallado y sangraban. También sangraba mi nariz. Estaba confusa.

Había enormes gotas de agua flotando ingrávidas en el aire. Pude ver encenderse las luces de los recicladores absorbiendo furiosamente el exceso de agua de la nave y corrigiendo la presión atmosférica a unos parámetros más o menos normales. Al mirar a mi alrededor, contemplé la cabeza de Maraña. Seguía vivo.

También vi el cuerpo de César que, sin duda, había entrado en el Módulo de Recicladores arrastrado por la violencia de la ola. Me acerqué para zarandearlo con mi brazo derecho sano. Respiraba. Tosió. ¡También estaba vivo!

Lo dejé descansando y entré en el puente. Allí había una enorme masa gelatinosa formada por los enroscados tentáculos del capitán Bligh. Intentaba respirar con dificultad en el aire con oxígeno. Agonizaba.

Salí del puente por miedo a que en sus últimos estertores el capitán Bligh intentase atacarme. Pude ver desde la escotilla de entrada, aun así, entre los tentáculos del cefalópodo, el cadáver de José Montero. El contramaestre aún sostenía firmemente agarrado con sus manos un objeto afilado —algo así como la cabeza de un arpón—, que mantenía clavado entre los ojos de la bestia. Mientras, Bligh le rompía el espinazo con la presión del mortal abrazo de sus formidables tentáculos. De la herida de Bligh escapaba ingrávido un líquido azulado.

De esta manera, en su abrazo de muerte, el contramaestre José Montero y el capitán Bligh morían en la Stella Maris y, con ellos, nuestra expedición al planeta nueve.

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