Los idus de marzo

El campamento dormía. Dormía quizá desde hacía siglos, esperando el regreso de César. Seguiría durmiendo mientras él no dijese que había regresado.

El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes, de Álvaro Cunqueiro.

El día 14 de marzo Asclepio me despertó súbitamente. Un grave asunto requería mi atención:

Buenos días, navegante Rebeca. Hum, estoy preocupado: Manuel Maraña ha empeorado mucho esta noche. He temido por su vida. De hecho, ha estado en muerte cerebral durante cinco minutos y, cuando ya pensaba que había acabado, se ha repuesto, hum, de forma milagrosa.

Lo lamento, pero ha sufrido una hipoxia prolongada y es posible que algunas partes de su encéfalo hayan podido quedar irremediablemente dañadas... ¿Puede visitarle, por favor? Quizá le haga bien la presencia de sus compañeros.

Avisé a César y Montero y fuimos a la enfermería. Ben seguía tumbado en una camilla. Continuaba sedado, pero tenía buen aspecto. La cabeza de Maraña nos miraba fijamente. Sus ojos nos seguían, como si estuviera consciente. Encendimos el ventilador para que pudiera hablar.

Gritaba con una voz distorsionada, artificial; y a la vez grave, áspera y quebrada, mucho peor que el día anterior. Tuve la sensación de que era algo más que eso: esa voz regresaba del mundo de los muertos:

¡César, César!

César se aterrorizó como un niño pequeño. Estaba muy asustado. Se puso la mano en el amuleto que colgaba de su cuello, su palasita, como siempre hacía cuando se ponía nervioso.

—Esto no me gusta —dijo—. No me gusta. ¿Qué quieres de mí?

¡Cuídate de los idus de marzo, César!

César no entendía nada. Estaba muy asustado.

Os veo pálido y pusilánime, lleno de temor, y repentinamente estupefacto ante la rara impaciencia de los cielos.

Desencajado, César le preguntó con brusquedad a la cabeza de Maraña:

—¿De qué tengo que cuidarme en los idus de marzo? ¿De qué?

Cuando muere un mendigo no se ve ningún cometa. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos.

—César, no te preocupes —intenté tranquilizarle—, El Ophir era un cometa que se vio y tú estás más cerca del mendigo que del príncipe. César, esto no va contigo, esto va de príncipes.

—Yo no soy un príncipe, es verdad. —Eso le aportó un poco de calma y dejó tranquilo su colgante.

—Eres más bien el mendigo, César —continué, para consolarle—. Con lo del príncipe no sé a qué se refiere.

—Estoy buscando con el intercomunicador en la red —dijo Montero—. Está recitando Julio César, una obra escrita hace muchos siglos, en el periodo Protoarcaico.

Con la sangre azul de un príncipe...

—¿Qué dice? —preguntó César—. ¿Qué diablos es eso de la sangre azul? ¡Nadie tiene la sangre azul!

Asclepio intervino brevemente:

Hum, permítanme recordarles que los seres humanos tienen la sangre roja debido a la presencia de un compuesto llamado hemoglobina, que transporta el oxígeno y contiene hierro.

Sin embargo, muchos invertebrados poseen otras proteínas distintas. En el caso de los cefalópodos, el transporte del oxigeno lo lleva a cabo la hemocianina que no contiene hierro sino cobre, y es de color azul.

—Bligh tiene la sangre azul —dije—. Él es el príncipe. Además, en Europa su familia es muy poderosa, casi aristocrática. Es Bligh. El príncipe es Bligh. No hay duda.

—Da igual. Esto no me gusta.

—César, después de todo —dije—, no son más que los desvaríos de lo poco que queda de nuestro amigo, el pobre Maraña. No deberías preocuparte demasiado.

—No, no lo entiendes, Rebeca. Esto es un prodigio. Él ha vuelto del mundo de los muertos portando el don de la clarividencia...

No supe qué responder, quizás tenía razón. Se hizo el silencio durante unos segundos.

—Deberíamos volver a Encélado —dijo Montero—, pero ese maldito Bligh nunca cederá. Nos matará a todos con su maldita obsesión por el planeta nueve. Tengo que hablar con él otra vez. Se lo he suplicado cien veces, con lágrimas en los ojos, pero nunca cede. El capitán Bligh nunca cede.

Maraña continuaba declamando párrafos de Julio César:

Si fuese cual vosotros, cedería;
si, por ventura, yo rogar supiese,
cediera a ruegos.

Pero soy tan firme
cual la estrella polar, que, fija, inmóvil,
par del cielo en la bóveda no tiene.

Quizás Maraña había sufrido daños cerebrales irreversibles, pero, de algún modo, le habían aportado una especie de extraña lucidez.

—Hay que ir a Encélado, a Nuevo Brasil —dijo Montero con decisión—. ¡Debemos convencer a Bligh!

¡Ni los cielos ni la tierra han estado en paz esta noche!

El príncipe debe morir. El cielo exige la sangre de un príncipe.

¡Sangre azul, no roja!

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