La propuesta
En muchas ocasiones el carácter suspicaz y colérico del capitán había provocado escenas desagradables entre sus oficiales y él.
Los amotinados de la Bounty. Jules Verne.
—¡Buena gente, échenos un cabo!
El buque fantasma, de Frederick Marryat.
El capitán Bligh, lleno de escepticismo, me miraba a través de la escotilla del santuario.
De modo que, navegante Vargas, ¿esta es la ruta que usted propone?
—Sí, señor capitán Bligh.
Es sorprendente. ¿Por qué no me plantea una ruta directa hacia el planeta nueve?
—Es mejor así, señor capitán.
¿Qué opina usted, Montero, de esta propuesta tan inesperada?
Miré a Montero con curiosidad por conocer su opinión. No me esperaba su apoyo, debo confesarlo.
—Me parece un planteamiento prudente, señor capitán —dijo—. La ruta será hacia Saturno. Iremos allí primero para ir acercándonos a nuestro destino final y, de paso, llenaremos nuestros depósitos de propelente de yodo y nos avituallaremos convenientemente para tan largo viaje. Desde allí, desde la última base espacial civilizada del sistema solar, partiremos hacia el planeta nueve.
Entonces le parece bien.
—Es lo más prudente, señor capitán —insistió Montero.
El cefalópodo enloquecido se volvió hacia mí para continuar con el parloteo de su tac tac tac. Su odio era casi palpable.
No me gusta usted, Rebeca Vargas. No me gusta usted ni sus métodos de trabajo. Su actitud siempre es negativa. Sé que dará problemas en este viaje hacia el planeta nueve.
Sin embargo, y dicho esto, tengo que confesar que hay lógica en su planteamiento.
Me parece bien. Haremos una pequeña y breve escala en Encélado. Después de todo, nos pilla de paso y allí podré aprovechar para contactar con algunos europanos que viven en sus mares internos.
¿Cuánto tardaremos en llegar a Saturno?
—Viajaremos en una hipérbola rápida, señor capitán. Algo así como un año y medio.
Bien. De acuerdo.
No obstante. Queda usted avisada, humana. Sepa que no toleraré ninguna insubordinación y ningún comportamiento perjudicial para el éxito de nuestra misión.
Asimismo, cuando llegue el momento y la tripulación lo requiera, usted se entregará a ellos para que la moral no se quebrante.
No contesté a sus perversas insinuaciones. Era demasiado pronto para enfrentarme a él. Aún quedaba mucho trabajo por hacer. Necesitaba conocer la opinión de mis camaradas sobre los planes del funesto capitán Bligh. Tenía que hablar largo y tendido con los chicos de la nave, con todos. Así, cuando llegáramos a la órbita de Encélado, cerca de un puerto seguro, tendría a la mayoría de la tripulación de mi lado. Ese, y no otro. Ese. Ese sería el momento adecuado de hablar con el maldito Bligh sobre su descabellado viaje hacia el planeta nueve.
Europa-navegación, la agencia reguladora del tráfico espacial, realizó numerosas preguntas antes de aprobar la ruta hacia Saturno. Era agotador. Nunca parecían tener suficientes datos, siempre querían que les proporcionase alguno más.
Además, semejante propuesta la realizaba una oficial tan poco experimentada como yo, que acababa de obtener su título de oficial y realizaba su primer viaje como navegante. Se mostraban escépticos ante mis posibilidades y no dudaban en cuestionar abiertamente mis conocimientos.
En esa situación el capitán Bligh se mostraba impaciente hasta límites enfermizos, atribuyendo los retrasos no a la complejidad de la tarea, sino a mi mala fe y a que yo estaba liderando una especie de complot irreal que tenía como objeto sabotear sus proyectos.
Finalmente, a regañadientes, Europa-navegación autorizó ventana de lanzamiento, rumbo y velocidad:
Buen viaje, Stella Maris. Les deseamos un periplo sin incidentes. Una vez en el Espacio siempre en el Espacio.
Gerardo inició la maniobra de encendido de motores.
Iniciando maniobra en 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1. Ya.
—Propulsión al 30 % —dije—. Abandonando la órbita de Europa.
Montero dio la noticia por megafonía:
Mensaje del contramaestre: la Stella Maris zarpa de Europa.
Los gritos de júbilo en la nave —tan habituales cuando se anuncia la partida—, fueron sustituidos por un lóbrego silencio. El fatalismo se había adueñado de la Stella Maris, una nave condenada a la mala suerte. Ya no éramos una nave minera, no éramos tampoco una nave científica —nunca lo habíamos sido—. Más bien éramos una nave fúnebre, un buque fantasma tripulado por sombras sin alma, meros cadáveres obedientes.
El 2 de octubre de 2757 zarpamos en medio de un suceso de alta actividad magnética. Júpiter y su Gran Mancha Roja se despedían de nosotros volcando toda su furia electromagnética, quizá queriendo avisarnos con estruendo y prevenirnos a gritos para que no iniciásemos este viaje terrible.
Nos acercámos mortecinamente hacia el punto de encuentro. Allí nos esperaba un remolcador llamado Colibrí que nos sacaría de Júpiter. Las pértigas telescópicas se acoplaron en la Stella Maris, y comenzó a empujarnos suavemente para trasladar a nuestra nave en la proximidad de Júpiter, trazando una elegante órbita en espiral.
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