La cabeza parlante
¿Hemos de seguir persiguiendo este pez asesino hasta que abisme al último hombre? ¿Hemos de ser arrastrados por él al fondo del mar? ¿Hemos de ser por él remolcados al mundo infernal? Ah, ah... ¡Seguir cazándolo es impiedad y blasfemia!
Moby Dick. Herman Melville.
Al día siguiente, César y yo fuimos a la enfermería para ver cómo estaban los heridos. La enfermería era una sala en el Anillo Centrífugo donde Asclepio trataba a sus pacientes. Tenía dos camillas en las que la inteligencia artificial médico manejaba el instrumental necesario para realizar operaciones quirúrgicas de cierta complejidad. Sin ser un hospital completo, había que reconocer que estaba muy bien equipado.
Al entrar allí vimos a Ben que estaba sedado. Permanecía tumbado en una de las camillas, gracias a que en el Anillo Centrífugo había algo de gravedad. Según nos comentó Asclepio, Ben sufría quemaduras en las extremidades, pero estaba fuera de peligro. La enorme capacidad regenerativa de los norteños le estaba ayudando a sobrevivir.
No me gustan los hospitales ni nada que se le parezca. Así que, digo con alivio que, por suerte, el cuerpo del pobre Serafín no pudimos verlo. Estaba en el congelador anejo a la sala.
Por su parte, Manuel Maraña —o lo que quedaba de él— seguía vivo; pero su cuerpo había quedado dañado más allá de las posibilidades de la ciencia. De hecho, solo quedaba sana su cabeza.
Sí, solo la cabeza de Maraña era lo que había en la otra camilla.
La cabeza, dispuesta verticalmente, descansaba sobre una especie de aparato rectangular, parecido en tamaño y forma a una caja de zapatos. Asclepio nos contó que ese dispositivo hacía circular la sangre por su cerebro, reponiendo el oxígeno, la glucosa y otros compuestos esenciales para mantenerlo vivo. No es que fuera gran cosa...
La cabeza de Maraña parecía dormida. Era extraño verle así, porque, como no tenía pulmones, pues ni respiraba; Asclepio nos contó que ahora estaba estable; pero que, en algunos momentos durante la noche, había temido por su vida.
—¿Cómo estás, Manuel? —pregunté, acercándome a la cabeza.
Abrió torpemente los ojos. Adormilado y confundido, nos miraba con extrañeza. Intentó observar el entorno que lo rodeaba y abrió la boca para hablar; pero, como no podía respirar, no entendíamos lo que quería decir.
Hum, tienen que accionar el botón de la caja de soporte vital.
Así que me acerqué más y apreté el susodicho botoncito. Sonó un ruido, como si un ventilador pequeño se moviese. El aire comenzó a circular por su laringe y Maraña pudo hablar.
—¿Qué me pasa? —preguntó desconcertado. Su voz sonaba grave y quebrada.
César y yo sonreímos amigablemente.
—¿Cómo estás, Manuel? —pregunté otra vez.
—Creeme. He estado mejor. Me duele todo.
—Tienes un aspecto horrible —dijo César.
—Sí, lo noto. Sobre todo, me duelen muchísimo las piernas...
Miré de reojo a César, y él me devolvió la mirada con cara de «¿quién de los dos se lo cuenta?».
—Lo siento, Manuel —dije—, pero no tienes piernas, te las han amputado...
—¡¿Qué?!
—Y el abdomen y el pecho también te los han quitado —continué.
—Y los brazos —apuntó César, quien no quería que mi relación quedase incompleta.
—La verdad es que solo te queda la cabeza —resumí.
—¡¿Qué?!
—Da gracias porque estás vivo —dijo César intentando animarlo.
—¡Asclepio! ¡Ah, matasanos, rata espacial! Eres un perfecto inútil. ¡Chapucero! ¡Mira lo que has hecho conmigo...
Por un momento, el jefe de máquinas pareció derrumbarse.
—Venga, no te quejes, Maraña, que tampoco es para tanto. —César intentó consolarlo a su manera—. En unas semanas clonarán un cuerpo nuevo para ti con tus células y tu genoma. Ya verás cuando te veas en plena forma, como si tuvieras quince años...
—O, si lo prefieres —dije—, cuando lleguemos a Nuevo Brasil te pondrán uno de esos cuerpos de metal, ya sabes. Te convertirás en todo un cyborg... ¡eh! ¿Qué me dices a eso?
—¡Asclepio! ¡Ah, matasanos!
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