José Montero
Aquel hombre tan dueño de sí hizo un gesto de amenaza.
El grumete sacó del bolsillo un revólver y dirigiéndolo al cocinero le dijo:
—Negoro, sepa que llevo siempre este revólver, y que al primer acto de insubordinación le salto la tapa de los sesos.
Un capitán de quince años, de Jules Verne.
Era una verdadera locura, pero ya teníamos una primera solución de la ruta hacia el planeta nueve, así que entré en el camarote de Montero para informarle.
Lo encontré totalmente dormido. El contramaestre apenas llevaba cuatro horas en el saco de dormir tras su larga guardia, pero la situación lo requería y tuve que despertarle. Era necesario hablar con él antes de presentar los cálculos ante el intransigente y temible capitán Bligh.
—Salen ciento treinta y cinco años de viaje, contramaestre. Se lo repito: ciento treinta y cinco años.
Montero se desperezó torpemente en su saco de dormir, estaba somnoliento, con la mirada brumosa. Me miraba sin verme; pero, en solo unos segundos, aquel hombre acostumbrado a la vida de nauta se recompuso y comenzó a hablar:
—Es el precio que hay que pagar por alcanzar la gloria, Rebeca.
—Déjese de «alcanzar la gloria», contramaestre. Salen ciento treinta y cinco años de viaje. Moriremos de viejos antes de llegar al planeta nueve. Esto no tiene ningún sentido.
—Pues para el capitán Bligh parece tener todo el sentido del mundo.
—¿El capitán Bligh es consciente de esto?
—Él diseñó la misión, él convenció a los inversores científicos de sus posibilidades. Él consiguió el dinero y salvó a la naviera de la bancarrota.
—¿Pero él sabe que morirá aquí, que nunca volverá a su hogar? ¿Ese infame cefalópodo es consciente de todo esto?
—Uno de los contenedores sellados que estibamos el otro día contiene huevos de cefalópodo fecundados por él. Están congelados para preservarlos del paso del tiempo. En ese estado podrían durar cientos de años. Ha dado órdenes para que los liberemos según vayamos necesitando capitanes para la nave. Él lo sabe: todo esto es idea suya.
—Qué locura. ¿Cuáles son nuestras opciones?
—Yo planteé instalar contenedores criogénicos para que nos hibernasen a todos. Ya sabe: unos potentes anestésicos inducirían un estado de coma muy profundo para activar niveles mentales que aún residen en las zonas más ancestrales de nuestros encéfalos. Son esos estados heredados de la hibernación que algunos mamíferos aún realizan. Nuestro metabolismo se reduciría, nuestra temperatura corporal bajaría de modo ostensible y entraríamos en un estado de vida latente parecido a un largo sueño en el que podríamos permanecer vivos durante cientos y cientos de años.
—Seguiríamos vivos al llegar al planeta nueve, pero yo nunca más volvería a abrazar a mis padres; y usted jamás vería otra vez a sus hijos, Montero.
—De cualquier forma, da lo mismo. Ese tacaño capitán denegó la adquisición de esos dispositivos criogénicos. Se acabó la posibilidad de hibernación y, con ella, nuestras esperanzas de sobrevivir a tan largo viaje. Por «limitaciones de presupuesto», según dijo el horrible cefalópodo.
—¿Qué otra opción hay?
—Convertir la Stella Maris en una nave intergeneracional.
—¿No hay más opciones? —insistí.
Montero negó con la cabeza, como negándose a aceptar cualquier otra alternativa.
—Yo no las veo.
—Yo si, contramaestre. Podemos unirnos todos y decirle al capitán que no cuente con nosotros. Que se busque a otros para ese viaje descabellado.
—En otras palabras, está usted planteando una rebelión a bordo de la Stella Maris. No cuente conmigo para encabezar un motín. Se lo digo sinceramente, Rebeca.
—No, no es un motín. Me ha entendido mal. Es solo decirle al capitán que no vamos. Así de sencillo. Sin rencores. Sin acritud.
—Allá usted, navegante Rebeca Vargas, si quiere liderar un motín a bordo de la Stella Maris. Supone pena de muerte. Lo sabe, ¿verdad?
—Supone pena de muerte... si te pillan —sonreí sardónicamente—. Solo si te pillan.
—Y convertirse en un fuera de la ley para siempre. Dedicarse a la piratería. ¿Es esa la opción que usted plantea?
—No, piratería, no. ¿Al contrabando quizá?
—Qué pensarían nuestras familias si nos oyesen. Qué vergüenza, oficial navegante. Yo conozco a su padre, Rebeca. Es un hombre honrado. Él no se merece que usted le haga esto.
—¿Qué otra opción existe?
—Lo que he comentado. Un viaje intergeneracional hacia el planeta nueve. Haremos historia y pasaremos a la gloria. Nuestros nombres serán recordados en los libros como los que iniciamos la travesía. Por desgracia, no seremos nosotros los que llegaremos a nuestro destino; pero sí nuestros hijos, que nacerán y crecerán en la Stella Maris, en su hogar,
—Está obviando un pequeño detalle, contramaestre: yo soy la única mujer a bordo. ¿Qué se supone que debo hacer con mis camaradas aquí?
—Usted ya lo ha entendido.
Por un momento, un intenso sentimiento de repugnancia me dominó. Sentí asco, un asco extremo. Mis ojos echaban fuego. Me incliné hacia Montero para que me entendiese, para que mi mensaje le llegara claro, y le hablé de forma muy pausada:
—Se lo aseguro, Montero —le dije mirándole fijamente—-. No le quepa ninguna duda. Yo soy algo más que un útero; de hecho, soy mucho más que eso.
Y pronunciando estas palabras experimenté sentimientos desconocidos. Es verdad que alguna vez había sentido el impulso de matar, pero esta vez era distinto, no solo mucho más intenso; esta vez sentí, en lo más profundo de mi ser, una violencia asesina extrema que apenas era capaz de refrenar. Era algo nítido, diáfano, real, tangible incluso.
Comprendí entonces perfectamente, como si lo estuviera viendo, como algo inevitable, que en este viaje, mi segundo viaje en la Stella Maris, iba a correr la sangre.
A raudales.
Por desgracia, no me equivoqué.
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